XII

16 de Diciembre.

Voy á lo que se me quedó ayer. Otra de las grandes divergencias entre padre é hija, es que Cisneros tiene gran afición á Castilla, y ama el país clásico, donde planta sus raíces el árbol secular de la raza á que pertenece, la tierra madre autora de la lengua que hablamos, maestra y criandera de nuestro sér castizo, mientras que Augusta profesa á aquel suelo y á sus paisanos un odio mortal. Cuentan que cuando era niña y su padre la llevaba á Tordehumos, se entristecía tanto, que la sacaban de allí con un principio de ictericia. Á poco que le tires de la lengua, te hace descripciones en caricatura de aquel suelo venerable y extenuado; de los pueblos de adobes, más propios para que los habiten sabandijas que hombres; de los campos que en invierno están helados y en verano parecen de yesca; de los alimentos que apestan á aceite de linaza; de las casas calentadas con humazo de paja; de la tristeza de la raza, que se refleja hasta en las diversiones populares. Y has de notar que en ese país tan aborrecido y despreciado tiene la criticona parte de sus propiedades. Allí hay centenares de hombres que, agobiados por la usura, los impuestos, la miseria, y luchando heróicamente con un suelo empobrecido y un clima de los demonios, trabajan como esclavos para que ella viva cómodamente en Madrid, sin cuidarse de lo que cuesta arrancar á la tierra sus tesoros. Asegura que cuando va de viaje, se alegra de que el expreso del Norte pase de noche por aquella región antipática, para librarse del pesar de verla.

Mi tío no es así. Habla siempre de Castilla con grandes encarecimientos, y asegura que todo lo bueno que tenemos procede de allí; pero este amor al suelo nativo es puramente platónico, pues hace muchos años que el buen Cisneros no aporta para allá, y sus relaciones con la patria son puramente administrativas y epistolares, enderezadas á recoger puntualmente sus rentas y á comprar todas las fincas que se venden, por sucumbir sus dueños en las garras de la usura. Francamente, esta falta de comunicación entre el propietario y la tierra, me da muy mala espina. He hablado con Cisneros de esto, y conviene conmigo en que el diluvio ha de venir; «sólo que—añade—como creo que está aún bastante lejos y que no me ha de coger á mí, no me ocupo de él, y voy viviendo lo mejor que puedo, reuniendo los materiales para que mis sucesores hagan un arca, si pueden y saben hacerla.»

Entra conmigo ahora, temerario mancebo, en la casa de Augusta. ¿Quieres que te hable de Orozco? Es hombre que vale mucho, sí; pero reconociendo su mérito, no he acabado de entenderle todavía. Y te advierto que la opinión acerca de él no es tan unánime como tú piensas. Verdad que opiniones unánimes, en sentido favorable, aquí no las hay nunca. En una sociedad tan chismosa, tan polemista, y donde cada quisque se cree humillado si no sustenta, así en la charla pública como en la privada, un criterio distinto del de los demás, son muy raras las reputaciones, y éstas tienden siempre á flaquear y derrumbarse como puentes de contrata, construídos sin buen cimiento. Faltan grandes unidades. La independencia de criterio, extendida en toda la raza como una moda perpetua, y el individualismo del pensamiento, determinan una gran inseguridad en diversos órdenes de la vida. Falta indisciplina intelectual y moral. Somos demasiado libres, pecamos de autónomos, y así no podemos crear nada estable. Para que las naciones marchen bien, es preciso que haya muchos que sacrifiquen sus ideas á las ideas de los demás, y aquí nadie se sacrifica: cada uno de nosotros cree sabérselo todo. De esto se deriva la gran enfermedad, amigo Equis, ó sea la antipatía invencible de la raza á las reputaciones. No gusta de ellas porque tienden á crear unidades, y aquí la unidad es como una planta maldita, que todos pisoteamos para que no prospere. Siempre que aparece el fenómeno de una reputación, cuando los hechos y pareceres que la constituyen principian á concretarse, ya estamos todos desasosegados, buscando los peros que hemos de ponerle para que no cuaje. En el orden moral, en el literario, en el político, las reputaciones crecen difícilmente, como un árbol raquítico lleno de verrugas y comido de insectos. Si andas por el mundo, oirás el ruido incesante del laborioso Termes, que taladra y devora los troncos más robustos. La malicia, aderezada de ingenio, es grata y sabrosa á nuestros paladares, y no oirás nunca alabar á una persona por honrada, por inteligente ó por otra cualidad, sin que al punto venga ese inmortal y castizo tío Paco con sus implacables rebajas. Las restas son á veces cruelmente chistosas. Muchos las discuten ó las deniegan; pero casi todos las ríen, y aunque alguien las ponga en cuarentena, ello es que se les da curso y corren, como la moneda fiduciaria bien garantida.

