XVI

26 de Diciembre.

¡Qué pesado estás con tu exigencia de que te cuente algo de mi campaña, y de cómo he puesto las paralelas para rendir plaza tan bien artillada y defendida! Como no me gusta darme tono con fingidas hazañas, te diré que he seguido la táctica vulgar, por no ocurrírseme otra; que mi amartelamiento ha pasado y pasa por los trámites corrientes de la galantería al alcance de todos los corazones, y que soy lo que para estos casos aconsejan las reglas acreditadas por el éxito: obsequioso con discreción, puntual en los encuentros, tierno en el mirar, intencionado en el decir, triste hasta la ictericia cuando el caso lo requiere, y bastante hábil para hacerme pasar en ciertas ocasiones por el sér más desventurado que existe debajo del sol.

Estos preliminares tienen que acabarse pronto, so pena de caer en la ridiculez. Veo venir una situación insostenible si no cambio pronto las armas del sentimentalismo por las del atrevimiento. Respecto á ella, ¿qué he de decirte? Ya conoces la tesis general de que á ninguna mujer, aunque sea la misma honradez y la castidad en persona, le desagrada que se chiflen por ella. Luego, en corresponder ó no consisten las diferencias, ó sea, empleando una figura, las fronteras que separan el Cielo del Infierno. No me atrevo á jactarme de la victoria, ni á darme prematuramente por vencido. Hay días que me parece notar en la plaza un agrado excesivo por verse merecedora de tan empeñado cerco; otros creo lo contrario, y me malicio que se hace la indiferente con la pícara idea de dejarme aproximar á sus robustos muros y reventarme en una brusca y vigorosa salida. En fin, chico, permíteme que sea reservado y que no enseñe las cartas. Francamente, te voy cogiendo miedo. Y no me negarás que te asusta la degradación moral que suponen estos intentos míos. Es que se hace uno á todo, amigo Equis, y la conciencia, arrullada por los goces sociales, que se empalman lindamente para no darnos respiro, se va amodorrando y concluye por dormirse. Ya no más. Chitón.

Te hablaré, sí, de alguien que con esto se relaciona, del buen Orozco, porque ciertas especies que he oído acerca de él han repuesto mi ánimo y acallado mis escrúpulos. ¡Ah! la sociedad en que vivimos nos ofrece á cada instante materia narcótica en abundancia para cloroformizar la conciencia y poder operarla sin dolor. Te diré: estas noches he oído hablar de tu ídolo en términos muy distintos de esa opinión lisonjera que tú y yo tenemos de él. Parecía que tantas y tan diferentes lenguas se habían confabulado para quitar á ese hombre su crédito, la brillante aureola que es el principal obstáculo á mi campaña, algo como deidad tutelar que ampara la plaza más que la fortaleza de sus muros.

No sé si te he dicho que me corro por el Casino algunas tardes y noches. Me divierto oyendo contar anécdotas á dos ó tres sabedores de vidas ajenas que allí tienen su cátedra, el más sabroso y entretenido círculo social que puedes imaginarte. Nunca había oído hablar de la familia con quien me ligan tantos vínculos. Hace dos noches, no sé cómo recayó la conversación en Orozco, y uno que se pinta solo para lo que llaman allí sacar ánima, dijo de nuestro amigo que es el mayor hipócrita que Dios ha echado al mundo. «Ya no engaña á nadie—añadió—con aquella capita de perfecciones que usa. Hijo de tal padre, del famoso fundador y liquidador de La Humanitaria, no podía salir bueno.» Otro emprendió la defensa de Orozco, asegurando que en el tratado de la honradez no era ni podía ser atacable; que lo dicho por el preopinante no tenía fundamento; pero... Estos peros son temibles, y al oirlo me eché á temblar.

