XXXVIII

19 de Febrero.

No me lo vas á creer; pero te lo diré cien veces si es preciso. El santo está como si ignorara lo que pasa y lo que se dice, y es casi seguro que no lo ignora. Tal serenidad que por nada se altera, ¿es grandeza de alma, ó todo lo contrario? Para afirmar lo primero, sería preciso ver en este hombre un temple de carácter tan superior que rayara en lo sobrenatural. Porque habías de ver su cara, en la cual no notas ni el más ligero signo de disgusto ó contrariedad; habías de oir su acento, siempre firme y reposado. Á su mujer la trata con la cariñosa deferencia de siempre, y ella á él con mayores consideraciones, si cabe, que antes. Te lo digo con franqueza: el arcano que en la intimidad de este matrimonio se esconde sin duda, me inquieta ya más que el otro de la muerte de nuestro amigo, y daría no sé qué, años de vida también, única moneda con que se avaloran tales satisfacciones, por poder ocultarme en la alcoba conyugal y oir lo que hablan... ¿Pero qué hablarán, Dios mío? ¿Qué dirán? ¿Ó es que no dicen nada, y se han puesto de acuerdo para ignorarse y desconocerse el uno al otro?...

Este Orozco, ¿qué clase de hombre es? Explícamelo tú, entusiasta apologista de sus virtudes. Francamente, cuando éstas se me presentan en grado tal de perfección, éntranme ganas de dudar de ellas, ó de tenerlas por papel bien estudiado y aprendido para embaucar al mundo. Imposible que un hombre de carne y hueso conserve tal presencia de ánimo en medio de la atmósfera que se ha formado en torno suyo; y si realmente la conserva, es que no es de hueso y carne como nosotros. No niego que pueda existir en nuestros tiempos la santidad; pero me resisto á admitirla en las altas clases. Existirá en las Órdenes religiosas, ó en los desiertos habitados por una sola persona; pero en el mundo activo, en la sociedad, en el matrimonio, en medio de los chismes, de las envidias, de la soberbia, del lujo... Vamos, Equisillo, que se te quite eso de la cabeza. Á tu sagaz olfato no ha llegado nunca el olor de esa santidad... perfumada.

Vamos á otra cosa. La conferencia con Augusta, á solas, se verificó ayer. Fué interesante, aunque estéril para mis fines inquisitivos. Recibióme en su tocador, por la tarde, y no había nadie presente, pues no llamo persona á la chiquilla de Calderón, que iba y venía por la estancia tirando de una muñeca amarrada por el pescuezo, imagen exacta de mi situación espiritual, pues á ratos, en estos tristes días, me parece que un demonio me echa una soga al cuello y se divierte tirando de mí y apretándome sin ahogarme.

Mi prima no puede ocultar que ha tenido insomnios, malísimos días y peores noches, y que su ánimo está profundamente perturbado. Sin duda no posee la santidad en grado tan alto como su marido, ni sabe sobreponerse á las miserias humanas. Está mustia la pobrecita, ojerosa; la mirada se le extravía, se le pierde. Cierto que trata de disimular, echando un nudo á los suspiros que del pecho se le quieren salir; pero no puede lograrlo. Si te digo que está más guapa que nunca, no lo creerás seguramente, aunque supondrás que esto es efecto del amor que me inspira. Veo que te ríes. ¿No habíamos quedado, dirás tú, en que todo aquel amor se trocó en aborrecimiento de lo más fino? Bueno: pues te contesto que estas cosas se dicen muy pronto, pero rara vez son la expresión de la verdad. Nada nos engaña tanto como el desarrollo de nuestros propios afectos en los casos graves de la vida. Suele suceder que nos equivoquemos, como chiquillos que empiezan á vivir, y que amemos más cuando creamos odiar, ó viceversa. Ello es que la encontré aquel día guapísima, y sentí que las energías de mi carácter se debilitaban lastimosamente ante ella. Pero me callo, por ahora, todo lo que al buen Cupido se refiere.

Lo que mi prima quería de mí, bien lo calé desde que empezó á hablarme. Ya puedes figurártelo: que me dejara de averiguaciones, pues lo que resultaba de ellas era espesar más la atmósfera de dicharachos y mentiras. Para decírmelo, empleó mil circunloquios hábiles, reconociendo la bondad de mi intento, mi amor á la familia, etc., etc... Por mi parte, le hice ver que yo no perseguía la verdad para hacerla pública; que si lograba adquirirla, la guardaría en mí como el secreto más delicado de mi vida. Bien podía ella, pues, revelármela, que yo la oiría como un confesor y la encerraría en mí como en un sepulcro. Á estas insinuaciones que expresé con calor y casi con elocuencia, contestóme la taimada negándolo todo en redondo. No tenía absolutamente participación ni responsabilidad en aquel asunto. Ni Federico fué su amante, ni ella faltó á sus deberes con aquél ni con nadie. Todo calumnia, novela mal pensada y peor escrita, obra de los desocupados, de los que envidiaban la dicha de su hogar, de los que, por vivir depravadamente, no perdonan la honradez de los demás. Era, pues, completamente ajena á las causas de la muerte de aquel buen amigo de la casa, y no sabía si se mató ó le mataron, ni quería meterse en indagaciones.

Díjele que no pusiera á prueba mi respeto á su persona; que podía ser inocente de la muerte de Viera; pero inocente de amarle y de tener con él trato secreto... eso, que se lo contara á otro, pues yo tenía datos bastantes para formar mi opinión sobre el particular. No se dió á partido, y negaba, negaba con una insistencia que me volvía loco.

