Las memorias de Silvestre
Nuestro amigo el boticario Silvestre Espíndola hubiera llegado a ser un grande hombre en cualquier otro medio, con solo algunas variantes en el carácter y en la especialidad de su talento. Desgraciadamente se malgastaba en fuegos artificiales. Carecía de espíritu científico; no hacía síntesis sino en la farmacia, manipulando substancias químicas y sin saberlo siquiera. En la política y en la sociedad limitábase forzosamente al análisis. Y el análisis, cuando falta la generalización, no conduce a las grandes acciones, ni aún a la acción, lo que quiere decir que no modela grandes hombres.
Pero, en otro ambiente, soliviantado por otros elementos, combatido o favorecido por otras circunstancias, hubiera llegado lejos, pues en los centros importantes, donde rebosa la vida, no faltan para una entidad cualquiera, las entidades complementarias, que la convierten en personalidad, o cuando menos en individualidad. De otra manera en cada país no habría sido un número irrisorio por lo exiguo, de personajes dirigentes: lo serían, sólo, aquellos que de veras tienen dedos para serlo.
Silvestre no era grande hombre ni en Pago Chico, donde sin embargo, aparecían como tales, Ferreiro, Luna, Machado, Fillipini, Bermúdez, Viera, don Ignacio, Carbonero, Barraba, Gómez y cien más, sin contar al diputado Cisneros, pitonisa del partido oficial, y al senador Magariño, deidad invisible e intangible, que sólo muy de tarde en tarde soltaba desde su nebuloso Sinaí algún nuevo mandamiento de su decálogo con estrambotes o añadiduras.
Silvestre no era, pues, grande hombre... Entendámonos. No lo era para Pago Chico, probablemente porque «nemo propheta in patria», pero lo era, lo es y lo será siempre para nosotros. Si no nos bastaran sus altos hechos conocidos y desconocidos para juzgarlo así, nos bastaría y sobraría el conocimiento que, posteriormente y gracias a la indiscreción de un amigo común, hemos tenido de su obra magna: sus memorias políticas.
Hablemos claro.
No hay tales memorias. Silvestre era incapaz de consignar día por día en un cuaderno, con los ojos puestos en el futuro y para uso y experiencia de las generaciones por venir, los acontecimientos a que asistía o en que actuaba, el retrato físico y psicológico de sus contemporáneos, la filosofía que se desprende de los sucesos, las pasiones, las cosas y los seres. A ser capaz de tal perseverancia, sería grande hombre para alguien más que nosotros.
Pero, repitamos, lo era, para nosotros, ¡y tanto de no contentarse con el relato verbal y circunstanciado que de cada novedad hacía en su farmacia, llenando las lagunas con lo que le inspiraban su lógica o su imaginación, aguda y atrevida la una, viva y acalorada la otra! Así es que acogió con júbilo el pedido de informes que le hiciera un amigo suyo, periodista bonaerense, deseoso de estudiar por lo menudo la psicología de la política y la administración en la campaña provinciana.
En un principio las cartas menudearon, erizadas de datos y observaciones; luego, de pronto, sobrevenido el cansancio, Silvestre amainó, hasta enmudeció; pero, gracias a la insistencia con que lo espoleaba su amigo el periodista, nuestro hombre reanudó a ratos la chismografía postal con visos sociológicos, interesante para él, es cierto, pero, -como le costaba trabajo y dedicación-, menos grata que la verbal de todos los días, frondosa, repetida, recalentada muchas veces, que le ofrecía, además, la enorme ventaja de no dejar huella posiblemente perjudicial en lo futuro.
El periodista en cuestión ha tenido la deferencia de facilitarnos el legajo de las cartas silvestrinas, al saber que nos ocupábamos de legar a la posteridad el relato de algunos episodios pagochiquenses, para que sacáramos de ellas cuanto quisiéramos, bajo la única condición de cerrar esos extractos con el áureo coronamiento de una síntesis por él escrita, basándose en tales estudios, y que podría titularse «Psicología de las autoridades de campaña».
Vamos a integrar este capítulo con párrafos de las que llamamos «memorias silvestrinas» tomados aquí y allí en sus sabrosas epístolas, y con párrafos, también, de la obra periodística aludida, que, a publicarse entera, abrumaría de tedio a los lectores, no porque carezca de mérito, sino, porque la gente no está hoy para teologías.
Este sería el gran momento de entrar en materia si no acabáramos de hacer una observación: Hemos incurrido en una deficiencia que más tarde podría echársenos en cara, y que podemos salvar aquí sin mucho sacrificio. ¡El retrato de Silvestre no adorna todavía las páginas de Pago Chico, ni nos hemos detenido a echar una ojeada a su laboratorio!... Cierto es que, considerando todo retrato literario, prosa destinada a que la salte el lector, nos atuvimos hasta aquí a los hechos escuetos, sin describir cosas ni personas; pero es cierto también que aún a riesgo de tan dolorosa e inevitable indiferencia, debemos rendir ese homenaje al ilustre boticario, ubicuo en estas páginas como Dios en el universo.