XV

22 de Diciembre.

De aquello, buenas impresiones, chico; pero sólo impresiones, barruntos, corazonadas. Te advierto que ando muy distraído de mis deberes parlamentarios, y de seguro la patria ofendida ha de pedir cuenta estrecha de este abandono en que la tiene su papá. Se pasan días sin que yo ponga los pies en aquella casona tan ahogada y turbulenta, y lo mismo me da que nos llamen á votar que que no llamen. Tocan á Secciones, me mandan las candidaturas, y me importan tanto como las pulgas que le están picando en este momento al emperador de la China. Hágome la cuenta de que por un voto de menos ó de más no ha de torcerse el azaroso rumbo que lleva el barquichuelo de la política. Algunas tardes, porque no digan, asomo las narices por allá, me asombro de lo ocurrido durante mi ausencia, aseguro que ya lo tenía yo todo muy previsto, hago el papel de que me intereso vivamente en la cuestión del día y en las intrigas que hierven en los pasillos; y á la hora en que la atmósfera empieza á caldearse, doy un vistazo al salón, desde la contrabarrera; entérome en un abrir y cerrar de ojos del estado de la brega, para poder responder á las preguntas con que han de fusilarme por la noche en casa de Orozco, y me escabullo lindamente. Un secretario intenta cortarme la retirada: «¡Eh, que habrá votación!» Y yo digo: «Vuelvo.» Trinco el gabán, y á la calle. Me voy al Retiro ó á la Castellana en amoroso seguimiento de mi ingrata Filis.

En el tumulto del paseo me parece oir el cencerro gordo de la Cámara llamando á votación, y la conciencia se me alborota un tantico por el abandono en que tengo mi mandato. ¡Qué le hemos de hacer! Los infinitos asuntos del distrito también aguardan tiempos mejores, y habías de ver las arrobas de cartas que tengo aquí, abiertas ya y medio leídas, pero no contestadas. Ni aun he podido formar la nota de chinchorrerías que en las últimas semanas me han encajado esos pedigüeños voraces. Ya se hará, y que el demonio cargue con ellos. Á fe que no piden nada los angelitos. Si te tropiezas con esos brutos impertinentes, y se lamentan de que no les escribo, diles lo que se te ocurra, verbigracia, que no escribo porque todo el tiempo ¡claro! lo necesito para gestionar. Eso es lo que ellos quieren, que uno se queme la figura y eche los hígados, de ministerio en ministerio, constituyéndose en servidor de sus ambiciones y en instrumento de sus ruínes envidias. Les dirás que, según tus auténticas noticias, vivo sin vivir en mí por servirles y hacerles el gusto, que soy su esclavo, y que se vayan á la mismísima porra.

Con que quedamos en que hay buenas impresiones, y mutis. No me arrancarás una sílaba más, y si te empeñas en que cante antes de tiempo, te trataré como á mis electores.

Y sigo con Federico. Su casa, su vida íntima, su desconocida hermana, han despertado tu curiosidad, y voy á satisfacerla. Pocos penetraron hasta hoy en la caverna del león, y creo que Viera me ha dado la mayor prueba de amistad y confianza permitiéndome visitarle. Cinco veces he ido allá. Vive en lo más bajo de la calle de Lope de Vega, cerca de la de Fúcar, lugar escondido y excéntrico, á donde no se va sin precisión de ir. La casa es buena; el piso, segundo con entresuelo. Llegas, tiras de la campanilla y ésta no se da por entendida; sigues tirando cada vez más fuerte, hasta que al fin oyes el eco perezoso de una esquila ó timbre que allá dentro repica de mala gana. Después sientes pasos, y el chirrido de la chapa de cobre del ventanillo te indica que te están mirando por los huecos. Una voz te pregunta: «¿quién es?» y respondes; te dicen no está; tú insistes, diciendo que el señor te espera, y das tu nombre. No vayas á creer que te abren en seguida. Hay una pausa. Oyes dentro cuchicheo de mujeres. Van y vienen como en consulta. Entre tanto, si te fijas en los claros del ventanillo, ves que entre ellos lucen unos ojos negros que te examinan. La consulta sigue allá dentro. Oyes pasos que se alejan, pasos que á la puerta se aproximan. Por fin suena el cerrojo, trucu-trucu, y la puerta se abre recelosa. Una joven mal vestida y peor peinada te dice: «pase usted.» La tomas por criada; pero después te enteras de que es Clotilde, la hermana de Federico.

Esta visita á la cueva de la fiera no puedes hacerla sino entre tres y cinco de la tarde, hora en que nuestro amigo se levanta, con raras excepciones. Yo fuí un día á las dos, y le ví almorzando entre sábanas, teniendo delante una mesilla sin patas, apropiada á la extravagante operación de comer en el lecho. En éste y en la mesa de noche había dos ó tres volúmenes franceses, alguno con las hojas cortadas con el dedo. Servían el almuerzo la joven aquélla y una mujeraza desgarbada y grandullona que entraba y salía llevando un chico en brazos.

La alcoba es una hermosa habitación con chimenea, que verás encendida siempre que no hace mucho calor. En esta alcoba, como en el gabinete y salita que la preceden, se ven algunos muebles buenos, restos de la antigua morada de Joaquín Viera, y otros de los más ordinarios y vulgares. No falta limpieza; pero la falta de recursos brilla más que el aseo. Podrás figurarte el aspecto de una vivienda donde nada de lo que se estropea se compone, donde la reparación de los objetos no se ha conocido nunca. Clavo que se cae, ó pata que se rompe, ó esquinazo que se desmocha, ó astilla que se levanta, ó metal que se desluce, ó porcelana que se desportilla, así se quedan per sæcula sæculorum. He dicho que hay algunos muebles buenos; pero cosa de valor en venta, llámese cuadro, jarrón, tapiz ó bronce, no la verás.

