XII

Anatolio, después que arregló el negocio de su entrada en la Guardia, fue a Aranjuez con la Corte. Gil de la Cuadra, durante la ausencia de su futuro yerno, a fines de Junio, pasaba las horas recordando hasta las más triviales palabras de este, haciendo cuentas para fijar bien la cifra de su fortuna, y dando consejos a Solita sobre la mejor manera de fomentar las praderas, de gobernar una casa de labor y de hacer manteca.

— Ya estoy cansado de hacer manteca en La Bañeza, donde la hay excelente — le decía —; pero tú, con la magnífica leche de Asturias, la podrás obtener mejor.

Soledad, por darle gusto y tenerle contento, afectaba tomar con calor estos temas.

Suegro y yerno habían concertado la boda para los primeros días de Julio, y no había que pensar mucho en los preparativos, porque todos podían hacerse en un día. Los referentes a la documentación ocuparon durante un par de semanas a D.

Urbano, que se consagraba a esta dulce tarea con tanto júbilo como cuando se casó por primera vez lleno de dulces ilusiones.

Un día, mientras su padre escribía algunas cartas, Soledad salió. Iba por la calle con la vista fija en el suelo, sin reparar en nada de lo que a su vista ofrecía Madrid en tiendas y gentío a la mejor hora de la mañana. Pero a pesar de su abstracción, no se equivocaba de camino y seguía derecha y sin vacilar calle tras calle, hasta que llegó a la casa del Excelentísimo señor duque del Parque. Ningún obstáculo halló a su entrada, y por fortuna la persona a quien buscaba no tenía a nadie en su compañía. Cuando Sola se sentó junto a la mesa del despacho, su hermano pudo observar en ella una palidez y tristeza mayores que de ordinario.

—¿Qué tienes? — le preguntó tocándole la mejilla con las barbas de la pluma —. ¿Está ya arreglado el casamiento?

— Ya está arreglado — dijo Sola esforzándose en sonreír —. Pero quiero que me aconsejes tú.

—¿Pues qué, no lo has decidido todavía? ¿Necesitas de mi consejo para tomar una determinación tan buena?

— Sí — afirmó Sola suspirando —, porque según lo que tú me digas, así haré. Sería una falta muy grande que no te consultara para todo, después de lo que has hecho por mí.

— Soledad — dijo el joven con gravedad —, te considero como una hermana, te quiero como una hermana. Si hubiéramos nacido de una misma madre, no me interesaría por ti más de lo que me intereso. Pues bien; mi consejo de hermano es que te cases sin vacilar.

— Bueno, bueno... yo quería saberlo; quería que me lo dijeras así, terminantemente.

La voz de Sola temblaba, y sus palabras salían, como el trino musical, en sílabas aperladas, cristalinas.

— Pero me parece que no estás contenta — continuó Salvador dejando la pluma y apartando el papel —. Vamos a ver, querida, ¿no dices que tu padre desea que te cases?

— Lo desea tanto, que se volvería loco o se moriría de pena si no me casara.

— Entonces...

— Decidida estoy a hacer el gusto de mi padre; pero quería saber si tú aprobabas mi resolución. Por esto conocerás el gran respeto que te tengo.

— Dejémonos de respetos. Tú te casas simplemente porque de este modo haces feliz al pobre Sr. Gil, y no por otra razón.

— Ni más ni menos.

— Eso quiere decir que no amas al que va a ser tu marido.

Salvador le clavó los ojos con tanta fijeza, que Sola se turbó más.

— Si he de decirte la verdad, Salvador — dijo sonriendo con gracia —, no le quiero mucho. ¿Por qué he de ocultártelo, por qué no he de decirte la verdad a ti, hermano mío, a ti, a quien debo la vida cien veces?...

Monsalud estuvo meditando breve rato.

— A pesar de eso — dijo al fin —, yo creo...

—¿Qué?

— Qué debes casarte. ¿No dices que tu padre se volverá loco o se morirá si no le obedeces?

— Seguramente, y le obedeceré. Sólo pensar lo contrario me da miedo.

— Entonces no me pidas consejo.

— Es que si tú...

Soledad se sofocaba. Necesitaba tomar aliento a cada palabra.

— Es que si tú me aconsejaras otra cosa, hasta sería capaz de no hacer lo que mi padre desea. Se enojaría por algún tiempo; pero ya buscaría yo el medio de contentarle.

