XXXIX

20 de Febrero.

Emociones, más emociones. Ante todo, puedes llegarte á Zaragoza ó venirte á Leganés, y mandar que me vayan preparando una jaula con los barrotes bien fuertes, porque estoy... ya lo irás viendo.

La entrevista segunda se verificó ayer en casa de la tía Serafina, que sigue muy mal. Augusta va todos los días á acompañarla. Yo fuí también, sin citación previa, seguro de encontrármela allí y de que podríamos hablar sin testigos. Nos encerramos en un gabinete próximo al cuarto de la enferma, en ocasión en que no había allí médicos, ni enfermeras, ni visitas. ¡Qué bien! Forjéme la ilusión, al verme solo con ella y observar su actitud expectante, no exenta de recelo, que aquello era cita amorosa, en discreto lugar ignorado de todo el mundo. Lo primero que se me ocurrió fué cogerle la mano derecha y examinarle la muñeca, diciéndole: «¿Se te ha curado ya la quemadura?» Turbada retiró la mano, no sin que yo viese la señal de la heridilla no bien cicatrizada, y me dijo: «Hemos convenido en que has de ser discreto, y no hacer ni decir tonterías... ¿Qué significa, grandísimo simple, esa estúpida sospecha? ¿Acaso te ha cabido en la cabeza que yo me magullé la mano en una lucha...? Claro, como que soy asesina, y he tenido que sujetar á la víctima para...

—No es eso, no es eso—apresuréme á contestarle.—Yo no he creído nunca que fueras asesina; pero sí he creído y creo que presenciaste la muerte de un hombre, ocasionada de una manera que ignoro.

—Vamos, niño: la primera condición para que yo te admita en mi confianza, es que seas conmigo delicado, y me consideres, y me creas cuando te digo algo que directamente me atañe. De otra manera no puede existir esa amistad que deseo y casi casi necesito... Y no la desvirtúes; no aspires á otro sentimiento más vivo, porque si te empeñaras en ello, no obtendrías ese sentimiento, y adiós amistad.»

Comprendiendo que en estos casos debe uno contentarse con lo que le otorgan, y fiar al tiempo la ampliación de la dádiva, díjele que aunque estoy perdidamente enamorado, conténtome con el sentimiento apacible y honesto que me concede, y reconozco no merecer más.

«Si hemos de ser amigos—-me dijo,—ya que tú te permites intervenir en mis asuntos, y echártelas de padre maestro, y aun de padre espiritual, con tus pretensioncitas de huronear faltas que no existen, voy yo también á llamarte á capítulo, pidiéndote cuenta de ciertos deslices, y excitándote á la corrección. ¿Pues qué se creía usted, señor moralista?»

Quedéme perplejo, sin acertar á calarle la intención. ¿Quería aturdirme, desorientarme, ó qué demonios se proponía la muy ladina, en quien no pude menos de reconocer la sagacidad castellana de su padre el zorro de Cisneros? No tardé en suponer á dónde apuntaba; caí en la cuenta de que su objeto era tomar la ofensiva, como papel más airoso para ella en la lucha que entablado habíamos.

«Sin duda te han traído el cuento—le dije sin turbarme,—de que hay algo... y aun algos con la Peri. Bueno: no te lo negaré. Pero ya debes suponer que esto es accidental y sin importancia alguna en la vida. No llames á eso relaciones. Es una veleidad de ella y una condescendencia mía, que se pueden dar por terminadas en cualquier momento.»

Quedóse pensativa, y á poco reanudó la conversación, diciendo tales cosas de la Peri, con tanto énfasis y saña tan viva, que no pude menos de fijar en ello la atención. «Has tenido muy mal gusto—me dijo.—Esa mujer es una desvergonzada, una trapisondista, y además no tiene nada de particular como hermosura, pero nada. No comprendo cómo os ilusionáis con un tipo semejante. ¡Lástima grande que en estos tiempos de vulgaridad democrática no haya las justiciadas de otra época! ¡Lástima que á estas bribonas no las emplumen y las azoten por las calles, para lección de los mentecatos que se pierden por ellas, ó de los que...!»

No siguió. Se exaltaba más de la cuenta, olvidándose del papel que quería representar; se clareó demasiado, y dejóme ver la punta de un odio inmenso que en su alma latía. Le temblaron los labios y perdieron su encendido color. Pronto noté que intentaba rehacerse y enmendar el descuidillo de sinceridad que acababa de tener. Para esto, compuso su rostro diciendo: «¿Pero á mí qué me importa? Lo he dicho porque... me repugna verte en esa degradación.»

Más atento á observar su cara que á calcular lo que debía decirle, contesté de este modo:

—Basta que á tí no te agrade eso, para que al instante se concluya.

—No, si yo no te pido que sacrifiques por mí tus gustos.

