XXI

13 de Enero.

Pues, señor, me levanto muy tarde; me entretengo en varios asuntillos después de almorzar; voy al Congreso. Animación en los pasillos, run-run de crisis, chismorreo largo, mucho secretico, mucho racimo de curiosos en torno á éste y el otro personaje, pechugones aquí y allí por si tú debías votar y no votaste. Oyense las frases iracundas de siempre, y aquello de ni esto es partido, ni esto es Gobierno, ni esto es nada. En el salón reina la paz de los sepulcros. Discútese el proyecto de ley de Enjuiciamiento criminal: soledad en los escaños; el orador, rodeado de tres ó cuatro amigos, trata de convencer á los bancos vacíos. En el de la Comisión hay dos que se marcharían también si pudieran. En la Mesa, el vicepresidente charlando con Villalonga; el conde de Monte-Cármenes repantigado en el sillón de uno de los secretarios; los taquígrafos afligidos porque no oyen bien al orador; los maceros le dirigen una mirada compasiva. En la escalerilla de la Presidencia y cuando voy á que me den caramelos, me tropiezo con Villalonga, el cual me dice que Orozco estuvo muy mal la noche última. ¿Qué fué? ¿Cólico, ataque de asma...? No sabe. Pero ello es que amaneció con fiebre muy alta. El médico se alarmó.

Corrí allá, y me encontré al enfermo muy mejorado; la gravedad no fué tanta como se había creído. Pero continuaba en cama. El pronóstico del médico, si no grave, era reservado; había que observar el recargo de la tarde. Pasé á la alcoba de Orozco, y le ví. Estaba tranquilo; á mi parecer (algo me entiendo de medicina), aquello no es más que un catarrillo gástrico. No veo motivo de alarma. Sin embargo, debo decirte que Augusta no tiene consuelo, por haber estado ausente de su casa la noche en que su marido se puso tan malo. Tengo por seguro que su pena es sincera. Entre paréntesis, me ha sido muy grato advertir en ella estos sentimientos; y si te añado que me gusta más así, que la quiero más, digo la pura verdad. Mi prima es de esas personas que se ponen á morir cuando tienen un enfermo en la familia; tiembla de todo, y es excesivamente escrupulosa en la administración de las medicinas. Hoy no se ha separado un momento del enfermo; le interroga á cada instante: «¿Te duele esto, te duele lo otro? ¿Tienes sed? No te destapes. Eso no es nada; mañana estarás bien.» Yo la admiro, qué quieres, por este cariño conyugal que tanto me confunde; aunque, bien examinado el punto, podrá ser este sentimiento compatible con otro. Tú harás los doctos comentarios que tu ciencia y tu conocimiento del humano corazón te sugieran. En esta carta no hago más que relatar hechos.

Me quedo á comer. Augusta no tiene un momento de sosiego, y á cada instante se levanta de la mesa para correr á la alcoba. Vuelve diciendo: «Me parece que está algo recargado.—No, hija: es que te parece á tí que lo está. Yo le encuentro despejadísimo.»

Armamos nuestra tertulia en el salón. Va Cisneros, que, so pretexto de no molestar al enfermo, se exime de entrar á verle, y dice: «Poco mal y bien quejado.» Va el mirífico Malibrán, á quien noto reservado y con no sé qué traicioncillas en sus ojos italianos de santi, boniti, barati. Este hombre trae entre ceja y ceja algo que no entiendo, y que más bien adivino por la fuerza reveladora del odio que me inspira. Va también Villalonga, el cual está graciosísimo, llevando la cuenta de los senadores moribundos, enclenques ó delicados de salud, pues si el número de vacantes no aumenta, es difícil que entre en la combinación. Va también el marqués de Cícero, y el donoso optimista conde de Monte-Cármenes. En el bando de los trasquiladores, mi padrino y el Catón ultramarino sostienen viva discusión, porque el primero cree que debemos vender la isla de Cuba á los Estados Unidos. El segundo no está por la venta, al menos hasta que él se deje caer allá otra vez, para poner cual una seda la administración de la tan desgraciada como generosa isla.

