XXIII

21 de Enero.

Ya pareció la respuesta. Te juro que me ha sorprendido. Yo creí que me contestarías estás equivocado, porque, la verdad, en mi mente empezaba á aclimatarse la sospecha de que mi revelación de marras fué, como suelen serlo otras, enteramente subjetiva. ¡Y ahora me sales tú con que estoy en lo cierto! ¡Y añades que no tienes conocimiento de hechos en qué fundarlo! Pues lo mismo me pasa á mí, chico. Afirmo sin saber por qué. Creo, como tú, que estas cosas se sienten y no se razonan. Adivinar es sentir los hechos separados de nuestra vista por el tiempo ó por el espacio; ver lo que, por invisible, parece no existente, de donde todos los sabios hemos colegido que la adivinación es una facultad parecida al estro poético. El poeta precede al historiador, y anticipa al mundo las grandes verdades. Heme aquí convertido en vate, descubriendo lo escondido, y guipando desde muy arriba las cosas, lo mismito que un águila. Pero dejemos á un lado estos amaneramientos filosóficos, y voy á satisfacer un deseo que me manifiestas en tu carta. Quieres saber mi opinión respecto á Orozco; crees que me será fácil trazarte su retrato, y deseas que lo haga con suprema imparcialidad. Pues á ello voy; ya sabes que yo no me paro en barras, y que á sincero no me gana nadie.

Pero he de empezar diciéndote que esta opinión, ó si quieres, semblanza ó retrato, llevará el carácter de provisional, por no encontrarme en posesión de todos los datos para darla por definitiva. Hay en ese hombre algo que no he comprendido bien todavía. No es persona Orozco que se revela entera en cualquier momento; al menos así me lo parece á mí. Cosas he visto en él que me han producido admiración, y otras sobre las cuales no me atrevo aún á opinar resueltamente. Empiezo por decirte que pocos hombres he conocido más agradables, y ninguno quizás que sepa con tanta rapidez ganar simpatías, y con las simpatías amistades verdaderas. Á esto contribuyen seguramente sus maneras corteses, su exquisita bondad, su cara misma, que tanto me recuerda (veremos qué te parece esta observación) el tipo judáico, hermoso y puro, que apenas se conserva ya; barba poblada y larga, nariz de caballete y un tanto gruesa, ojos apagados, poca vivacidad en los movimientos fisiognómicos, y, en fin, ese reposo, esa gravedad dulce que parecen indicar un perfecto equilibrio interior. Me encanta aquella manera de tratar á grandes y chicos, afable con todos, familiar con ninguno. Hay en su trato algo del trato de los reyes, que por muy bondadosos que sean, siempre son reyes, y mantienen los fueros de su alta jerarquía. Qué tal, ¿voy bien?

Entrando ahora en lo moral, debo decirte que, aparte de ciertas hablillas, la reputación de que goza Tomás es sólida y unánime. Sobre esto no cabe duda. Y no hay que darle vueltas, Equis: el que tiene una reputación así es porque la merece. Cuando un nombre sobrevive á la constante lima de la murmuración, por algo será. ¿No crees tú lo mismo? Convengo en que Orozco lleva una sombra sobre su apellido. El fortunón que disfruta lo amasó su padre don José Orozco, según pública voz, de una manera bastante irregular, por no decir otra cosa. Aquella execrada Compañía de Seguros, sobre la cual han caído y caen aún tantas maldiciones, arroja, como te digo, cierta opacidad sobre nuestro amigo, y él hace todo lo posible para purificar un nombre que recibió con bastantes máculas. Es absolutamente irresponsable de las faltas de su padre, llámalas crímenes, si quieres; heredó el caudal y vive tranquilamente, matando la ociosidad en algún negocio de los más limpios, y haciendo todo el bien que puede. Aquí viene de molde aquello de modelo de ciudadanos, modelo de esposos, modelo de... Pero no precipitemos nuestros juicios.

Corre bastante por ahí la especiota de que Tomás es hombre muy místico, mejor dicho, beato. Hay quien sostiene que se consagra á prácticas religiosas de las más exageradas; que en secreto se da disciplinazos, que ayuna como un trapense... Todo esto es pura novela. Yo no he observado en la casa nada absolutamente que confirme tal suposición. En su biblioteca, puedo asegurarlo, no hay obras místicas, fuera de aquéllas comprendidas en la colección de clásicos, y que están en las estanterías con todas las trazas de no ser abiertas nunca. Entre los libros familiares de uso constante, que tiene en su mesa de despacho, no he visto nada religioso. En su alcoba no hallarás ni crucifijo ni imagen devota, pues si hay algún cuadro de asunto sagrado, está allí como obra de arte. Pila de agua bendita no la ves en toda la casa. Y puedo dar fe de que ni Orozco ni su mujer tienen afición ostensible á cosas de iglesia, ni se apuran mucho por cumplir los preceptos del catolicismo. Lo más, lo más que hacen es ir á misa algún domingo, si la mañana está buena. Pero lo que es confesar y comulgar... no sé, no sé: casi me atrevería á sostener que en esto están como tú y como yo. De modo que cuanto se dice del misticismo de Orozco y de los zurriagazos, no tiene el menor fundamento. Lo mismo que esa otra paparrucha de sus connivencias con los Jesuitas. No faltan tontos que te juren que Tomás pertenece secretamente á la Orden, y que la apoya y le da dinero... Yo, que entro en la casa todos los días y á diferentes horas, puedo asegurar que jamás he visto allí una sotana, como no sea la del bondadoso padre Nones, á quien los de Orozco dan muchas limosnas para que las reparta entre los pobres de la parroquia de San Lorenzo. Tú, que tratas al padre Nones, dirás si tiene el pobrecillo trazas de andar en la Compañía. No, todo eso es fábula. Queda, pues, rechazado. Pero vete á arrancar de la mente del vulgo una rutina de éstas. ¿Pero qué más? El mismo Cisneros, que conoce la casa tan bien como yo, pero que gusta de fomentar las malicias vulgares, me decía anteayer: «¿Y cómo está el jesuitón de mi yerno?» Lo dice sin creerlo, por hacer eco á lo que oye.