— No puedo aconsejarte tal cosa — dijo Salvador seriamente —. Respóndeme con franqueza. El lugar que en tu corazón corresponde a ese señor primo, ¿se lo has dado a otro?

Soledad vaciló un instante y se puso como la grana.

— A nadie.

— Entonces, hija — dijo Monsalud apartando la vista de su hermana para fijarla en lo que escribía —, todo es cuestión de un poco de tiempo. He visto a tu primo, tengo antecedentes de él y respondo de que le querrás mucho. No te apures.

—¡Oh! eso sí: es un buen muchacho.

— Y en esta oficina hay datos para creer que es honradísimo. Aquí estuvo a solicitar del señor que le abonara unos créditos... Ya sabes.

— Sí.

— El Duque vacilaba. Yo pedí informes a un mayordomo asturiano que vino a traer cuentas, y en virtud de las buenas noticias que me dio, aconsejé a Su Excelencia que accediera a la petición de tu marido... ya se le puede dar ese nombre.

—¿Y ha consentido el Duque?

— Sí: cuando vuelva tu primo de Aranjuez le daré esa buena noticia. ¡Ah! pobrecilla: bien puedes decir que se te ha entrado la fortuna por las puertas.

Anatolio es un joven agradable, bueno, sencillo, honrado, trabajador, leal. Además, posee regular fortuna. Tu situación y la de tu padre son tales que podéis considerar esto como una bendición de Dios. No son otros tan afortunados. Sola, no desprecies lo que te da la mano de Dios, no tengas soberbia, no vaciles.

— No, si yo no me quejo — respondió la muchacha con turbación —. Si no digo nada; si estoy decidida a casarme. Ya te lo dije al entrar aquí. Mi padre lo quiere y basta... Pues no faltaba más.

— Y no sólo porque lo quiere tu padre, sino porque te conviene, Sola, porque este favor del Cielo excede a cuanto podías apetecer... Dime, ¿qué encuentras en Anatolio que no te agrade? Yo le encontré bien parecido, simpático, y su franqueza y lealtad me cautivaron.

—¡Oh! a mí también... no me desagrada — dijo Sola tratando de aparecer serena.

—¡Si vieras con cuánto interés le miraba yo! Le miraba como a persona que va a entrar en mi familia, y observándole, decía para mí: "Como no hagas feliz a mi pobre Sola, ya te verás conmigo".

— Si él hubiera sospechado quién eres tú, es decir, que eres mi hermano, que me das limosna... — indicó la joven.

—¡Oh! cualquier sospecha de este género le habría sentado muy mal. Es difícil hacerse cargo de las circunstancias en que nos hemos visto tú y yo... Cualquiera pensaría mal de mí y peor de ti, Solilla.

—¡Valiente cuidado me daría a mí de que pensaran algún disparate!

— Pero ya debemos estar tranquilos. Muy pronto no necesitarás de mí. Yo te aseguro que lo siento.

— Y yo también — replicó ella maquinalmente.

— Ahora son un tanto peligroso estas entrevistas nuestras — dijo Salvador con distracción —. ¿No te parece? Figúrate que alguien le dijese a tu primo...

—¡Oh! Sí... Ya te comprendo.

— Hay que tener circunspección. Querida hermana, no vuelvas aquí.

La querida hermana sintió una puñalada en el corazón.

— Sí... es verdad — dijo balbuciendo —. Yo había pensado lo mismo. No debo volver... no volveré más.

—¡Qué triste es para mí tener que hablar de este modo! Creo que te echaré de menos, querida Sola, y que los momentos que has pasado junto a mí en este gabinete y junto a esta mesa no se me olvidarán mientras viva.

A pesar de su aparente timidez y dulzura real, Solita no carecía de valor. Las desgracias de su vida habían dado singular temple a su corazón, y sabía ponerse a la altura de las circunstancias. Pudo, pues, alzar la frente con despejo, sonreír cariñosa aunque serenamente a su hermano y decirle estas palabras:

—¿Y a mí podrán olvidárseme los beneficios que me has hecho? ¿Podrán olvidárseme las atenciones que has tenido conmigo y tu empeño de llamarme hermana y tratarme como a tal? No se ven en el mundo ejemplos de caridad tan grande ni ejercida con tanta nobleza, con tanta delicadeza.

