XL

21 de Febrero.

Si mal no recuerdo, ayer terminé mi carta tratándote con cierta dureza. Haz la vista gorda, hombre, y considera el estado de mi ánimo, propenso á la violencia y á la injusticia. Yo necesito desahogar con alguien esta efervescencia, esta turbación honda de mi alma. Déjame que te llame perro judío, y así me calmaré un poco: parece que se me quita un peso de encima. Disimula, pues, toda barbaridad que leas aquí. He tenido momentos de verdadera epilepsia, y aún no se me han sosegado los malditos nervios; la mano me tiembla, y... ya ves qué letra y qué sintaxis gasto... ¡Hasta endecasílabos, chico!

Hoy ha sido para mí un día de prueba; mejor será que diga ayer, porque son las dos de la noche. ¡Qué día! Por la tarde, después de delirar como un calenturiento, se me ocurrió coger el tren y volar á tu lado, para llorar contigo... es decir, tú no llorarías... Después lo pensé mejor. Imposible salir de aquí, imposible apartarme de lo que me enloquece. Pero aún no sé, no sé si me será forzoso adoptar una resolución que me ponga á salvo de mi propia ansiedad. ¿Qué crees tú?

Pues ayer tarde la ví otra vez. Acababa ella de entrar de la calle, y estábamos solos. No había soltado el entucás, ni quitádose la capota. Me parece que la tengo aún delante de mí, con su abrigo de pieles desabrochado: ¡hacía un calor en aquel gabinete!... Aún creo ver la mirada compasiva que me dirigió, y oir su acento fraternal. Porque desde que me ví ante ella, me desbordé en palabras enamoradas que me salían del fondo del alma. Fascinación mayor no he sentido nunca ni creo que la vuelva á sentir. El enigma terrible que la rodea, lejos de desilusionarme, me trastorna más. La quiero por honrada si lo es, y la quiero por criminal si, en efecto, lo ha sido. Y creo que lo fué: criminal en un grado que no acierto á precisar, y que sin duda no llega á la perpetración del hecho. No puedo recordar bien lo que le dije: que estoy loco por ella; que no importa, para quererla, que tenga en sus manos una mancha de sangre como la de lady Macbeth. «No la tienes—añadí con desvarío, besándole las manos enguantadas,—no la tienes; pero si la tuvieras, Augusta, yo te la borraría con mis besos. Tu corazón se purificará con sólo corresponder á la efusión del mío. He pasado por mil alternativas. El despecho me ha sugerido ideas malas; he creído que eras perversa; tan obcecado estuve, que llegué á creer que te odiaba... mira qué absurdo... Y en el mismo momento de creerlo, habría sido capaz de darte mi vida. Perdóname mis impertinentes investigaciones, que podrían resultar ofensivas para tí. Las hice fingiéndome el pretexto de descubrir tu falta; pero el verdadero móvil era conocer tu pasión. Nada enciende nuestra curiosidad como el secreto, el quid ilícito de la persona que amamos, eso que en nuestro egoísmo creemos infidelidad. Yo buscaba en tí á la infiel, y por infiel te tengo, y por infiel te quiero más.»

Suplicóme con acento grave y cariñoso que no insistiera, pues no podía quererme en la forma que yo pretendía. Seríamos amigos sin traspasar los límites de la amistad respetuosa. «No creas—me dijo después con acento conmovido—que me atribuyo cualidades que no tengo, ni pienses que me quiero hacer pasar por impecable. Mi conciencia no está tranquila; pero sí hay en ella el deseo y el propósito de tranquilizarse, y esto es algo.»

Como yo la instara otra vez dulcemente á que me confesase su falta, quiso hacerme callar con estas palabras: «Ignoro todavía quién podrá ser la persona digna de oirme en confesión, como no sea un sacerdote, y de esto no se trata ahora. Para confesarme á un amigo, necesito que éste me dé pruebas de verdadera amistad, prudencia y abnegación.»

Aquí de mi argumento:

«Tú me has exigido que te preste un servicio que ha resultado superior á mi voluntad. La Peri no quiere darme las noticias que me pediste. ¿Qué puedo hacer yo? Ni con ruegos ni con amenazas he podido obtener de ella una palabra.