Mas reconociendo y afirmando que todo es cháchara, pregunto yo ahora: ¿no habrá algo que motive, siquiera remotamente, esta opinión? ¿Es posible que sin ningún fundamento se fabriquen errores semejantes? ¿No habrá algo... algo que, sin ser aquello, se le parezca? Y aquí entran mis dudas, porque trato de sondear, y no encuentro, no encuentro en la vida de Orozco la explicación del supuesto misticismo y jesuitismo. Lo que haya estará tan recóndito, que no podrán atisbarlo los ojos fisgoneros de los amigos de la casa. Esto se enlaza con otra cuestión. ¿Hay armonía conyugal en este matrimonio? Si he de decir verdad, aparentemente dicha armonía es perfecta. Cuanto he visto y observado parece probar que Tomás ama con ternura á su mujer. De que su mujer le respeta, le estima y aun le ama, también creo haber visto señales incontrovertibles. Y, sin embargo, la idea que me fué sugerida por el conocimiento universal, la revelación aquélla con que te he dado tantas jaquecas, está en abierta pugna con lo que afirmo ahora. ¿Ó es que no lo está? Aclárame el misterio, Equisillo, tú que sabes tanto. Como dice aquel amigo nuestro, que escribe artículos sobre las relaciones de la Iglesia con el Estado, nos encontramos frente á uno de los problemas más intrincados de la época presente.

Añadiré que siempre que Augusta habla de su marido, lo hace con acento de entusiasmo, de admiración reverente. Paréceme que se juzga muy inferior á él. Un día, en confianza, me reveló pormenores interesantes de las obras de caridad que Orozco hace. En pensiones á familias pobres, emparentadas ó no con la suya, se gasta un caudal. Hace mucho bien, siempre guardando el secreto para que no lo sepa la gente, porque le molesta que de ello se hable, y ni aun admite que los favorecidos le den las gracias. Inventa mil arbitrios sutiles y delicados para hacer llegar sus beneficios á ciertos menesterosos, que no pueden admitirlo sino por vías muy diplomáticas. De esto sabía yo algo; pero lo que yo sabía, con ser tan bueno, no llega á las maravillas que me ha contado Augusta.

Voy trazando el retrato como puedo. Quisiera seguir; pero te advierto que no veo bien todo el original: hay algo que permanece en la sombra, y por eso mi pintura no es ni puede ser completa. Complétala tú, si puedes, añadiendo tu saber al mío. Ya no describo, sino te consulto. ¿Qué hombre es éste? ¿Es un tipo de grandeza moral, raro, aunque no imposible, en nuestros tiempos de variedad y verdaderamente fecundos? ¿Nos hallamos frente á un vigoroso carácter religioso, no informado en las religiones vigentes, sino de nuevo cuño y de índole novísima? ¿Es un soldado heróico de los eternos principios, que combate por ellos recatándose de la profana admiración del vulgo? ¿Es una conciencia sublime, ó un vulgar misántropo? ¡Ah! una idea diabólica ha nacido en mí, y no vacilo en exponerla, para que la tomes como quieras. Deseo conocer á fondo á este hombre. Si yo lograra ser amante de Augusta, ella me revelaría cosas muy peregrinas. Mira por dónde soy un diablo teólogo, ó teófilo; un diablo que no busca el mal por el mal, sino impulsado del ansia del conocimiento, y que por el camino del pecado aspira á llegar á donde pueda contemplar de cerca el supremo bien. ¿Qué te parece? Una gran idea, ¿verdad? ¡Si la diabla esa me quisiera...! pero como no me ha de querer, eso ya lo estoy viendo, me quedaré con mi amor y con mi triste ignorancia acerca del enigma moral de Orozco. Soy, pues, el diablo más desairado y más tonto del mundo; un diablo merecedor de que le pongan un cacharro en el rabo, como á perro ó gato sin dueño, para ser burla y alboroto de los chiquillos de la calle.

Concluyo, hijo mío, poniendo á tus órdenes toda mi diabólica inutilidad.

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