XXIV

23 de Enero.

Pues, señor, hoy pensaba continuar el retrato del buen Orozco con datos y observaciones nuevas de grandísimo interés; pero cátate que salta un asunto del cual no puedo menos de darte noticia sin tardanza, y á ello voy. Nuestro amigo Federico Viera es el rigor de las desdichas. ¿Recuerdas la descripción que te hice de su casa, de su hermana, del abandono indecoroso en que ésta vivía? Pues las consecuencias que yo me temí, y que te anuncié, no se han hecho esperar. Hace pocas noches, acompañando yo á Federico hasta su casa, entre una y dos, sorprendimos á un joven que del portal salía. Federico le echó mano al pescuezo. ¡Qué escena, chico, tan desagradable, y al mismo tiempo, no sé por qué, tan graciosa!... En fin, que según lo que Viera me había dicho poco antes del fatal encuentro, el agredido es novio ó pretendiente de Clotilde, por más señas, honrado hortera de una tienda próxima. Aquello habría concluído mal sin mi intervención y la del sereno, pues nos costó trabajo librar al infeliz amante de las garras del hermano de su ídolo. Pero no pararon aquí las cosas. Escucha lo mejor: ayer la mosquita muerta desapareció de la casa, dejando una carta para su hermano, en que le anunciaba su resolución de casarse (mira si tiene alientos la niña), añadiendo que se halla depositada judicialmente en casa de la viuda de Calvo, señora respetable, muy amiga de los Viera y también de los Orozco, y que al amparo de dicha señora esperaba el permiso pedido á su padre para verificar el matrimonio. No puedes figurarte la ira de nuestro pobre amigo ante este arranque de su hermanita, á quien creyó toda sumisión y apocamiento. Lo de siempre, amigo Equis. La autoridad arbitraria no se entera de que los oprimidos tienen alma, hasta que no les ve levantarse y sacudir el yugo por los medios que están á su alcance.

Esta revolución doméstica ha puesto á Federico fuera de sí. Ya sabes que es un temperamento absolutista y aristocrático. La publicidad que va á tener ó que tiene ya su humillación, le saca de quicio. Y mira tú qué cosa tan rara. No ignoraba que Clotilde vivía indecorosamente entre criadas y gente soez, y se irrita de que la infeliz se emancipe aceptando un marido de clase inferior á la suya. El orgullo de nuestro amigo transige con que su hermana se consuma en la tristeza y en la vulgaridad, y no transige con una unión que llama degradante. Pero la niña, á la chita callando y como quien no hace nada, se ha dejado llevar de la corriente del siglo, y desde la ignominiosa obscuridad en que vivía, se ha lanzado á la democracia, buscando en ella una especie de redención. Ya sabes el odio corso que Federico profesa á las ideas democráticas, con qué graciosa crueldad se burla de ellas, y de los progresistas, y del morrión, etc... Reconoce sinceramente que está fuera de lugar en nuestra sociedad; que ha venido al mundo rezagado, y que por equivocación no nació en los tiempos á que su carácter se ajusta. Figúrate cómo estará ahora, viendo á su hermana sacrificada al aborrecido principio de la igualdad política y social; viéndola pasarse vergonzosamente al enemigo, en brazos de un sér insignificante, y que personifica, según él, todas las garrulerías de la época presente. Está el hombre que arde, y no se le puede hablar de esto sin que al instante pierda pie y se descomponga.

Anoche dió mucho que hablar en casa de Orozco este caso concreto de revolución social, eclipsando la conversación del crimen famoso, y Augusta estuvo de acuerdo conmigo en la ninguna razón que tiene Federico para quejarse. Convinimos en que él ha provocado el triunfo de la democracia, descuidando á Clotilde y privándola del puesto que en la sociedad le corresponde. Federico no pareció por allí: anda huído, y no le veo desde la noche que sorprendimos al atrevido galán saliendo de la casa. Fué una escena calderoniana, que no te describo porque espero han de ocurrir otras más dignas de pasar á tu conocimiento.

Volviendo á Tomás, te diré que está ya completamente restablecido. Ayer almorcé con él, y estuve casi todo el día acompañándole. Su mujer salió á eso de las cinco. ¿Á dónde iría? He aquí el tema de mis sombrías meditaciones durante toda la tarde. Y aparte de esto, te juro que el buen Orozco me hizo pasar un rato muy agradable, charlando conmigo de asuntos diversos, con una amenidad, con una discreción que me dejaron pasmado. Hizo una pintura del carácter de su suegro, que siento no poderte transcribir íntegra, pues mis cavilaciones impidiéronme fijar en sus atinados conceptos la atención taquigráfica que acostumbro. También analizó el caso de la hermana de Federico Viera con un criterio semejante al que yo te expuse. Ha pasado en esto lo que debía prever todo hombre que no tenga el entendimiento lleno de ideas arcáicas, y el carácter agriado por los contratiempos económicos.