Vino á decir aquel mal hablado que Orozco no tiene mérito alguno. «Niego lo de la hipocresía, y afirmo que es hombre de buena fe y de cortísimos alcances. Á mí me han asegurado que todas las noches, después que se retira la tertulia, Tomás se encierra en su cuarto y se está un par de horas de rodillas, rezando y dándose golpes con unas disciplinas.» Carcajada general. Al instante salí al encuentro de esta tontería, negándola en redondo, sin que me constara su falsedad; pues ¿qué sé yo lo que hace Orozco en la intimidad de su casa, después que nos retiramos los amigos? Alguien se puso de mi parte, y se trabó una disputa muy viva, sin traspasar los límites de la urbanidad. Como en estos casos cada uno goza en rodar la bola de nieve para que aumente, allí saltó uno diciendo que mientras Tomás se pone las espaldas en carne viva, su mujer llora de soledad y desconsuelo. Otro soltó la papa de que en el matrimonio hay grandes peloteras, porque él quiere que su mujer no abra sus salones á nadie, ni dé comidas, ni reciba, ni se vista con elegancia. Sobre este tema trazó el de más allá un cuadro terrorífico de celos y zaragatas domésticas. En fin, que de absurdo en absurdo, se llegó á la conclusión de que no se sabe nada, y que tales cosas se dicen simplemente por dar gusto á la sin hueso. ¿Qué sería de los casinos si no hubiese en ellos timba y murmuración? Los más locuaces reconocían que si algo extraño ocurre en la intimidad conyugal, no puede saberse, pues ninguno de los consortes ha de ir con el cuento. Yo lo negué todo en absoluto; hubo quien me dió la razón, y los señores pasaron á otro asunto: le sacaron á la de San Salomó todito el pellejo, como á San Bartolomé, y luego fueron picando aquí y allí, hasta que llegó la hora del desfile.

En rigor de verdad, no daba yo crédito á las tontunas que oí; pero te confieso que salí de allí mal impresionado y caviloso. Mas no era sólo pena lo que yo sentía, no. Te abro mi conciencia para mostrarte cuanto hay en ella. El ver rebajada y escarnecida la figura de Orozco, me daba cierto gusto perverso. Su reputación y respetabilidad me estorbaban, como al ladrón que se propone robar la custodia le estorba la Forma consagrada que en el centro de ella resplandece. Yo no iba contra la forma, sino contra el oro y las piedras. Me alegraba, pues, de que alguien me quitara el miedo á la hostia, haciéndome creer que no era Dios ni cosa que lo valiera.

Pues aún hay más. Estas cosas no vienen nunca aisladas. Algunas noches, á última hora, me paso por la Peña de los Ingenieros, círculo modestísimo y muy agradable, instalado en un principal de la calle de Cedaceros. Allí tengo porción de amigos que también lo son tuyos: los muchachos de Minas, con quienes viví en Orbajosa, y otros de Caminos, gente toda de muy buen trato. Esta tertulia procede de un rincón del Suizo, donde hace años estuvo, y habiendo crecido considerablemente, hubo de acomodarse en local propio. Allí no hay lujo, ni timba, ni billares, ni más juego que el tresillo, periódicos y política, mucha política. Como es natural, de vez en cuando cae un asunto privado, sabroso y vivito, y ya puedes figurarte con qué gusto se ceban en él. Pues anoche, no bien desvanecido aún de mi mente lo que oí en el Casino, conversaba yo con dos ingenieros sobre el ferrocarril de Albarracín, y oí que en un corrillo próximo nombraron á Augusta. Puse atención, y anda, morena, lo que yo me temía... Estaban discutiendo si era honrada ó no era honrada. La mayoría, más por escepticismo que por otra razón, se inclinaba á la negativa. Acerquéme, echando mi parecer en medio del grupo, y recomendando la prudencia en los juicios acerca de mujeres. En esto, un señor de bastante edad, para mí muy respetable, se dejó decir que votaba resueltamente con los acusadores, y que para hacerlo así tenía pruebas. Incitado á exponerlas, escapóse por la tangente, y tergiversó la cuestión, hablando de las mujeres en tesis general, de lo aficionadas que son á practicar sus devociones en las iglesias de dos puertas, con otras muchas cosas divertidas y gacetillescas que no te transmito por no alargar demasiado esta carta. Aquello, como comprenderás, me supo á demonios, y no tuve calma hasta que no hallé manera de echar un parrafito aparte con el sujeto maldiciente; el cual, sin pararse en pelillos ni hacer misterio de sus informaciones, me dijo lo que casi á la letra te copio:

