IX

¡Qué días aquellos los de la primavera del 22! En otras épocas hemos visto anarquía; pero como aquella ninguna. Nos gobernaban una Constitución impracticable y un Rey conspirador que tenía agentes en el Norte para levantar partidas, agentes en Francia para organizar la reacción, agentes en Madrid para engañar a todos. En nombre de la primera legislaba un Congreso de hombres exaltados. En representación constitucional del segundo gobernaba un Ministerio presidido por un poeta. El Congreso era un volcán de pasiones, y allí creían que las dificultades se resolvían con gritos, escándalos y bravatas; el Rey sacaba partido de las debilidades de unos y otros; el Ministerio se veía acosado por todo el mundo, pero su honradez y sus buenas letras no le servían de nada.

El ejército estaba indisciplinado. Unos cuerpos querían ser libres, otros vitoreaban al REY NETO. Los artilleros se sublevaban en Valencia, los carabineros en Castro del Río, y la Guardia Real acuchillaba a los paisanos de Madrid. La Milicia Nacional bullía en todas partes inquieta y arisca; sublevábase la de Barcelona gritando Viva la Constitución, mientras la de Pamplona, enfurecida porque los soldados aclamaban a Riego, les hizo fuego al grito de Viva Dios. En Cartagena las mujeres se batían en las calles confundidas con los milicianos.

No había tierra ni llano donde no apareciesen partidas, fruta natural de la anarquía en nuestro suelo. En Cataluña dos célebres guerrilleros de estado eclesiástico, Mosén Antón Coll y Fray Antonio Marañón, el Trapense, arrastraban a los campesinos a la guerra santa. El segundo, con un Crucifijo en la mano izquierda y un látigo en la derecha, conquistaba pueblo tras pueblo, y al apoderarse de la Seo de Urgel, asesinaba con ferocidad salvaje a los defensores prisioneros. En Cervera los capuchinos hacían fuego a la tropa. En Navarra imperaba Quesada, y no lejos de allí Juanito y D. Santos Ladrón. Había aparecido en Castilla D. Saturnino Albuín, el célebre Manco, a quien en otro lugar conocimos, y en Cataluña despuntó, como brillante aurora, un nuevo héroe, joven, lleno de bríos que empezaba con grande aprovechamiento la carrera. Era Jep dels Estanys. En Murcia empezaba a descollar otro gran caudillo legendario, Jaime el Barbudo, que iba de lugar en lugar destrozando lápidas de la Constitución.

Las grandes Potencias estaban ya extremadamente amostazadas, viendo nuestro desconcierto. Francia sostenía en la frontera su célebre cordón sanitario. Roma se negaba a expedir las bulas a los obispos nombrados por las Cortes. Iba a reunirse el Congreso de Verona, con el fin que todos saben, y en él un literato no menos grande que el nuestro, echaría pronto las bases de la intervención extranjera. Las Américas ya no eran nuestras, y en Méjico Iturbide tenía medio forjada su corona.

Poseíamos una prensa insolente y desvergonzada, cual no se ha visto nunca. Todos los excesos de hoy son donaires y galanuras comparados con las bestialidades groseras de El Zurriago de Madrid y El Gorro de Cádiz. Los insultos del primero encanallaban a la plebe. Nadie se vio libre de la inmundicia con que rociaba a los Ministros, a los diputados moderados, a las autoridades todas. El Gobierno, no teniendo ley para sofocar aquella algarabía indecente, la sufría con paciencia; pero los polizontes, que no entendían de leyes, imaginaron hacer callar a El Zurriago de una manera muy peregrina. Se apoderaron de Megía, su redactor, y después de esconderlo durante dos días, le metieron en una alcantarilla. Era, según ellos, el paraje donde debía estar. Pero Megía salió, y después de limpiarse, enarbolaba de nuevo su asquerosa bandera con el lema:

No entendemos de razones, moderación ni embelecos: a todo el que se deslice zurriagazo y tente perro.

En este desconcierto dos hombres de acción y energía, pugnaban por afirmar el principio de autoridad. Eran el jefe político Martínez de San Martín, llamado por el populacho Tintín de Navarra, y el general Morillo que ganó en América la corona condal de Cartagena de Indias, militar denodado y buen caballero.