—¿Pues no dijiste que, para afianzar nuestra amistad, te hacías mi directora espiritual, y correctora de mis malas costumbres?

—Sí lo dije; pero luego se me ocurre que no debo hacerlo.»

Parecióme desorientada, sin saber qué camino tomar. Por fin se decidió por uno, tras breve meditación.

—Mira, Manolo, te lo diré con franqueza: yo no quiero que rompas tus amistades con esa mujerzuela.»

Juzga cómo me quedaría con ésta no esperada declaración. «No te pasmes, no abras esos ojazos,—me dijo.—Es un poco raro mi deseo, y necesito explicarlo. Te hago el favor de creer que es muy fácil para tí dar un puntapié á ese trasto de mujer. Y creo más... á ver si te adivino... creo que tu enredo lleva un fin policiaco: el fin de averiguar qué clase de relaciones, qué clase de tratos tenía el pobre Federico con ella, porque, como te has metido á juez instructor, naturalmente habías de buscar datos... del propio cosechero... ¿He adivinado?

—Sí... tal ha sido mi intención.

—Bueno, bueno—manifestó perdiendo el miedo al asunto;—pues si has descubierto algo, dímelo, y si no, sigue cultivando esa confianza, en la cual encontrarás la luz que buscas y que los demás también deseamos ver.»

¡Ay! querido Equis, de aquel anhelo de indagar las relaciones de Federico con la Peri, resulta una nueva complicación. Hay algo que Augusta ignora, sabiendo, según mi cálculo, lo principal. Así se lo manifesté, y ella insistió en que sólo era curiosidad. Díjele que podía negármelo todo; pero no su pasión por el pobre amigo muerto, y su presencia en el acto que determinó la muerte de él. Perdí los estribos; me descompuse; creo que se me escaparon frases violentas, seguidas de otras tiernas y apasionadas. Me puse de rodillas ante ella, y besándole con ardor las manos, le supliqué me revelara la verdad de aquella tragedia, de la cual ella había sido por lo menos testigo, y ni un tímido asentimiento pude obtener. Encerróse en torvo silencio, que era mi desesperación; denegaba con la cabeza á cada frase mía, y terminó augurando otra vez que no sabía nada, que no había visto nada. Únicamente al interrogarla sobre sus amores con Viera, observé que su denegación era débil, casi casi afirmativa, por la manera como la hizo, entre suspiros que le salían del fondo del alma.

Por fin, serenándose y tratando de calmarme á mí, se explicó en estos términos: «Para obtener la confianza de una persona, lo primero es hacerse digno de tal confianza. Lo que mucho vale, mucho cuesta, amigo Infante. Tráeme lo que te he pedido, y hablaremos. ¿No te has hecho amigo de la Peri para indagar por tu cuenta?

—Sí, y ahora quieres que indague por la tuya.

—Cierto, esa es la verdad.

—¡Y quieres que yo sea tu polizonte, y que te sirva, sin obtener de tí ni una sola confianza! Revélame lo que sabes, y si es incompleto, yo te ayudaré á completarlo.»

Me abrumó la infame, diciéndome con aplomo cruel: «¿Cómo he de expresarme para que me entiendas? Precisamente por no saber nada, quiero que me averigües lo que te he propuesto averiguar... Y no prolonguemos más esta conversación, porque siento gente en la alcoba; estás muy excitado, hablas en voz alta, y van á creer que estamos aquí tirándonos los trastos á la cabeza. Hazme el favor de marcharte, y hasta mañana ó pasado...»

Salí de allí con la cabeza como un borracho, desesperado y aturdido, y estuve paseándome un rato por las calles, para que se me refrescaran las ideas. Y tan pronto sentía un loco impulso de todas las fuerzas de mi vida hacia aquella mujer, más fascinadora por los misterios que la rodeaban, como un velo liado con suprema coquetería; tan pronto me inclinaba á huir de ella, como de un abismo insondable por cuyo borde se me resbalaban ya los pies. Pasada una hora de inquieto vagar por las calles, me dirigí á casa de Leonor, que me aguardaba, y de buenas á primeras, sin preparación alguna, la interpelé en esta forma:

«Me vas á contestar ahora mismo á lo que varias veces te he preguntado sin lograr una respuesta... Mira, Leonor, que la cosa es grave: me lo vas á decir, y así me probarás que me quieres y eres mi amiga. Nada, que me lo dices, ¿verdad? Deseo saber qué clase de relaciones tenías tú con Federico. No vale negar. Porque él entraba aquí muy á menudo. Esto lo sabemos todos, y hay quien cree que no venía por contemplar tu cara bonita. Con que me lo dices, ¿sí ó no? Leonor, Leonor, te lo pido por lo que más ames. Hazme el favor de no mirarte tanto las uñas, y habla claro. ¿Verdad que me lo vas á decir... á mí, pichona, monina, á mí que te quiero mucho...?»