«Pues sí, amigo mío: la he visto dos ó tres noches, á primera hora, allá por mis barrios, salir de una casa que no diré sea mala; pero que no es de las que personas de tal calidad frecuentan honradamente. Su porte reservado, su manera de andar y de mirar buscando un simón, diéronme en la nariz tufillo de crimen. Soy perro viejo, y he adquirido con mi larga experiencia un olfato sutilísimo para rastrear ciertas madrigueras. Nosotros los muchachos no nos asustamos de nada, amigo Infante, y bueno es que usted se acostumbre á mirar con serenidad los fenómenos sociales más corrientes, perdiendo la pueril costumbre del no puede ser. Borre usted de sus libros esas tres palabras que son las más tontas y baldías que usamos... es decir, yo no las uso nunca para nada de lo que es físicamente posible.» Contestéle que bien podrían ser inocentes las visitas de mi prima á la tal casa, y él me arguyó, sonriendo: «Hijo de mi alma, en aquella finca no hay ninguna modista, ni encajera, ni planchadora en fino. Y no es esto decir que viva allí gente mala. Conozco á los porteros, que son la pareja más callada del mundo... Pero le veo á usted un tantico inquieto. No, no diré una palabra más que pueda lastimarle. Al contrario, torceré el curso que había dado á sus sospechas, diciéndole que quizás su prima haga esas visitas con fines de caridad. Pues mire usted: ahora caigo en que muy bien podrá ser así, y que yo me equivocara en el juicio que al principio formé... Algo inverosímil es que esas visitas de beneficencia se hagan en coche de plaza, teniéndolo propio; pero admitámoslo... ¿Por qué no hemos de admitirlo, resueltos como estamos á impedir que se manche infundadamente una reputación? Sobre todo, establezcamos la hipótesis del fin caritativo, y así descargaremos nuestra conciencia de la responsabilidad de un juicio temerario...» Las salvedades sarcásticas de aquel hombre me molestaban casi más que sus indicaciones acusadoras, y no insistí; pero sentía subir en mí la oleada de ira, y tuve miedo de ponerme en ridículo, saliendo á la defensa quijotesca de una mujer que no era mi esposa ni mi hermana. Contentéme con afirmar severamente que el móvil de aquellas visitas no podía ser malo, y el anciano, reconociéndolo así, me dijo cosas muy atinadas acerca de lo peligroso que es poner nuestra mano en el fuego por ningún hecho problemático; y lo hizo el muy pillo con tanta gracia, con tan paternal dulzura, y trasteándome tan gallardamente, que me desarmó, y concluí por notar en sus palabras un resplandor repentino que me permitía ver... Pero qué, ¿era acaso verdad?

Tan aturdido estaba al separarme de él, que no le pregunté qué barrios eran aquéllos, ni en qué calle había visto á mi prima. Me esfuerzo en desvirtuar la revelación, pero no puedo conseguirlo. La importancia y gravedad del caso crecen más á mis ojos, cuando achicarlas quiero con recursos de esa lógica forense que sirve para defender pleitos, pero no para calmar las inquietudes y suspicacias de nuestro espíritu. No ceso de pensar en esto, Equisillo. ¿Qué opinas tú? ¿Eres de la escuela de mi padrino Cisneros, y dices: «como si lo viera, como si lo viera?» ¿Te parece que se lo debo preguntar á ella misma, rogándole que me saque de esta cruel duda? ¡Ah! eso no: me lo negaría, si es verdad; y si no lo fuera, la ofendería gravemente. ¿Debo seguirle los pasos y acecharla, buscándole las vueltas? No, no me aconsejarás tú ese espionaje, indigno de un caballero... Consuélame, hombre; dime que todo ello es cavilación mía, malicia ó yerro del anciano delator. Dime eso, bruto, que estás ahí mirándome como la estatua de la razón fría... Pero en vez de consolarme, me preguntas si la amo ó la desprecio, si este descubrimiento apaga los hornos de mi pasión ó los enciende más. ¿Qué ordena la lógica? La lógica, esa gran tarasca, entrometida, farfantona, ordenará lo que quiera; pero ello es que en cuanto han surgido las dudas, y desde que he borrado á esa mujer de la lista de los ángeles terrestres... mira tú lo que son las cosas... paréceme que estoy más chiflado por ella.

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