XXII

18 de Enero.

Tranquilízate. El señor de Orozco, á quien tanto admiras, está mejor, casi enteramente restablecido. Por más que tu imaginación feliz sepa figurarse cómo son las regiones celestiales; por acostumbrado que estés á concebir en tu mente el Supremo Bien, no puedes hacerte cargo del júbilo que resplandecía en la cara de Augusta al darme esta mañana la noticia. Sus ojos eran las puras divinidades, chico. La hubiera adorado de rodillas. ¿Qué quieres tú? yo soy así. Admiro lo bueno, aunque no lo entienda. Alguien que leyera lo que para tí solo escribo, preguntaría quizás: «¿Pero cómo se armoniza esto con aquello?» ¡Ah! Tú que sueles penetrar en lo recóndito del alma humana, no lo preguntarás seguramente. Hay una ciencia superficial del corazón aprendida en los teatros, donde las pasiones son presentadas en su forma rudimentaria y simple. Con arreglo á esa ciencia incompleta juzgan muchos las cosas de la vida, y cuando éstas no pasan conforme al módulo del arte dramático, dicen que no lo entienden. Yo sí que lo entiendo, y tú también, ¿verdad?

Adelante. Ví al amigo Orozco ya levantado y en amable disputa con su mujer, porque él se empeñaba en abrir el correo, y ella le reñía como á un niño para que no se ocupase de nada. La encantadora Estefanía completaba la preciosa escena. No faltaba sino que la chiquilla fuese hija de Augusta para que resultara una Sacra Familia. Vamos, que me estoy volviendo muy... doméstico y muy... patriarcal.

Dime una cosa; háblame con franqueza: ¿crees tú que aquella revelación nocturna de que te hablé, es un error mío? ¿Crees que estoy equivocado al afirmar lo que afirmo con tan profunda convicción? Ea, venga la rimpuesta, y, verdadero payo de la carta, no te la entrego, es decir, no sigo ésta hasta que la contestación llegue á mis manos.

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