—Lo cual prueba—replicó,—que las mujeres, aun siendo malas, como esa, sabemos guardar un secreto mejor que vosotros... ¿Sabes que he variado de parecer respecto al encargo que te hice? Aplaudo la reserva de esa mujer. Ya no quiero saber nada. Mi curiosidad era cosa inconveniente y de mal gusto, y vale más no satisfacerla. Lo que ignoro, ignorado se quede mientras viva. Lo concluído, concluído. Tú y yo nos contentamos con lo poquísimo que sabemos, ¿verdad?»

Esto me encendió más. Su tesón de castellana la engrandecía á mis ojos, y conforme ella se iba ennobleciendo, iba yo curándome también de la insana curiosidad que me había devorado. «Quiéreme—le dije tratando de estrecharla en mis brazos,—quiéreme, y ocúltame tu falta, tu crimen ó lo que sea. No te haré más preguntas; no deseo informarme de nada. Pensé adorarte sincera, y callada te adoro más. Pero no me mates con esa amistad fría: estoy loco por tí, y me muero si no me amas. Rota la ley, Augusta; rota la ley, condénate conmigo, que ya no tengo salvación... No se me oculta que tu corazón está lastimado, que está muy fresca la herida para que puedas quererme; pero dame esperanzas, dámelas, ó yo no viviré...»

Se desprendió de mí con vigorosos esfuerzos, Apartando el rostro. No decía más que esto: «No puede ser, no puede ser.

—Considera que renuncio á hacer más diligencias, y que de mis labios no saldrá una sola pregunta. La curiosidad ha sido ahogada por la pasión.

—Esto no puede prolongarse. Manolo, serénate. Te diré una palabra sola, la última, y ajusta á ella tu proceder.

—Venga esa palabra; venga pronto.»

Retiróse de mí, y puesta la derecha mano en la cortina de la puerta que conducía á la habitación próxima, me dijo en voz baja y con la mayor seriedad y aplomo del mundo:

«La última palabra, y quizás la confesión más sincera de que puedo alabarme en toda mi vida: no he sido honrada; pero estoy decidida á serlo ahora, y lo seré hasta el fin de mis días.»

Ví moverse la cortina, y desapareció aquella mujer, dejándome en la mayor de las soledades: la soledad del no poseer y del ignorar. Sentí impulsos de coger una silla y hacerla pedazos. Mira qué puerilidad. Me marché porque me asaltó la idea de que, si me encontraba con Orozco, me sería imposible disimular ante él mi agitación insana.

Querido Equis, yo estoy enfermo, yo no sé lo que me pasa. Esa mujer me ha desquiciado. ¿Qué debo hacer? ¿Debo insistir ó dejarla? Si no puedo; si soy un chiquillo; si esta noche, decidido á faltar á su tertulia para coquetear con mi ausencia, me he pasado las primeras horas de la noche paseándole la calle, como un cadete, por el gusto de ver los balcones de su casa y contarlos desde fuera, diciendo: «allí tiene su tocador, allí duerme...» Mira si estaré trastornado...

No he vuelto á casa de la Peri ni pienso volver. Todos me enfadan. Orozco, el ejemplar, el santo, el incomprensible, me es odioso, y todos mis amigos se me han hecho tan antipáticos como Malibrán.

Estoy fuera de mí... Hasta tú me cargas. Te pegaría, creo que te pegaría. Pero, en fin, me resigno á no perder tu preciosa amistad. Te perdono la vida. La desesperación y el despecho me inspiran cosas que presumo han de ser enormes disparates. ¡Vaya, que no quererme! ¡Esa honradez de última hora...! El diablo harto de carne... Es una bribona; no, que es un ángel... La adoro por criminal: ¡tremenda antítesis! Si me probara su inocencia, ¿acaso me gustaría menos? Tal vez... Equis, Equisillo, ven por Dios en mi ayuda.

P.D. 22 de Febrero.—Creo que si sigo en Madrid no acabaré en bien. Hoy intenté verla, y se negó á recibirme. Le he escrito. Me devolvió la carta sin abrirla. He tenido un momento de exaltación, que felizmente va pasando. Determino poner tierra por medio. Me voy á Orbajosa. Un día no más necesito para arreglar ciertos asuntos, lo estrictamente indispensable. Saldré mañana en el tren correo, y á media noche estaré en tu compañía. Por Dios, Equis de mi vida, haz todo lo posible para que no salga la música del pueblo á recibirme.

Share on Twitter Share on Facebook