Pues, señor, me da la gana ahora de continuar el retrato interrumpido. Cuando menos lo pensaba, he visto más de cerca la figura, se me han revelado algunas líneas que antes se perdían en la sombra, y quiero fijarlas inmediatamente sobre el lienzo, esperando que se vaya clareando lo que oculto permanece todavía.

Quizás no sepas que Orozco es uno de los hombres más arreglados que se conocen. Podría dar lecciones de prudente economía y de previsión á toda la raza española. Lleva sus cuentas al día y al céntimo, sin que esto signifique mezquindad cicatera. Al contrario: no regatea nada de lo que pueda contribuir al lustre de su casa, ni pone á su linda costilla cortapisa alguna. Verdad que ella sabe mantenerse dentro de los límites de la más exquisita prudencia. Orozco no trabaja por aumentar su capital, que es grandecito, y los negocios en que toma parte, en cooperación con otros capitalistas, no le dan muchos quebraderos de cabeza. Me consta que en negocios de usura jamás ha querido interesarse. Sé que se le han hecho proposiciones solicitando préstamos con enormes ventajas, y las ha rechazado. Da, pero no presta, y da en la medida conveniente. Dos cosas hay que no se conocen allí, y son: la sordidez y el despilfarro.

Te confieso que este hombre me impone un respeto casi supersticioso. Cuando hablo con él, me siento enano, me inspiro á mí mismo cierto desprecio, me entra cortedad... no sé qué. Y debo añadir que ayer, cuando me senté á su lado y me puso cariñosamente la mano en el hombro, sentí remordimientos muy vivos. Cierto que yo no le he faltado más que con la intención; pero aun esta idea no acallaba mi conciencia, y procuré tranquilizarla con sofisterías. «Por lo mismo que este hombre es tan perfecto—me dije,—hállase fuera de las leyes humanas. Está tan alto, que el ser burlado no le ofende, ni hay injuria que alcance á tal excelsitud. Los que le ofendan y ultrajen darán cuenta á Dios; pero no á él, que se rebajaría pidiéndola.» Estas cosas me pasaron por la mente, y cuando ví á mi prima entrar de la calle con su cara risueña, imagen de una conciencia sosegada, parecióme que su serenidad era cinismo, y su sonrisa hipocresía. Púseme resueltamente del lado de la moral y de los consabidos principios, muy señores míos, y me pareció crimen nefando engañar á un hombre tan bueno. ¡Qué picardía! ¡Engañarle no siendo yo el cómplice! Te descubro mi conciencia con todos sus escondrijos. Se me antoja que la ofensa, hecha en mi obsequio, sería más disculpable.

Tomó parte la esposa en nuestra conversación. Yo la observaba, y no sé, no sé... me parecía que su tranquilidad era sólo aparente. Su manera de oirnos indicaba cierto sobresalto, y su reir no era tan franco y natural como de costumbre. De pronto Orozco le dijo: «¿Has sabido algo más del pleito de Federico con su hermana? ¿Le has visto á él?» Yo temblé. No sé por qué me asaltaron de nuevo las sospechas de aquélla mi segunda revelación. Fijéme en Augusta, que en aquel momento revolvía la mesa buscando no sé qué papel ó revista; creí que esquivaba la respuesta, que evitaba las miradas de su marido y las mías; pero me equivoqué de medio á medio. Al oir el nombre de Federico, dejó lo que buscaba, y vino á sentarse frente á su marido, separada de él por la mesilla en que éste tenía varias cartas y periódicos; puso los codos sobre la mesa, la barba en una mano, y sonriendo nos dijo: «Pues no le he visto, ni sé dónde se mete. Pero me ha dicho Malibrán esta tarde que no cede, que está furioso, que lo que siente es no haber acogotado á ese pobre chico cuando le encontró saliendo del portal. ¡Qué extravagancia! Creo que debemos todos abrazar la causa de Clotilde.»

Al nombrar á Malibrán, ¿sería aprensión mía? parecióme notar en su acento una veladura, en sus ojos no sé qué timidez ó sobresalto... Vamos, que se me enroscaron en el corazón las culebras, y ya no tuve serenidad para seguir atentamente la conversación que los tres entablamos.

Y no continúo por ahora el retrato. Lo seguiré cuando me parezca bien. No tengo ya malditas ganas de acabar ésta en la forma que pensaba. Quédate con Dios, y no te burles mucho de tu trastornado amigo.

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