VII

Desde aquella noche no pude volver á Cadiz hasta la tarde del 28 de mayo, formando parte de las fuerzas que se enviaron para hacer los honores á la Regencia, que al día siguiente debía instalarse en el palacio de la Aduana. Esta ceremonia de la instalación fué muy divertida y animada, tanto el día 29 como el 30, por ser en este los de nuestro señor Rey D. Fernando VII. Cuando estábamos en Puerta del Mar, haciendo la guardia, oímos decir que en aquel mismo día se presentarían en Cadiz al pié de cien coraceros á la antigua que querían ofrecer sus respetos al poder central. Al punto que tal oí, acordéme del insigne D. Pedro, y no dudé que él fuese autor de la diversión que se nos preparaba.

Las doce serían cuando una gran turba de chicos, desembocando por las calles del Hondillo y de Pañolería, inundó la plaza de San Juan de Dios, anunciando que algo muy extraordinario y divertido se aproximaba; y en efecto, tras el infantil escuadrón, que de mil diversos modos y con variedad de chillidos manifestaba su regocijo, vierais allí aparecer una falange de cien á caballo, vestidos todos con el mismo traje amarillo y rojo que yo había visto en las secas carnes del gran D. Pedro. Este venía delante con faja de capitán general sobre el arlequinado traje, y tan estirado, satisfecho y orgulloso, que no se cambiara por Godofredo de Bouillón entrando triunfante en Jerusalén. Ni él ni los demás llevaban corazas, pero sí cruces en el pecho; y en cuanto á armas, cuál llevaba sable, cuál espadín de etiqueta. Como diversión de Carnestolendas, aquello podía tolerarse; pero como Cruzada del obispado de Cadiz para acabar con los franceses, era de lo más grotesco que en los anales de la historia se puede en ningún tiempo encontrar.

La multitud les vitoreaba, por la sencilla razón de que se divertía; ellos, con los aplausos, se creían no menos dignos de admiración que las huestes de César ó Aníbal; y por fortuna nuestra, desde el Puerto de Santa María, donde estaban los franceses, no podía verse ni con telescopio semejante fiesta, que si la vieran, de seguro habrían hecho más ruido las risas que los cañones.

Llegaron á la Aduana; pidió permiso el que los mandaba para entrar á saludar á la Regencia; se lo negaron, creyendo que los de la Junta no habrían perdido el juicio; insistió D. Pedro, golpeando el suelo con el sable y profiriendo amenazas y bravatas; entraron á notificar á los señores qué clase de estantiguas querían colarse en el palacio del gobierno, y este, al fin, consintió en ser felicitado por los caballeros á la antigua, temiendo despopularizarse si no lo hacía. ¡Debilidad propia de autoridades españolas!

Entró, pues, Congosto, seguido de cinco de los suyos, escogidos entre los más granados; atravesó el salón de corte, y al encarar con los de la Regencia hizo una profunda cortesía; irguióse después, paseó su orgullosa vista de un confín á otro de la sala, metió la mano en el bolsillo de los greguescos, y, con gran sorpresa de todos los que le veíamos, sacó unos anteojos de gruesa armadura, que se caló sobre la martilluda nariz. Tal facha, y vestido con anteojos, era de lo más ridículo que puede imaginarse. Los de la Regencia fluctuaban entre el enojo y la risa, y los extraños que presenciaban aquello no disimulaban su contento por disfrutar de escena tan chusca.

Luego que se ensartó los espejuelos y los acomodó bien, enganchados en las orejas y apoyados en la nariz, metió la otra mano en el otro bolsillo y sacó un papel; pero ¡qué papel! Lo menos tenía una vara. Todos creímos que sería un discurso; pero no, señores: eran unos versos. Entonces, para hablar al rey ó al público ó á las autoridades, privaban los malos versos sobre la mala prosa. Desdobló, pues, el luengo papel; tosió, limpiando el gaznate; se atusó los largos bigotes, y con voz cavernosa y retumbante dió principio á la lectura de una sarta de endecasílabos cojos, mancos y lisiados, tan rematadamente malos como obra que eran del mismo personaje que los leía. Siento no poder dar á mis amigos una muestra de aquella literatura, porque ni se imprimieron ni puedo recordarlos; pero si no la forma, tengo presente el sentido, que se reducía á encomiar la necesidad de que todo el mundo se vistiera á la antigua, único modo de resucitar el ya muerto y enterrado heroísmo de los antiguos tiempos.

Durante la lectura había sacado D. Pedro la espada, y todas las frases fuertes las acompañaba de tajos, mandobles y cuchilladas en el aire, volteando el arma por encima de su cabeza, lo cual remató el grotesco papel que estaba haciendo. Luego que acabara de leer los malhadados versos, guardó el cartapacio, descolgó de la nariz los anteojos, y envainando la espada, hizo otra profunda reverencia y salió del salón, seguido de los suyos.