Clotilde Viera es bonita, si bien, guapeza por guapeza, su hermano le lleva gran ventaja. Bien vestida, luciría como tantas otras. Federico me la presentó con timidez, como avergonzado del aspecto de criada que le da su mala ropa. La chica es fina y discreta; pero está como sobrecogida, y en su apocamiento adviértese al instante la conciencia de su degradación social. Teme ponerse en ridículo haciendo un papel que no correspondería al puesto obscuro que hoy ocupa en el mundo. Debe de andar tal cual de ropa la pobrecilla, porque la única vez que la he visto en la calle, iba con modestia excesiva, aunque se echa de ver que sabría ser elegante si pudiera. Recuerdo ahora que Augusta se ha sorprendido de que Federico no presente á su hermana en sociedad. Cuando se habla de esto á nuestro amigo, pone una cara que da compasión, y no le vale el disimulo para encubrir su amargura. El primer día que entré en su casa, la tristeza de su rostro me reveló que conocía el mal efecto que su hermana había hecho en mí; y para disipar esta mala impresión, hice vivos elogios de ella cuando no se hallaba presente. Pero mis hipérboles, en vez de atenuar la pena de Federico, parecían aumentarla, y mudé de conversación.

El día que le ví almorzar en la cama observé que se da buen porte. El infeliz no puede prescindir de ciertos regalos á que habituado está desde la niñez. Hízome algunas revelaciones acerca de las mujeres aquéllas. La que entraba y salía con el mocoso en brazos, lleva el peso del gobierno doméstico, se llama Claudia y está casada con el estanquero de la calle de Fúcar. Sirvió muchos años en la casa de los padres de Federico, y tiene tanta ley á los dos señoritos, que no ha querido abandonarles en la desgracia. Guisa muy bien, sabe manejar una casa, y si no se hubiera cargado de familia, no tendría precio para ama de llaves. Otra de las domésticas, hermana de la anterior, se llama Bárbara, y es mujer de un ambulante de Correos. Cuando el marido está ausente, ella se alberga en casa de Federico, y ayuda á su hermana en el trajín de la cocina y en el cuidado de los chiquillos. La tercera es prima de ambas, y ha venido del pueblo en busca de acomodo. Por las noches, según me contó Viera, se reúnen á comer allí el estanquero con toda su prole, el ambulante y dos ó tres personas más. Díjele que este sistema de beneficencia sería muy bonito como obra de misericordia, pero que no podía menos de irregularizar su presupuesto; y me contestó que no tenía corazón para expulsar á nadie que de él se amparase; que su casa, en los buenos tiempos de los Vieras, había sido una tienda asilo; que el conservar esta tradición era uno de los pocos placeres de su vida, y, por fin, que su peculio no había de mejorar con la miserable economía de quitar la pitanza á aquellos infelices. «Me siento con fuerzas—añadió,—para cualquier acción desproporcionada y hasta heróica; pero no las tengo para cortar una rutina.»

Le ví lavarse y vestirse. En ello emplea bastante tiempo, y es cuidadoso de su persona hasta la prolijidad, costumbres de rico que también son incorregibles. Presenciando una de estas tardes la compleja operación, pensaba yo en su pobre hermana. Al menos él vive por las noches en el medio que le corresponde, frecuenta la sociedad, donde el cariño de los amigos compensa hasta cierto punto las tristezas de su vida íntima. La sociedad, por este medio, le da algo de lo que él se merece, á cambio de lo que la suerte y su perversa educación le han quitado; pero aquella pobre joven, ¿qué compensación tiene de su estado miserable? ¿No es un dolor que viva entre criados y gente ordinaria, envileciendo sus modales y degradando sus gustos? Me imaginaba yo á la infeliz niña conformándose con aquel género de vida grosera, sin deseos ya de otra mejor; me la figuraba en trato familiar con la estanquera y la mujer del ambulante, comiendo con ellas y con toda aquella turba de gorrones de baja estofa que invadía la casa. Y al pensar en esto, me acordaba de lo que he oído referir á Cisneros y á Orozco respecto á la madre de Federico. Era señora de ejemplar virtud, nacida en noble cuna, del linaje de los Trastamaras y los Gravelinas, muy digna, muy severa de costumbres, muy refinada en gustos y maneras. Su exquisita educación revestía de formas seductoras la rigidez de su inmenso orgullo. Padeció la mayor de las humillaciones con la inicua conducta y el envilecimiento de su marido, á quien amaba. Enfermó de pena y quizás de vergüenza. Adoraba á sus dos hijos, y cometió el error de no criarlos para la pobreza, que ni siquiera comprendía. Como te digo, pensé en la infeliz señora y en la cara que pondría si resucitara y viera á su hija en aquella facha, en aquel vivir indecoroso, miserable y soez. Pero no me atreví á decir nada de esto á Federico, y me lo guardé para cuando viniera más á cuento.

Vamos, ya estás satisfecho. Ahí tienes los informes que de tu amigo querías tener y que me has pedido tantas veces. Esta carta te causará tristeza; pero qué remedio... ¡La verdad rara vez tiene cara de pascua!

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