Pero de lo que más se habla allí, como en todas partes, es de ese misterioso crimen de la calle del Baño. ¡Ay, qué jaqueca! Los periódicos no se ocupan de otra cosa, y cada cual por su lado, todos tratan de buscar la pista; pero me temo que tantas pistas acaben por despistar á la justicia. ¿No has leído algo de esto? Una señora joven, madre, cuyo estado se ignora, apareció asesinada en su lecho y medio quemada, juntamente con su hijo, niño de pocos años. En la casa no había más persona, al descubrirse el crimen, que un sirviente, Segundo Cuadrado, el cual, si no es idiota, finge serlo. No sabe dar razón de nada de lo que allí pasó. Algunos le consideran autor del crimen; pero una parte del público da en acusar á la madrastra de la víctima, señora de muy mal genio, que vive en la misma calle y se llama doña Sara. Se dividen los pareceres. Hay quien sostiene que la vió entrar en la casa pronunciando no sé qué palabras amenazadoras. Y, por otra parte, la madrastra prueba su coartada, demostrando que aquella noche, á la hora del crimen, estuvo en el teatro. No falta quien asegura haberla visto en una butaca del Español. En fin, Equis, un lío espantoso; la justicia embarullada, dando palos de ciego, prendiendo y soltando gente. Es la conversación de moda en todos los círculos de Madrid, y personas muy formales ven en esto una intriga honda, con ramificaciones extensas. Dícese también que elevadísimos personajes protegen y amparan á la madrastra, presentando como asesino al inocente criado á quien se halló en la casa.

Las dos opiniones, que claramente se marcan ya, han dado origen á dos bandos encarnizados, en cada uno de los cuales la imaginación de esta raza fabrica toda clase de extravagancias novelescas. Y no es el vulgo el que más fecundidad muestra y más apetito de versiones maravillosas y pesimistas, pues la gente de cultura no le va en zaga. Las mujeres especialmente, y si quieres, las damas, se pirran por esa comidilla picante del famoso y no descubierto crimen. En casa de Orozco, Augusta criminaliza sin descanso, y la de San Salomó también; pero la más furibunda es la señora de Trujillo, quien no te pone buena cara en toda la noche si no le relatas algún detalle terrorífico, si no añades que tal ó cual persona de tu conocimiento vió salir de la casa á la muy perra de la madrastra, puñal en mano. Hay que decirle, para que esté contenta, que el criado es un santo, y que tienes pruebas de que el asesinato de la infeliz doña Bernarda (así se llama la víctima) corrió de cuenta de dos empingorotados personajes. Calderón es quien le lleva todas las noches las noticias más frescas, siempre estrambóticas, y al parecer tomadas de un folletín de Ponson du Terrail. Teresita le oye encantada, y otros también. Si algún día oyes decir que ha pasado por encima de Madrid una bandada de bueyes, volando como las golondrinas, no preguntes quién ha dado la noticia. Es Pepe Calderón.

También entra Federico Viera. Este, Calderón y yo somos los únicos que pasamos un rato á ver á Orozco. Á eso de las once, Augusta nos anuncia contentísima que Tomás se ha quedado dormido, que no tiene fiebre y que pasará buena noche. Todos nos congratulamos, yo el primero, y me pongo á pensar en lo mismo, querido Equis; ya sabes... Mientras los demás roen el crimen, yo mastico mi enigma; digo, mío no, de ella, y trato de dilucidar el arduo punto de quién será su cómplice. Mi sumaria está tan embrollada como la del hecho de la calle del Baño, y á cada hora veo una pista nueva. La sigo, y nada. ¿Y qué me dices á esto, pedazo de alcornoque? Ilumíname con un rayo de tu inteligencia. ¿Dónde está el criminal que busco? Claro, si yo, que actúo de juez y tengo todos los hilos en la mano, no averiguo nada, ¿qué has de descubrir tú, lejos de personas y sucesos? Pero... ya oigo lo que me dices, y te contesto: «No me da la gana de ser razonable. Maldito sea el sentido común y quien lo inventó.»

Vacío sobre el papel mis impresiones todas, para que el papel las lleve á la culta Orbajosa. Así llama El Impulsor á esa rústica ciudad cuando habla de la procesión de San Roque ó de los bailes del Casino.

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