XI

— Trabajo es andar tras los conspiradores — le dijo el teniente —. Ahí tiene usted, amigo Cordero, una cosa para la que yo no sirvo.

— Yo tampoco, ni es de mi agrado — añadió el capitán —; pero San Martín se empeña en que lo haga, y no le puedo desairar. Es preciso que todos trabajemos por el Sistema. ¡Y el Sistema peligra, señores!

—¡Vaya que si peligra! — dijo el jovenzuelo a quien llamaban el Marquesito, por ser hijo de un marqués —. El Sultán conspira ayudado por el Tarmerlán de Francia, y dicen que Bayona es una fragua de conspiradores.

— Me han dicho — manifestó un tercero que no era más que sargento— que allá corre el dinero que es un gusto. Mataflorida, Eguía y Morejón son los agentes que manejan las partidas realistas del Norte. Esto se va poniendo muy malcarado.

— Ya, ya se tomarán medidas, señores — dijo Cordero con aplomo —. Los siete carbuncos son buenos sastres. Si creen ustedes que el Gobierno duerme, se equivocan. El Gobierno sabe todo lo que se trama.

— Pues yo — dijo el sargento —, no doy dos cuartos por lo que hagan los siete carbuncos. Todos sabemos que Madrid mismo está lleno de agentes que entran y salen. El Rey manda sus soplones al Norte y el Norte envía sus correveidiles al Rey.

— Madrid lleno de agentes; ¡pero si ya lo sé!... Tanto romperle a uno la cabeza con los agentes — exclamó Cordero —. ¿Habrá alguien que lo sepa mejor que yo? Si les conozco a todos, como a los dedos de mi mano.

—¿Pues por qué no les prenden?

— Ya caerán. No se irá la fiesta por el repulgo.

—¿Y quién duda que los zurriaguistas y toda esa canalla exagerada, lo mismo que esos que han formado la tertulia de los virtuosos descamisados — dijo el Marquesito —, reciben también dinero de Palacio?

— Ya eso es más difícil de probar.

— Megía está vendido a los realistas. Por cada insulto le dan un duro.

— Sí, podrá ser... no digo que no. El oro de la reacción corre que es un gusto.

Volviose a oír otra vez la voz alta y sonora de D. Patricio. Se acercaba de grupo en grupo.

—¿Qué me dirán ustedes a mí — objetó don Primitivo — que yo no sepa? Aquí en mi cartera tengo unas noticias que espantarían a ustedes si se las revelase. Pero a su tiempo maduran las uvas y todo se sabrá.

—¿A qué tantos misterios? La Guardia Real se subleva.

—¿Por orden del Rey?

— Por orden de los agentes de Bayona que son los que dan el dinero.

— Catorce agentes han llegado a Madrid en lo que va de mes — afirmó Cordero en voz alta —, ¿habrá quien me pruebe lo contrario?

— Y yo digo que cuatrocientos — gritó don Patricio acercándose a los tres jóvenes.

— Siéntese aquí el gran patriota — dijo el Marquesito ofreciendo una banqueta al simpático preceptor.

— Vaya un cigarro — insinuó Cordero ofreciéndoselo.

— No estará de más una copita, ¿eh? — le dijo el sargento.

D. Patricio a nada resistía.

—¡A la salud del gran Riego y de los redactores de El Zurriago! — exclamó después de vaciar una copa.

— Eso último no, canario. Aquí no queremos Zurriagos.

— Cada uno le reza a sus santos. Dicen que los zurriaguistas están vendidos al oro de Palacio; pero yo digo que quien se vende es el Gobierno; ¿estamos?

— Falta probarlo.

— Yo no pruebo nada.

— Más que el vino.

— Todos ustedes — añadió el preceptor, dirigiéndose con gran énfasis a D. Primitivo —, están con los ojos vendados. ¿A qué hablar de agentes venidos del Norte si los han visto como yo a los Reyes Magos?

—¿Cómo se llama aquel de quien me habló usted aquí, y cuyo nombre no recuerdo? — preguntó Cordero sacando su cartera.

—D. Anatolio Gordón... Apunte usted ese y servirá de algo.

— Ya está.

— Es alférez de la Guardia, y antes de llegar a Madrid escribió una carta que vino a parar a mis manos.