Y tú dirás: ¿á qué viene todo eso, señor chiflado? Y yo te respondo que más chiflado es él, y que esto es un razonamiento para apoyar lo que te dije de Orozco, de ese hombre tan encomiado por diferentes apologistas, entre ellos tú. Pues para que lo sepas, en el Casino y en la Peña de los Ingenieros, donde paso algunos ratos de noche, he oído poner en solfa esa tan cacareada honradez y rectitud. Cierto que lo que allí se dice nadie lo sostendría en una discusión seria. Hablan, como aquí es costumbre, por lujo y sibaritismo de conversación, por el placer de producir asombro en los oyentes, por arrojar en las bocas de la curiosidad estragada una golosina picante, sin creer en lo que se refiere, y con el propósito de retirarlo y desmentirlo, si fuese menester. Excuso decirte que lo que oí no me ha hecho variar de opinión respecto á tu ídolo.

En la tertulia de Augusta, valga la verdad, no somos mejores que en otros centros de entretenimiento y grata sociabilidad. Hablamos por los codos y criticamos todo cuanto existe. Sólo al amo de la casa no he oído jamás concepto alguno desfavorable á nadie. Su prudencia es allí una disonancia. En cambio, Cisneros, que va casi todas las noches á echar su tresillo, ha promulgado una ley á la cual nos sujetamos todos los que somos más ó menos políticos. «Aquí no se permite, en ningún caso ni bajo ningún pretexto, hablar bien del Gobierno, cualquiera que sea.»

Aquella casa es de las pocas que se caracterizan en el orden social por una opulencia razonable y enteramente desahogada. En ella reina un lujo discreto, que nunca rebasa la línea dentro de la cual están la comodidad y el agrado de los amigos; lujo que, al llegar á las fronteras de la disipación, se detiene y de allí no pasa. Conoces á Orozco por ese trato superficial que se entabla en la calle ó en los centros de reunión. No conoces su casa; no has entrado nunca en aquel magnífico principal de la cuesta de Santo Domingo, y me alegro, pues así puedo yo introducirte y guiarte, señalándote lo que me convenga. Allí admirarás el mayor grado de desarrollo de la burguesía pudiente y bien educada, que ha sabido asimilarse aquella parte de las costumbres aristocráticas conveniente á sus intereses, y reclamada por su posición política ó económica; allí encontrarás todo el elemento extranjero introducido de poco acá en la manera de comer, de hablar, de vestirse, y ha de sorprenderte verlo armonizado con la sobriedad española, el orden y la calma de nuestra antigua clase media, anterior á la desamortización.

Remontándonos á los orígenes, hallamos que no es muy ilustre el abolengo del amigo Orozco. Su abuelo hizo mediana fortuna en el comercio menudo. Su padre se enriqueció, según dicen, con negocios poco limpios, entre ellos el de aquella sociedad de seguros, La Humanitaria, que en su catástrofe dejó tras sí un reguero de desdichas, lágrimas y desesperaciones. El actual Orozco no es responsable de los actos de su padre; pero se me figura á mí que su fortuna, por la calidad de los materiales que la formaron veinte años há, pesa bastante sobre su conciencia. Me fundo, para creerlo así, en la cara que pone cuando le hablan de La Humanitaria. No diré que le enoje el ser tan rico; pero me parece que tendría un gran alegrón si le probaran ahora (cosa un poco difícil) que don José Orozco había labrado su riqueza en moldes más puros.

Marido y mujer aborrecen la ostentación, y á él no le ha dado nunca por esas bobadas del sport. Bailes, no se han visto allí, según he oído, más que dos en los seis años que llevan de casados. Comidas, al año suele haber dos ó tres de solemnidad. Ordinariamente no pasan de seis ú ocho cubiertos. Coches, con un landó y una berlina contratados se pasan tan ricamente. Viajes, los de verano de rutina, con algún que otro estirón hacia Alemania, Bélgica ó Suiza. En trapos, mi prima gasta mucho, pero nunca todo lo que podría; de modo que ni aun este renglón, en otras partes tan peligroso, altera el orden de casa tan bien dirigida. Recepciones, allí no las hay realmente; pero concurren de noche á la casa bastantes amigos, casi todos de confianza.

Á poco de frecuentar la tertulia, noté que existe en ella un bando ó partido, en el cual se politiquea, y se murmura con ligereza, á veces con saña, de toda persona que tiene la desgracia de fatigar á la voz pública con la repetición de su nombre. No hay que decir que es cabeza del temible bando mi padrino Cisneros. En el mismo levanta el gallo Jacinto Villalonga, á quien conoces quizás mejor que yo, hombre ameno, discutidor de oficio, privado en absoluto de paladar moral, tratándose de política, que es su pasión y su manera de vivir. Por lo demás, muy corriente, muy servicial, muy amigo de sus amigos, siempre en disidencia, y siempre pretendiendo y enredando. Es el tipo del pillo simpático, que aquí tanto abunda. Considera al Estado como cosa propia, y si puede despojarlo de algo, lo hace sin recelo alguno, con la conciencia tan tranquila como la de un niño. Al propio tiempo, incapaz de quitarle al individuo el valor de un alfiler. El pobre Estado es la eterna víctima. Y cuenta que si al día siguiente de haber hecho Villalonga una de las suyas, vas á verle y le pides un favor, te da todo lo que tiene, hasta la camisa si no tiene otra cosa. ¿Ves qué moral? En España la gastamos así.