— No he hecho por ti sino lo que debía. Tú te mereces mucho más. Pero el poco tiempo que nos queda para estar juntos no le empleemos en estas tonterías. Piensa que ahora nos vamos a separar, quizás para siempre. Sabe Dios cuál será el destino de cada uno. Probablemente tú serás feliz; vivirás contenta al lado de tu marido, que es un bendito, y de tus preciosos niños, (porque tendrás hijos) disfrutarás un bienestar tranquilo, sin ambición, sin cuidados, mientras que yo...

— Tú no eres feliz porque no quieres. No veo yo que te falte nada.

— Me falta todo — dijo Monsalud con tristeza —. Tú, amando tranquilamente a tu marido (porque le amarás, puedes estar segura de ello), rodeada de los hijos que has de tener, y al lado de tu padre, que vivirá todavía algunos años, puedes hallarte en la plenitud de tus sentimientos; puedes estar satisfecha, saciada, que es como si dijéramos, con todas tus ideas realizadas, con tu vida llena hasta los bordes, sin ningún vacío. En mí, querida Solita, todo es vacío.

— Esto sí que no lo comprendo. Será porque tú lo quieres así — dijo la muchacha fijando la vista en varios objetos que había sobre la mesa y moviendo otro con su inquieta mano.

— No, no es fácil que lo comprendas. Dices bien. ¡Tú, por tu dicha, tienes una naturaleza tan distinta de la mía!... ¡Qué feliz es ser así! Tú tienes resignación para soportar las contrariedades; tú tienes una acendrada fe cristiana, que yo, por mi desgracia, no tengo; careces de pasiones exaltadas; tus sentimientos son tranquilos, fríos, dóciles, es decir, que haces de ellos lo que quieres; los míos son ardientes, furiosos, tiranos, es decir, que me esclavizan y juegan conmigo. Tus aspiraciones, en la esfera de los sentimientos, son razonables, proporcionadas a ti misma, a tu estado, a tus circunstancias; las mías son absurdas casi siempre, contrarias al buen sentido y a las leyes del mundo. Tú amarás a quien debes amar; yo siento atracción tan irresistible hacia lo imposible, que me estrello, sí, querida mía, me estrello, (no encuentro otra palabra) contra unas murallas altas y negras que me cierran el paso por todas partes. Tú descansarás en el cumplimiento de tu deber, confiada, tranquila, con el corazón y las ideas dentro de lo que yo llamo la medida social; yo estoy siempre fuera de la ley; yo siempre estoy en revolución; yo siempre vivo en un mundo, pienso en otro y siento en otro, sin poder jamás hacer de los tres uno solo.

Soledad habría podido decir mucho sobre aquel tema; pero por lo mismo que podía decir mucho, no dijo nada.

— Aquí tienes la diferencia que hay entre los dos — continuó él —; tú estás cortada para la felicidad, yo para la desgracia. Si algún día llegan a ti noticias de mí...

—¿Pues qué, te vas? — preguntó Sola con viveza, frunciendo el ceño.

— Mi pobre madre enferma me detiene aquí, que si no... Yo no puedo vivir en este país.

— Que es el mejor de los países. No, hermano, tú no debes salir nunca de aquí, donde tienes tantos amigos.

— Hermana, no digas que se puede vivir en una sentina de envidias y miseria. Si al menos esta fuera grande para poderse uno mover; pero no puede haber un muladar más pequeño. Yo estoy decidido...

—¿A marcharte?

—¡A América! — dijo Salvador con entusiasmo.

—¡Oh, qué disparate!

— Cuando me quede solo, me marcharé para no volver más.

—¿Pero tú puedes estar solo alguna vez? No, no lo estarás. ¡Qué horror! ¡A América, tan lejos; con el mar, un mar tan grande, por en medio!

—¡Ojalá fuera mayor!... Pero aún nos hemos de ver antes de que te cases. ¿Cuándo te casas?

— Lo más pronto posible — respondió Sola enérgicamente y con rápida voz, que indicaba la rapidez de la idea.

Ella también quería poner su mar por en medio.

— Te veré quizás — dijo Monsalud distraído y mirando el reloj colocado en la pared de enfrente había —. Y si no, el mismo día de la boda estaré en la iglesia.

— Eso no podrá ser.

—¿Por qué no?

— Porque no es conveniente. ¡Qué cosas tienes!

—¿Y si a mí se me antoja?

— No te acordarás de ir.

—¿Que no me acordaré?

