XXXV

14 de Febrero.

Allá va otra.

De seis ó siete versiones recogidas en el Casino, elijo la que tiene más prosélitos. Orozco es eliminado de esta hipótesis, y no figura para nada en el crimen. En cambio, aparece otro personaje que nadie sabe quién es: un segundo amante de la desgraciada Augusta. Cómo se determina la participación en el drama de este nuevo elemento, es cosa que cada cual explica á su modo, con criterios y puntos de vista originalísimos. Algunos atestiguan y refieren el lance como si lo hubieran visto. Uno de los presentes sostiene que Augusta entró en la casa con el desconocido á eso de las nueve y media. Las once serían cuando entró Federico. «¿Pero usted le vió?» Á esta pregunta te contestan: «Yo no le ví; pero me lo ha contado Vargas.» Cuando llega el llamado Vargas, que es un sportman y ciclista muy conocido, se le interroga con toda solemnidad; pero resulta que él no vió nada, sino que se lo dijo un amigo, capitán de infantería, el cual se marchó ayer á las Baleares. ¡Alabado sea Dios! Danme ganas, querido Equis, de ponerme en marcha inmediatamente para Mallorca, á fin de evacuar esta cita. Pero lo pienso mejor, y me quedo. Lo referido á Vargas por su amigo es que la señora (falta averiguar si el tal capitán la conoce, ó si, habiendo visto entrar en la casa á otra mujer, da en creer de buena fe que era la persona de quien tanto se habla hoy) llegó en coche simón con un sujeto, del cual no puede decir sino que tenía barba larga y rubia. «¿Era alto?—Más bien alto que bajo... bien vestido.» En seguida empieza la tarea sabrosa de personalizar este dato, y unos en serio, otros en broma, le cuelgan el muerto á varias personas conocidas, entre ellas á tu amigo Bueno de Guzmán, el cual no vuelve de su asombro al encontrarse con que es la auténtica tía Javiera del asesinato de Federico. Bromas aparte, esta versión la tienen muchos por aceptable, y alguien la cree como el Evangelio. Varían las apreciaciones respecto al desconocido: quién le tiene por caballero ó persona de nuestra clase, quién por hombre ordinario. Un primito de Villalonga, de éstos que, cuando se habla de acontecimientos misteriosos, se pirran por ser á todo trance testigos presenciales, jura y perjura que hace dos semanas próximamente, á eso de las once de la noche, vió á la de Orozco por calles extraviadas de Chamberí paseando del brazo de un hombrachón que no le pareció caballero. Por cierto que le chocó. Da las señas: alto, fuerte, con barba rubia y larga, ropa holgada y de feo corte, aspecto extranjero, como de maquinista ó jefe de alguna industria. En fin, ya puedes figurarte lo que vería el muy lince. Primero se deja matar que sufrir el desaire de no haber visto alguna cosita.

Y qué, ¿crees tú esto? Yo no lo acepto, ni en absoluto lo rechazo, pues la misma confusión en que estoy me obliga á admitir todo lo humanamente probable, y á no poner puertas al campo inmenso de la fragilidad femenina. Anoche pensé bastante en el hombre misterioso y barbudo, alto, grueso, como le describió aquel demonio de chico. Francamente, no caigo en quién pueda ser. Casi, casi me decido á eliminarle, como un fantasma intruso, de la serie de hipótesis razonables.