Ya va para viejo, y parece que quiere sentar la cabeza. Ansía fijarse, después de haber hecho alto en todas las tiendas del campamento y sentado plaza en todos los ejércitos. Ahora bebe los vientos porque le hagan senador vitalicio, como jubilación de sus campañas y reposo de sus odiseas. Te aseguro que está graciosísimo cuando nos cuenta lo de la senaduría y las fatigas que por ella pasa.

En el mismo bando tienes al ex-ministro que te presenté en una de mis cartas anteriores, y á un alto empleado de Cuba, cesante, que no habla más que de chanchullos de Ultramar. Dicen que es buen sastre el que conoce el paño. Aguado, que así se llama, me parece á mí que es maestro viejo, y sus ganas de volver allá no se compaginan bien con los horrores que nos cuenta. Augusta le llama el Catón ultramarino. Es un catonismo el suyo de tal calidad, que cuando le oigo, me dan ganas de poner entre sus manos y mi bolsillo una pareja de la Guardia civil. De otros que suelen arrimarse á la partida maldiciente, te hablaré si se destacan en lo que contándote voy. Allí verás algunas noches á la de San Salomó, ya bastante ajadita, pero siempre guapa, rajando con la lengua á todo el que coge por delante. Alardea de entender de política; mas de sus explicaderas no puedes colegir si es carlistona furibunda ó anarquista frenética.

Dejando á un lado la banda de los devorantes, sigo la cuenta de los que concurren con más ó menos asiduidad. No falta ninguna noche el noble marqués de Cícero, varón serio y vacío, de una modestia que no me cansaré de alabar. Practica el nosce te ipsum tan al pie de la letra, que jamás se permite el intento de formular una idea propia. Habla siempre con las ideas de los demás, única manera de hacerse tolerable. También es bastante puntual el conde de Monte-Cármenes, hombre simpático y apacible, muy rico. De su riqueza y su buena pasta ha salido la filosofía optimista que profesa con tanto salero. Nadie le ha visto nunca inquieto ni afanado por cosa alguna: todo lo encuentra bien, perfectamente bien. Puedes creer que el amigo Pangloss á su lado es un carácter tétrico.

Adelante. ¿Conoces tú á Trujillo, el banquero, y á su señora, Teresita Trujillo? De seguro que no les conoces. Ella va una noche sí y otra no, acompañada de su marido, ó de su hijo Pepe, oficial de artillería, muy guapo, que juega divinamente al tresillo. Es señora amabilísima, alegre como pocas, habladora hasta la ronquera, y que tiene verdadera pasión por los crímenes célebres. Otro que nunca falta es don Manuel Pez, que suele hablar sesuda y campanudamente de las cosas públicas. Yo voy casi todas las noches. Menos asiduo, pero también constante, es tu amigo Federico Viera, de cuya amenidad, gracia y recursos para la conversación nada te digo porque le conoces muy bien. Y el más puntual, el infalible, es mi detestado rival Malibrán, perito en bellas artes, en modas, en política extranjera, y sobre todo en mujeres, pues se las da de Tenorio, y cuando trae á colación la lista famosa de sus triunfos, no hay quien le aguante. Te juro que si llego á persuadirme de que este brillante majadero consigue, como al parecer es su intención, robarle el albedrío á mi adorada prima, vamos á tener aquí una tragedia.

Me falta señalarte otro de los puntos fijos, Calderón de la Barca, pariente, no sé en qué grado, de la señora de Cisneros, y aun creo que mío también. Orozco y su mujer le miran como de la familia. Es viudo, con pocos medios de fortuna, y padre de una niña monísima, que casi siempre está en la casa, y con la cual mi prima, á falta de hijos propios, madrea diariamente hasta dejárselo de sobra. La confianza de Calderón en la casa de Orozco tiene algo de parasitismo: casi siempre come allí, y creo que Tomás le ocupa en su administración por no verle inactivo y darle apariencias de dignidad. Es hombre muy sencillo, un buenazo, pero de imaginación tan disparada y farfantona, que á lo mejor te cuenta las mentiras más estupendas con la mayor formalidad, y...

Mira, niño, estoy cansadísimo; te mando ésta para que te vayas entreteniendo, y seguiré mañana. No hay que abusar, y eso de que yo me queme las cejas para divertirte tiene su límite. Buenas noches.

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