¡Señores, que es verdad lo que digo! Me ofenden esas muestras de incredulidad de los que me escuchan. Ábrase la historia, no las que andan en manos de todos, sino otras algo íntimas y que testigos presenciales dictaron. Pues qué, ¿se ha olvidado ya la condición sainetesca y un tanto arlequinada de nuestros partidos políticos en el período de su incubación? Verdad purísima, santa verdad es lo que he referido, aunque parece inverosímil, y aun me callo otras cositas por no ofender el decoro nacional.

Después, la graciosa procesión recorrió las calles de Cadiz con grande alegría de todo el pueblo, que se regocijaba con tal motivo extraordinariamente, sin decidirse por eso á vestir á la antigua... ¡Tan grande era su buen sentido! Los balcones y miradores se poblaban de damas, y en la calle la multitud seguía á los cruzados. Sobre todo, los chicos tuvieron un día felicísimo. No faltó más para que aquello se pareciese á la entrada de Don Quijote en Barcelona sino que los muchachos aplicaran á ciertas partes del caballo que montaba D. Pedro las célebres aliagas, y aun creo que algo de esto aconteció al fin del triunfal paseo y cuando se volvían á la Isla.

Después del acontecimiento referido, ciertos sucesos tristísimos determinan un paréntesis no corto en esta parte de la historia de mi vida que voy refiriendo. El 1º de junio sentíame enfermo y caí con la fiebre amarilla, cual otros tantos que en aquella temporada fueron víctimas del terrible tifus, con menos suerte que un servidor de ustedes, el cual escapó á las garras de la muerte, después de verse en estado tal que vislumbraba los horizontes del otro mundo.

Mi mal (ya me había atacado en la niñez con distinto caracter) no fué muy largo. Yo estaba en la Isla. Asistiéronme mis amigos cariñosamente; visitábame lord Gray todos los días, y Amaranta y doña Flora hicieron largas guardias y vigilias en la cabecera de mi lecho. Cuando me vieron fuera de peligro, las dos lloraban de alegría.

Durante la convalecencia, D. Diego fué á visitarme y me dijo:

—Mañana mismo vendrás á mi casa. Mis hermanas y mi novia me preguntan por ti todos los días. ¡Qué susto se han llevado!

—Iré mañana —le respondí.

Pero yo estaba muy lejos de esperar la orden militar é inapelable que por algún tiempo me desterrara de mi ciudad querida. Es el caso que D. Mariano Renovales, aquel soldado atrevido que tan heroicas hazañas realizó en Zaragoza, fué destinado á mandar una expedición que debía salir de Cádiz para desembarcar en el norte. Renovales era un hombre muy bravo; pero con esta bravura salvaje de nuestros grandes hombres de guerra: valor desnudo de conocimientos militares y de todos los demás talentos que enaltecen al buen general. Había publicado el guerrillero una proclama extravagantísima, en cuya cabeza se veía un grabado representando á Pepe Botellas cayéndóse de borracho y con un jarro de vino en la mano, y el estilo del tal documento correspondía á lo innoble y ridículo de la estampa. Sin embargo, por esto mismo le elogiaron mucho y le dieron un mando. ¡Achaques de España! Estos majaderos suelen hacer fortuna.

Pues, señor, como decía, dióse á Renovales un pequeño cuerpo de ejército, y en este cuerpo de ejército me incluyeron á mí, obligándome, casi enfermo todavía, á seguir al loco guerrillero en su loca expedición. Obedecí y embarqueme con él, despidiéndome de mis amigos. ¡Oh, qué aventura tan penosa, tan desairada, tan funesta, tan estéril! Fiar empresas delicadas á hombres ignorantes y populacheros que no tienen más cualidad que un valor ciego y frenético...

No quiero contar los repetidos desastres de la expedición. Sufrimos tempestades, aguantamos todo género de desdichas, y para colmo de desgracia, lejos de hacer cosa alguna de provecho, parte de las tropas desembarcadas en Asturias cayeron en poder de los franceses. Gracias dimos á Dios los pocos que, después de tres meses y medio de angustiosas penas, pudimos regresar á Cádiz, avergonzados por el infausto éxito de la aventura. Yo comparé á mis compañeros de entonces con los individuos de la Cruzada en la falta de sentido común.

Regresamos á Cadiz. Algunos fueron á recibirnos con júbilo, creyendo que volvíamos cubiertos de gloria, y en breves palabras contamos lo ocurrido. La gente entusiasta y patriotera no quería creer que el valiente Renovales fuese un majadero. Por desgracia, de esta clase de héroes hemos tenido muchos.

Luego que descansamos un poco, después de poner el pié en tierra, fuimos á presentarnos á las autoridades de la Isla. Era el 24 de septiembre.

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