Tal era el cuadro que ofrecía esta Nación privilegiada en Junio de 1822.

Fijábase entonces la atención del país entero en la Guardia Real, porque casi todos los individuos de ella eran partidarios del Rey neto, profesando esta opinión con tanto franqueza y desparpajo, que a cada momento la manifestaban a sablazos. En formación o sin ella, los guardias eran propagandistas muy celosos del absolutismo, y ya podía encomendarse a Dios quien delante de ellos osase pronunciar el viva Riego. Aborrecían El Zurriago, que diariamente les ponía cual no digan dueñas y despreciaban a los milicianos nacionales. El Rey no sólo les protegía sino que les azuzaba, haciéndoles instrumento de las oscuras tramas palaciegas; los Ministros les tenían más miedo que si fueran el ejército de Atila, y Morillo aspiraba a amansarles, reconciliándoles, ¡oh inocencia! con la Milicia Nacional.

En su soberbia, creían los arrogantes pretorianos que podían hacerlo todo, dar un puntapié a aquel desvencijado armatoste del constitucionalismo, y devolver al Rey sus facultades netas, poniendo las cosas en estado semejante al que tuvieron en el venturoso 10 de mayo de 1814. Pero a pesar de la anarquía que pudría el cuerpo social, esto era más fácil de decir que de hacer.

¿De qué manera trataba el Congreso de sojuzgar al espantable monstruo de la Guardia, que amenazaba tragarse a Cortes y libertad? ¡Ay! Los padres de la patria oían sonar los primeros truenos de la tempestad, y decían: — Que se organizase mejor y con más desarrollo la Milicia Nacional. — Que los jefes políticos despertasen el entusiasmo liberal por medio de himnos patrióticos, músicas, convites y representaciones teatrales de dramas heroicos para enaltecer a los héroes de la libertad. — Que los obispos escribiesen y publicasen pastorales, poniendo por esas nubes la sagrada Constitución. En cuanto a la Guardia, como molestaba tanto, decidieron que lo mejor era suprimirla por un decreto.

En esta situación política, la Milicia Nacional voluntaria (el Gobierno quería con razón hacerla forzosa) era la institución más feliz del mundo y los milicianos los hombres más bienaventurados de Madrid. Ellos no trabajaban, concurrían diariamente a festejos cívicos en que se empezaba comiendo y se concluía bebiendo; eran estimados por el vecindario, por nadie temidos, y únicamente por los serviles guardias despreciados. Se daban buena vida, vestían lujosos uniformes, formaban gallardamente en las procesiones, tiraban al blanco, y se tenían por el más firme sostén del Trono y del Sistema.

Verdad es que con tantas ocupaciones fuera de casa, más de un hogar estaba abandonado, muchas herramientas rodaban mohosas por el suelo, los chicos no iban a la escuela, y el presupuesto y arreglo domésticos se resentían notoriamente.

En las regiones más altas advertíase que muchos libros habían sufrido la infamante pena de horca; en diversas oficinas bostezaban cubiertos de polvo los expedientes, y en no pocas casas de comercio los géneros y las cuentas se resentían de falta de uso. En cambio bastantes jóvenes de elevadas familias habían moralizado sus costumbres, trocando las calaveradas dispendiosas por la holgazanería disciplinada de las formaciones y de las guardias, lo cual ciertamente era una ventaja. Se habrá comprendido por estas observaciones, que la Milicia Nacional de entonces no era, como alguien puede creer, un organismo militar formado con carne plebeya y artesana, sino que todas las clases sociales habían puesto en ella su magra y su tocino. Jóvenes de la clase media y de las familias más distinguidas se honraban con el uniforme de la M. y la N.

No puede darse heterogeneidad más abrumadora que la de aquella sociedad política. El Rey era absolutista, el Gobierno moderado, el Congreso democrático; había nobles anarquistas y plebeyos serviles. El ejército era en algunos cuerpos liberal, en otros realista, y la Milicia abrazaba en su vasta muchedumbre todas las clases sociales. Sólo la Milicia era lo que debía ser. Ya se verá también que era lo que más valía.

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