— No te acordarás — dijo Sola enredando en la mesa no ya con una mano sino con las dos —, porque eres muy distraído. El otro día dijiste que irías a pasear por San Blas y no fuiste.

—¡Oh! tuve que hacer.

— Es que no te acuerdas, se te van las ideas de la cabeza. Estás siempre distraído, pensando en las nubes de antaño.

— Naturalmente en algo ha de pensar uno — dijo Monsalud riendo.

— Es que tú te fijas poco en lo que tienes delante, en lo que ves con los ojos de la cara. Tu pobre madre está disgustada, porque ahora, según dice, te ve más distraído que nunca.

—¿Distraído?

— Más enamorado que nunca, habrá querido decir. Esa es tu enfermedad.

—¿Ahora más que nunca, dice mi madre?

— Ahora más que nunca te hablan y no entiendes, miras y no ves. Así me lo dijo doña Fermina. Tienes la cabeza llena de vapores; pero tan llena, Salvador, que no existes más que para la persona desconocida que te ha puesto de este modo. Para nosotros no eres más que una sombra.

—¿Eso dice mi madre? — preguntó el joven riendo.

— Y yo también lo digo.

Esta última observación no la oyó Monsalud, profundamente abstraído, con la vista fija en el reloj.

— Adiós, Sola — dijo de repente —. Es preciso que te vayas.

—¿Qué hora es? — preguntó la muchacha sintiendo una gran turbación —. ¿Esperas a alguien?

— No debes estar aquí más tiempo. Son las doce.

Soledad dirigió una mirada, la última mirada a los muebles, a los cuadros viejos de batallas, al reloj, al archivo, a los papeles amarillentos, a los legajos polvorosos y demás objetos de aquella estancia que habían sido durante tantos días imágenes halagüeñas en su fantasía y en sus ojos, y que ya no debía volver a ver. Al despedirse de tan queridos cachivaches una piedra de hielo gravitó sobre su corazón.

— Ya me voy — dijo aparentando serenidad —. No te molesto más.

Salvador volvió a mirar el reloj. Estaba pálido.

— Las doce — dijo Solita.

— Sí, las doce, y...

Monsalud no se cuidaba de disimular su impaciencia. Soledad le alargó la mano. Si en aquel momento no estuviera él tan profundamente distraído, si no tuviera, como tenía, el pensamiento y la vida toda en cosas y personas muy distintas de la pobre muchacha desvalida que estaba allí, habría visto en ella seguramente algo digno de llamar su atención. Además Soledad desplegaba cada vez más valor, más entereza de ánimo, y había aprendido a cubrir el llanto con la risa.

— Adiós, mi queridísima hermana — dijo Monsalud estrechándole las dos manos.

Después la condujo suavemente hacia la salida.

Soledad le dijo adiós por última vez y volvió la cara hacia la puerta. Dos pasos más y la puerta se cerró tras ella.

Aunque es cosa averiguada que el corazón no tiene alas, puede y debe decirse, aceptando la anatomía vulgar, que a Solita se le cayeron las alas del corazón. Salió a la calle sin ver portero, ni portal, ni puerta, ni calle. Ella no veía más que su propia alma, que en aquellos instantes se le presentaba clara y completa con la lucidez que da el dolor. Dio algunos pasos sin saber a dónde iba; pero las rejas de la habitación donde había estado dijeron algo a su entendimiento y se detuvo. En el mismo instante vio una mujer que entraba en el portal de la casa. Corrió hacia allá, volvió a la reja, tratando de mirar hacia adentro con disimulo; pero nada pudo ver.

Oyó, sí, una voz femenina, poco agradable por cierto, y al fin pudo distinguir una sombra, un perfil de mujer fea y ordinaria que parecía criada. Entonces apartándose de la reja, corrió hacia la esquina de la calle, donde vio un coche. La inquietud investigadora que la dominaba hízole mirar hacia el interior de la berlina, y vio una mujer hermosa. Tan hermosa le pareció que creía no haber visto nunca belleza semejante. Los ojos de la dama y su actitud pensativa y expectante revelaron a Solita algo de lo que deseaba indagar.

No quiso ver, ni oír, ni enterarse de nada más y corrió hacia su casa. A cada paso, aumentaba la populosa grandeza del mundo que había dejado tras sí para siempre, y crecía el árido desierto que tenía delante. Las encantadoras esperanzas que pueblan la vida corrían hacia atrás, y a cada paso el abandonado corazón se iba quedando más solo.

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