Empezó tomándolo á broma. «Como la trucha al trucho. Chalaíto por mí... ¡Ay! ¡qué resalao es mi peine, y qué bonitos ojos tiene!»

Estas tonterías me exaltaban más. «Leonor, Leonor, no bromees, hablo muy serio, pero muy serio. Yo necesito saber eso, ó acabaré como el pobre Federico.

—¡Tú, tú...! ¡Jesús de mi vida!—exclamó, echándose á reir.—Tú no tienes alma para eso, ni estás en sus circunstancias. No eres ni tan caballero como él, ni tan perdido como él, ni tan... ¿Pero qué mosca te ha picado hoy, peinecito de mi vida...? Á tí te pasa algo. Voy, voy á echar las cartas para saberlo.»

Levantóse y trajo los naipes, y en el mismo sofá en que yo estaba empezó su juego, poniendo los cinco montoncitos: lo que esperas, lo que no esperas, lo que te ha venir, tu suerte, lo que se cubre. Hallábame tan excitado, que de un manotazo fué toda la baraja al suelo, y le dije: «Pareces una bruja... Déjate de disparates, y contesta á lo que te pregunto.»

Leonor se amoscó. Cuadrándose y meneando la cabeza, me dijo: «Mira, Infantito, que ya me voy cargando; mira, Infantito, que yo tengo malas pulgas; mira, Infantito, que si te pones pesado, voy y traigo la palmeta, ¿sabes? la zapatilla con que despedí al otro peine... Es la que me sirve para dar pasaporte á los pesados, chinchosos y reventativos... Recordarás que te dije: «de aquello no me preguntes nada.» Con esa condición te admití.

—Pues me vuelvo atrás—contesté ciego de ira, echándole la zarpa á los hombros y sacudiéndola con brutalidad.—¡Tienes que decírmelo, ó te mato, te mato, te ahogo!»

Aquello iba á concluir mal. Yo estaba como demente y no era dueño de mis acciones. Leonor se puso á dar chillidos, y entró la criada... No creas que hubo golpes ó arañazos. Fué sólo un estrujón, acompañado de palabras descompuestas. Por fin, volviendo en mí, la solté sobre el sofá. La pobre muchacha, llorando de pena por mi ultraje y mi brutalidad, sé mostró más bien ofendida que airada, y opuso á mi tenacidad loca una tenacidad mayor: «Ni tú eres caballero—me dijo secándose las lágrimas,—ni siquiera persona decente... Eres un tío, y no sé, francamente, no sé cómo me gustaste... ¿Sabes lo que te digo ahora? Que aunque me hagas picadillo, aunque me cortes en pedacitos de este tamaño, no has de arrancarme una palabra. Fastídiate. ¿Crees que porque soy una mujer pública no tengo tesón? Pues te equivocas, porque también soy mujer particular cuando me da la gana, y sé serlo lo mismo que otra cualquiera. Mira, ahí tienes la puerta abierta de par en par. Me gustaste, y me gustas todavía. Yo soy muy franca y no oculto lo que siento. Puedes volver si me pides perdón por esta bronca. Pero si me vienes con preguntas, te doy la patadita para atrás, así, como los burros cuando cocean, y te planto en la calle, para que te hagas cargo de que cuando una quiere ser particular, y decente, y callada, lo es.»

Aunque su lenguaje no era tan violento como de mi violencia debía esperar, me sentí profundamente lastimado. Aquella discreción á toda prueba era una especie de virtud, que yo no esperaba encontrar allí. Me ofendía, y te lo diré claro, me empequeñecía. Salí de aquella casa haciendo voto de no volver más, aunque Leonor no me repugnaba, ni mucho menos; al contrario, me era grata su imagen transparentándose en mi memoria. Pero la otra me atraía más, muchísimo más; la otra, Equis de mis pecados, me volvía loco, me producía un vértigo de pasión, de curiosidad... Á sus atracciones naturales unía la pérfida el indefinible resplandor del drama desconocido ó á medio conocer. ¡Qué noche pasé, qué noche! Imposible darte idea de mi suplicio, ni de las vueltas dolorosas que mi espíritu daba, ya queriendo poner el afán de conocimiento sobre la ilusión de amor, ya ésta sobre aquél.

Y tú no me dices nada; tú ni me aconsejas ya, ni me das siquiera una opinión. Parece que te has vuelto tonto, ó que miras con indiferencia lo que me atañe. Pues para eso, maldita la falta que me hace tu amistad ni ese saber omnímodo que dicen que tienes. Me has olvidado. Eres un egoísta... sí, un egoistón. Ya lo he comprendido. No quería decirlo; pero al fin dicho está, y no me vuelvo atrás.

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