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Hacían la guardia los milicianos en diferentes puntos. Visitémosles en uno de ellos, en la Casa—Panadería. Aquel edificio tenía entonces el mismo aspecto de hoy, es decir, que parecía estar roído por los ratones y manchado por las moscas. Su frontis, lleno de figuras al temple, no había palidecido tanto, es verdad, y conservaba algo del rojo subido, especie de reflejo de las llamaradas de los autos de fe; pero el cuerpo bajo y la galería de sillares estaban ya comidos de miseria, como se suele decir; tal era su deplorable vista a causa del tiempo y el abandono.

En la gran sala baja estaba el cuerpo de guardia, el cual era dormitorio, comedor, garito, locutorio, cátedra, café, con mucho de club y no poco de casino, y hasta de logia, apurando mucho.

Era una noche de fines de Junio clara y tibia. Los milicianos, sentados en banquetas o en sillas, tenían su tertulia bajo los arcos. Había jóvenes y viejos de distintas clases sociales, divididos en grupos que formara la edad, la simpatía o tal vez la posición, porque en medio de tanta fraternidad, el principio ecualitario no tenía una aplicación perfecta, como es de suponer, ni se olvidaban los nombres y las fortunas. Más que la jerarquía social era puesta en olvido la militar, porque soldados rasos y oficiales se trataban de tú, bebían en un mismo vaso y cambiaban, partiéndola entre uno y otro, una misma peseta.

— Allí viene el gran D. Patricio — dijo en el principal grupo un mozo bien parecido, con insignias de sargento de granaderos —. ¿A que no saben ustedes qué es lo que le trae tan alterado y furioso?

— Que casi todos los chicos de la escuela se le van marchando. Eso ya lo presumíamos.

— Si no enseña más que tonterías... Se ha empeñado en que la Historia romana ha de ser antes que la escritura. Si quieren ustedes pasar un buen rato, lléguense un día por la escuela. Ni en el teatro se ríe uno más.

— Era el mejor maestro de Madrid antes de meterse a patriota — dijo un jovenzuelo, con charretera de teniente —. Mama ha quitado de su escuela a mis dos hermanitos, Manolo y Braulito, porque iban a casa cantando los versos de El Zurriago y no sabían palotada.

—¡Pobre D. Patricio! — exclamó un capitán que ya era hombre mayor— . Pues yo no he quitado a mi chico por... por pereza, porque estas cosas de la Milicia le traen a uno tan ocupado... pero mañana mismo le saco de Roma y Cartago.

— La gran pena de este pobre hombre es que todos sus alumnos se los arrebata un tal Naranjo, a quien no puede ver ni en pintura, porque es servil, porque enseña por Torío, y sobre todo, porque le quita la clientela.

— Naranjo, Naranjo — dijo el preopinante, haciendo memoria —. Yo he oído ese nombre. ¿A ver si lo tengo aquí?

Sacó una cartera, y a la luz del farol que había en la pared, miró.

— Sí, aquí lo tengo. Buen pájaro... amigo de D. Víctor Sáez, el confesor de Su Majestad y del conde de Moy, coronel de guardias. Hay sospechas de que conspira.

En tanto D. Patricio, que venía de uniforme por estar de guardia aquella noche, habíase unido a un grupo de milicianos de su calidad y estofa, y dejaba oír su grave voz en toda la arcada. Los jóvenes no se volvieron a ocupar de él.

— Más quiero tirar de un carro que ser hurón de conspiraciones — dijo el de la cartera.

Sentándose con muestras de fastidio, encendió un cigarro. Aquel capitán era una figura demasiado grande y luminosa en el cuadro de los sucesos de 1822 para que le dejemos pasar con una simple mención. Fue su cuna la calle de Toledo, y un comercio de hierro muy acreditado que heredó de su honradísimo padre, y que beneficiado por él, pudo transmitir a sus honradísimos hijos y a sus honradísimos nietos, que fueron años adelante tan milicianos nacionales como él. Más que un hombre, don Primitivo Cordero era una especie. Su morrión, como las flores que se reproducen de año en año, ha brotado, digámoslo así, en períodos diversos siempre con igual lozanía.

El primer rasgo de su carácter es la hombría de bien y su comercio de hierro un modelo de buena fe y crédito y orden. En las relaciones sociales jamás engañó a sus semejantes, ni calumnió, ni estafó, ni maltrató a nadie. Si no odiara con toda su alma a los serviles, se le tendría por paloma torcaz antes que por hombre. Con sus amigos es leal y cariñoso, y su opinión de buen muchacho está tan arraigada, que ha llegado a ser dogma de fe desde los portales de Bringas hasta el portillo de Gilimón. En su casa es modelo de padres y esposos. Para que nada le falte hasta es buen católico, y cumple con la Iglesia sin dar que decir al sacristán de su barrio, ni menos al cura, que sabe lo que pesan la cera y las limosnas y las misas del Sr. D.

Primitivo Cordero.

El segundo rasgo de su carácter es menos simpático: consiste en la ignorancia. D.