— Y que usted leyó.

— Yo no abro cartas ajenas, ¡chilindrón! aunque en ello me vaya la vida — afirmó don Patricio con dignidad —. Pero sin abrirla sé lo que contenía... El buen sastre conoce el paño. Tengo yo mucho ojo.

—¿Y qué contenía?

— Avisos, planes, quizás estaría en cifra. No es preciso quebrarse los cascos para comprender, señores, que dentro de aquella epístola se encerraba el monstruo hediondo del despotismo.

— Bien.

— Y sólo con ver a quien iba dirigida...

—¿A quién? — A D. Urbano Gil de la Cuadra... puede que no le conozcan ustedes... ¡Ya! a estos chicos de teta hay que enseñarles el A, B, C de la política. Gil de la Cuadra fue compañero del cura de Tamajón. Ambos hicieron aquel horrendo plan... ya saben ustedes.

—¡Sí, ya sé! Estuvo preso.

— Pero se escapó, y como nuestros Gobiernos de mantequilla protegen a todos los tunantes, y basta ser realista para ser mimado y recibir confites, Gil de la Cuadra volvió a Madrid y ahí está haciendo su santa voluntad y riéndose de ustedes. ¡Por los clavos de la chilindraina!...

Cordero apuntó.

— Basta saber dónde vive para comprender que no se ocupa, como el diablo cuando no tiene qué hacer, en matar moscas con el rabo.

—¿Y dónde vive?

— En casa de Naranjo, hombre de Dios. Vaya unos amigos que tienen los carbuncos. No saben más que farandulear con los uniformitos, y mientras el enemigo nos mina el terreno, ellos se ocupan de retorcer el bigotejo lleno de pomada. ¡Qué amigos tiene el Gobierno! Será preciso que nosotros los zurriaguistas, nosotros los locos, los furiosos, los descamisados, los republicanos, les digamos dónde está el lobo.

—¿En casa de Naranjo?

— Hombre abominable — dijo el Marquesito con sorna —, hombre feroz que enseña por Torío.

—¿Y Gil de la Cuadra recibió la carta? — preguntó Cordero, mojando el lápiz en la punta de la lengua.

— Y después que la recibió, salió... yo acechaba, señores, porque me ocupo de estas cosas, aunque Tintín no me pide su parecer... Pues bien, Gil de la Cuadra salió, y con todos los guardias que encontraba al paso hablaba, ¿eh? Después fue a la Cuesta de la Vega y entró en el cuartelillo de Palacio.

— Donde está el primer batallón.

— Pues no hallo en eso nada de particular — dijo el sargento.

— No... ustedes en nada hallan nada de particular. Cuando reviente la mina veremos si hay algo de particular. Si esto fuera pintar la mona les sorprendería a ustedes, pero esto es indagar, inquirir, vigilar a esa canalla...

Cordero apuntó otra vez.

—¿Y ese Naranjo?...

— Es el íntimo de D. Víctor Sáez, que va a su casa todas las noches.

—¿Le ha visto usted?

— Como que no ceso de acechar la casa.

—¿Y el guardia?

—¿Gordón? Va también todos los días dos veces. Él ha de ser quien alcahuetea con sus compañeros. Gil de la Cuadra ha de ser el director. Pues no tiene poco intríngulis ese señor. Si le conoceré yo que he sido su vecino.

— Estos datos pueden ser de mucho valor, si se confirman con otros más positivos.

— Ustedes... ya se sabe — dijo D. Patricio amostazado —, no creen en el peligro hasta que lo ven encima, no creen en el fuego hasta que se queman. Cuando vean que en menos que canta un gallo todo se lo come un perro, dirán: "¡oh, qué tontos hemos sido!". Estense como ahora, y ya verán. Los serviles nos harán largar la pellica en la plazuela de la Cebada, y entonces ya no habrá tiempo más que para dar un viva a la libertad con el último respiro. Bien vamos, bien, en manos de Rosita la Pastelera... Guerra y exterminio a los exaltados, gorros, descamisados y zurriaguistas, que quieren poner la república y desacreditar el Sistema, eso es: en cambio paz y protección a los serviles, a los criados de Palacio que están conspirando, a los cortesanos del 14 que aborrecen el Sistema. Para esos, cortesías y tolerancia; para nosotros, palos y cárceles. Muy bien, Sr. Cordero, muy bien se portan los amigos de usted. Por este camino pronto medraremos. ¿Sabe usted lo que pasa en Aranjuez, donde está la Corte?