Después examinó, riendo con forzado humorismo, las distintas versiones. La de su amiga, la marquesa de San Salomó, fué tratada con sarcástica frase. «¿Y es posible que tú seas de los que han creído que yo le maté, yo...? ¿que mis manos...? Vamos, esto sería la mayor de las indignidades, si no fuera grotesco.» Pero las interpretaciones que más la irritaban eran aquéllas en que se incluía al buen Orozco en la trama, dándole el papel de matador, bien directamente, bien valiéndose de un asesino mercenario. ¡Qué estúpida monstruosidad!

Viendo que de nada me valía la argumentación seca, apelé al sentimiento; traté de halagar su amor propio, diciéndole poco más ó menos lo que escribo á continuación:

«No sé por qué vacilas en confiarme tu falta. ¿Crees que desmerecerás á mis ojos, que perderás mi estimación? No, porque falta y aun crimen de amor, de verdadero amor, no merecen más castigo que el amor mismo, el cual es bastante penitencia. Si un sentimiento vivo se ha sobrepuesto á tu voluntad y á tus deberes legales, ¿qué remedio hay más que perdonártelo? ¿Y cómo no había de perdonártelo yo, que peco de amor por tí; yo, que también he faltado á la ley, aunque sólo con la intención? Si yo me absolví de mi falta intencional, ¿cómo no absolverte de la tuya, aunque haya sido menos inocente? Yo tengo cierto derecho á saber tus penas para consolarlas; deseo ardientemente que arrojes sobre mí las cargas que abruman tu conciencia, porque te quiero con locura, y no vacilaría en perder por tí, si preciso fuera, no sólo la paz del alma, sino el honor y cuanto me liga á la sociedad. Si alguien hay á quien debes confiarte, soy yo, porque te amo; y para que no achaques á egoísmo lo que te pido, declaro amarte sin esperanza, y estoy convencido ¡esto sí que es triste! de que no me correspondes ni me corresponderás nunca. Me inspiraste una pasión loca, y te la declaré, ignorando que amases á otro, ó dudándolo al menos. Ahora, sabedor de que amaste al pobre Fritz, no se me oculta que la pasión aquélla no puede repetirse ni heredarse. Pero ya que no puedo pretender llenar en tu corazón el hueco que ha dejado quien ya no existe, aspiro á ser tu mejor amigo, tu consejero y á poseer tu confianza. Yo te consolaré; yo sabré, como nadie, respetar tu soledad, tu pena inmensa, que por mucho tiempo ha de resistir á todas las tentativas de consuelo.»

¿Qué te parece la perorata, que no sé si he copiado con exactitud? Fastidiosa, ¿verdad? y hasta un poquillo cursi. Pues así y todo, le hizo un efecto atroz. La ví conmovida; sus ojos se humedecieron, y no pudo contener algunas lágrimas. Yo callé, creyendo que el llanto sería precursor de la espontaneidad que deseaba.

Observé que hacía esfuerzos por tranquilizarse y ser dueña de sí. Se enjugaba los ojos, comprimía su emoción para no dejarse vender por ella, y me dijo esto, que me impresionó vivamente:

«Soy muy desgraciada... no lo sabes tú bien. Tenme mucha lástima, porque de veras la merezco.»

Le acaricié una mano, sin que tratara de impedirlo. Lejos de hacerlo, me abandonó la otra, como persona en quien la necesidad de consuelos se sobrepone á toda consideración. Le repetí mis deseos de ser su amigo, de consagrarle mi vida y una intención moral incesante, y no se escandalizó, ni mucho menos. Al contrario, mostróse agradecida, hondamente afectada.

Pero de súbito noté en su fisonomía y en su entrecejo no sé qué severidad, algo que provenía de un sentimiento de orgullo, el cual se posesionaba de su alma tras un momento de flaqueza; y poniéndose en pie y apartándome de sí con cierta sequedad ceremoniosa, me dijo:

«Seremos amigos; pero á condición de que no me preguntes nada, de que no indagues absolutamente nada, ni de los demás ni de mí.»

Quise contestarle; pero me impuso silencio. Imposible desobedecerla: de tal modo imperaban su gesto y su voz sobre mí. Y aún hubo más. Dió por terminada la conferencia, mandándome que me retirara... Otro día hablaríamos más: así lo dió á entender. ¿Qué había de hacer yo más que someterme ciegamente á su caprichosa voluntad?

Pasé malísima noche, sin poder apartar de mí la imagen y las palabras de esta endiablada mujer, que, si no me engaño, va á volver loco á tu amigo, si es que no lo está ya de remate. Y mira tú qué cosa tan rara: piensa en el enlace misterioso de las palabras con los afectos en esta arrastrada vida humana, tan fecunda que cuantas más cosas peregrinas ve uno en ella, más le quedan por ver. Pues empecé á dirigirle aquellas frases amorosas que te he copiado, como quien emplea un argumento capcioso; se las dije, persuadido de que no decía la verdad, y al concluir, sorprendíme de ver que mi corazón respondía á todas aquellas retóricas con un sentimiento afirmativo. Nada, Equisillo, que toda la noche y al día siguiente estuve en brega con mis potencias cerebrales, dudando de lo que sentía, y concluyendo por declararme que esa mujer me tiene embrujado; que mientras más me esconde su secreto, más impelido me siento hacia ella, y que si me convenciera de que fué realmente matadora, más la querría, no vacilando en someterme á la prueba de ser muerto por su mano, con tal que antes... No sigo, porque te alarmarás, creyendo que ya no tengo remedio. Abur, tonto.

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