Primitivo no ha hecho estudios mayores, por no ser esto costumbre en el género de ferretería y en doscientas varas a la redonda de Puerta Cerrada. No se ha roto Cordero los codos en Alcalá ni en Salamanca, ni en ningún colegio ni seminario; de modo que sus letras son simplemente las del alfabeto. En cambio escribe por Iturzaeta con envidiable perfección; sus trazos son tan elegantes que casi invaden los regios dominios del arte, y su rúbrica, pieza de grandísimo mérito, le envanece, no sin motivo, hasta el extremo de que no pierde ocasión de lucirla.

Fuera de esto, D. Primitivo ignora todo lo ignorable, según la frase de un contemporáneo suyo, y así como el pájaro no sabe lo que canta, él jamás ha sabido ninguna cosa referente a sistemas políticos. Tiene ideas confusas, bebidas en una copla de El Zurriago, en un discurso de Argüelles y hasta en una frase inspirada de Pujitos; tiene, más que ideas, un sentimiento muy vivo de la bondad de las Constituciones liberales y una fe ciega y valerosa como la fe de los mártires, que desafía las polémicas, que desprecia los argumentos y se dispone a gritar y morir, jamás quebrantada ni disuadida. D. Primitivo Cordero no acierta a comprender que puedan existir opiniones distintas en política: no puede comprender que haya más que una opinión, la suya. De ahí resulta su convencimiento de que los serviles, moderados y clerigones piensan como piensan por interés, siendo todos ellos farsantes hipócritas y egoístas. Para Cordero el mayor beneficio que puede hacerse a la humanidad es obligarla por la fuerza a tener la única opinión posible, su opinión de él, que es la más razonable, la más lógica, la más conveniente. No pensar como él piensa es simplemente obra de la astucia o del interés bastardo, de lo cual deduce que todos los que no aman el Sistema son unos pillos.

El tercer rasgo de su carácter es una sumisión incondicional a otras personas de más seseras dentro del partido, en tales términos, que él no hace sino lo que ellos hacen y dice todo lo que ellos dicen. D. Primitivo, en los tiempos de 1822, o sea en su primera encarnación, tenía por oráculo al jefe político Tintín de Navarra. Le ayudaba, le servía, le formaba en unión de otros buenos comerciantes de la calle de Toledo, una pequeña corte, o más bien una de esas comparsillas que rodean a los personajes de segunda y tercera magnitud.

El cuarto rasgo de su carácter en todas las encarnaciones de D. Primitivo Cordero es cierta templanza de hombre establecido y bien acomodado. Detesta las exageraciones y el derramamiento de sangre. Ha oído hablar de una cosa nefanda, la revolución francesa, y le parece execrable; ha oído hablar de hombre espantoso, Marat, y le parece un monstruo, que mandaba matar gente por gusto. Él no quiere que en su país pasen estas cosas, y opina que para convencer a los reacios, deben emplearse, cuando más, algunos palos bien dados.

El quinto rasgo (porque son cinco) de su carácter es una gran predilección por la forma, dándole más importancia que al fondo. En la Milicia, por ejemplo, lo principal es el uniforme, en el Gobierno las palabras, en la política general los himnos. Un viva dado a tiempo, un pendón bien tremolado, parécenle de más poder que todas las teorías. Él cuenta siempre con un agente de gran valía para resolver todos los conflictos políticos, el entusiasmo; así es que casi siempre está entusiasmado. He aquí una cosa en que no se equivocaba el bueno de D. Primitivo Cordero. ¡Desgraciada sociedad la que desconoce el entusiasmo! Esto es evidente; pero al mismo tiempo debe advertirse que ni aun este noble estado del ánimo que dispone a las grandes acciones, está libre de extravíos, y que entusiasmarse fuera de tiempo y por cosas que no lo merecen, no es de hombres sesudos ni de graves políticos.

La persona de este excelente hombre era en los días de su primera encarnación bastante agradable. Gallarda figura, en la cual encajaba el uniforme a maravilla; mirada perspicua, mas no como de quien ve sino de quien cree ver lo oculto de las cosas; semblante varonil, algo petulante, con bigotes largos (pues los de moco no los llevó hasta su segunda encarnación); andar precipitado, arrastrando con horrísono repiqueteo marcial el sable, como quien va siempre de prisa a comunicar algo importante; voz sonora y cierto sentimentalismo en su conversación, como quien está dispuesto a llorar dando un viva, o a hacer pucheros cantando un himno; cierta disposición a la fraternidad, cierta generosidad aun con los enemigos; buena fe y lealtad, además de otras cualidades, completaban su persona en lo físico y en lo moral.

Era, además, hombre que gustaba de hablar en las esquinas y en los cafés misteriosamente, cuando topaba con sus amigos, de dar noticias a medias para confundir a las gentes, de no reconocerse nunca ignorante de ningún suceso, de dar a entender siempre que iba a pasar algo funesto, sólo sabido por él y por Tintín; gustaba también de afectar el conocimiento de todas las tramas de los pillos, y siempre estaba de prisa, siempre comía a escape, siempre le apretaban las ocupaciones, siempre le estaban aguardando, siempre iba a casa del jefe político o al Ayuntamiento o a otra cualquier parte donde debía de ser imprescindible su presencia. Ni más ni menos era D. Primitivo Cordero.

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