D. Patricio, al hacer esta pregunta daba a sus rostro la expresión de un nigromante que va a revelar secretos terribles.

— No sé que pase nada de particular — repuso Cordero.

— Ya... nada de particular. De modo que donde meten el rabo Infantado, Amarillas y Montijo, ¿no pasa nada de particular? Y donde hace sus guisados Rosita la Pastelera, ¿no pasa nada de particular? Donde está bulle que bulle la cuadrilla de anilleros, afrancesados, serviles, ¿no pasa nada de particular? Sí, porque el emperador de la China, Tigrekan, está mano sobre mano. Y sus hermanos el príncipe Alfeñike y el príncipe Pakorrito tampoco hacen nada. No se conspira, no se tiene todo preparado de acuerdo con el infame Ministerio pastelero para acuchillarnos a los libres y proclamar el absolutismo. No; si no ocurre nada, si estamos en una balsa de aceite, si marchamos, marchamos, ¡re—chilindrones!, y él el primero por la sendita constitucional, si los guardias nos quieren mucho, si el Abuelo, y D. Santos y el Trapense y Jaime el Barbudo son nuestros espoliques, si la cleriguicia nos mima y es capaz de jugar los Kiries por obsequiarnos...

— Se conspira contra el Sistema — dijo Cordero con hinchazón —; hay mucha pillería en Madrid y en la Corte, ya lo sabemos. Pero ¿quién tiene la culpa sino los anarquistas con sus escándalos?

— Eso es, nosotros, todo nosotros. Nosotros somos peores que Tintín y que Tigrekan y que Trabuco, que es cuanto hay que decir — gruñó Sarmiento levantándose —. Cuidado, cuidadito, señores templados no se nos suba San Telmo a la gavia, y entonces... Puede que nos cansemos de aguantar, ea... puede que algún día se diga: "Vaya, pues ya parió la Pepa", y entonces se sabrá lo que somos.

Conque abur, señores formalitos. Memorias al amigo Tintín, Sr. Cordero, y expresiones a Trabuquito... Yo me voy, que entro de guardia.

— Pues ya se sabe: mañana no hay escuela.

— Me parece natural. ¿Es uno de palo? Desgraciados chicos si no se les da algún descanso.

Un nuevo personaje se presentó en el grupo. Vestía también de miliciano y era pequeño y avejentado, aunque muy vivaracho y flexible. Distinguíase principalmente por el color encendido de su alegre rostro, por su pequeña nariz picuda y sus gafas de oro. Aspecto menos marcial jamás se ha visto; pero tampoco fisonomía más bonachona que la de D. Benigno Cordero, honrado comerciante de la subida a Santa Cruz y tío felicísimo de nuestro don Primitivo.

—¿Qué hay, tío? — le preguntó este.

— Pasado mañana viene Su Majestad — repuso D. Benigno frotándose las manos —.

¿A cuántos estamos?

— A 26.

— Pues dentro de cuatro días, es decir, el lunes, tendremos gran formación, señores.

Conque prepararse.

—¡Gran formación!

— Sí. El día 30 es la ceremonia de cerrar la legislatura. ¿Hay alguno en la compañía a quien falte el uniforme?

— A ninguno. ¿Conque el día 30?

— El día 30... — dijo D. Patricio dando media vuelta —. ¿Formación? Bueno va...

Tintín sigue tan ufano, y Trabuco tan contento... Grandes planes se susurran; hay varios pájaros presos. Don Coletilla en Bayona está manando en dinero; a fuerza de pesos duros a media España ha revuelto. Andan por los barrios bajos de la corte muchos cuervos. Nos custodian las fronteras veinte y cinco mil podencos. El martillo se perdió, los valientes se murieron: los gorros, ya no son gorros, se van tornando en jumentos. Tigrekan salta de gusto esperando ser Rey neto... Parece que estamos tontos... la cosilla tiene pelos...

Como recitaba en voz alta estos versos, sus compañeros le hacían coro con risas y agudezas.

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