Pues verás ahora la más salada. En casa de la de San Salomó hay paráfrasis para todos los gustos. Pero la marquesa tiene una suya, que no confía sino á ciertos amigos de mucha confianza, siempre con la nota marginal de que lo sabe por el conducto más fidedigno. Te transmito el dicharacho de la ilustre dama sin quitar punto ni coma: «Pues yo sé la verdad, la pura verdad. Crea usted que esto es lo auténtico. Se lo diré á usted si me promete guardar el secreto, y le advierto que la persona que me lo ha dicho lo sabe... vamos, lo sabe como si lo hubiera presenciado. Ni Orozco ni hombre alguno tienen culpabilidad. Ella, ella fué quien le mató por celos de la Peri. Hace días que venían las cosas muy tirantes: cada cita era un altercado. No, no lo dude usted, que esto es como el Evangelio. Se sabe dónde compró el revólver; se sabe que á un amigo íntimo (que no puedo nombrar... usted considere) le confió su propósito de matar á Fritz. Pero qué, ¿no cree usted en las mujeres que matan? Aquella noche fué grande la marimorena. Augusta disparó, y le atravesó el hígado, y el estómago, y el espinazo, y la vejiga, y no sé qué. Salió el pobrecito y fué á caer en el sitio donde le encontraron.

—Pero, señora, ¿y la herida en la frente, que es la mortal de necesidad?—objetan todos los que oyen versión tan chabacana.

—No hay tal herida en la frente—responde imperturbable la marquesa.—Es usted un cándido y un tragabolas. El forense, el mismo forense (bajando mucho la voz) ha dicho á un amigo mío, á quien no he de nombrar, que no había tal herida, y que eso se puso en el informe pericial para dar por probado el suicidio. Créame: lo que le cuento á usted es lo que pasó... ¡Ah! el enderezar este entuerto les cuesta un pico á Orozco y á don Carlos.

—Pero, señora, permítame usted que ponga en duda...

—De incrédulos está el infierno lleno... Digo lo que sé, y sólo añado, amigo Tal, que esto se queda entre usted y yo. No vayamos ahora pregonándolo por ahí. Pero créalo... créalo y cállese.»

Esto me lo contó el Catón ultramarino, el cual ni lo creía ni callaba, y por su cuenta y riesgo, después de oir á tirios y troyanos, dióme también su versioncita. Orozco sorprende á los amantes... (se da por supuesto que no hubo tal viaje á las Charcas); Augusta se echa á los pies de su marido y le pide perdón. ¡Ah, oh! Federico, siempre orgulloso, desafía al marido. ¡Oh, ah! Este saca un revólver, y alargándoselo al otro, le dice: «No, aquí quien debe morir eres tú. Si hay en tu alma una chispa de sentimiento del honor, ya sabes lo que tienes que hacer.» Al otro le parece la fraterna muy puesta en razón, coge el arma, y pim, pum...

¿Querrás creer, Equisillo, que no dormí en toda la noche, pensando en esta interpretación, en la cual veía no sé qué lejanos vislumbres de certeza? Pues aguárdate un poco. Hoy por la mañana salí decidido á comprobar la coartada de Tomás; bajéme á la estación del Norte, y con el testimonio del jefe, de varios empleados y del inspector de la Sección, puedo afirmar, sin ningún género de duda, que Orozco y Malibrán estuvieron en las Charcas toda la noche del 1.º al 2 de Febrero. Como que el inspector les acompañó, y cenaron juntos, y estuvieron charlando hasta las doce, hora en que se acostaron los tres, en una misma habitación por más señas, pues los alojamientos en aquella finca dejan mucho que desear. El inspector me merece crédito. Mas no satisfecho aún, cojo el tren, me planto en las Charcas, y compruebo aquel testimonio con los del jefe de las Zorreras, de los guardas del monte y de la mujer que tienen allí para hacer la comida á los cazadores. En fin, chico, que la coartada de Orozco es un hecho incontestable, y que probándola he quitado al problema un gran elemento de confusión.

Más noticias. En los corrillos del Congreso, á donde voy ahora lo menos posible, también he oído cada catálogo que canta el misterio. No te los cuento para no trasladar á tu cabeza la olla de grillos que tengo yo dentro de la mía. Joaquín Pez me dijo hoy con mucho sigilo: «Tengo un gran dato, amigo Infante, que arroja mucha luz. Me ha dicho el marido de la sobrina de la nuera del forense... ya ve usted que el conducto no puede ser mejor... me ha dicho que, comiendo ayer el forense en casa del hermano de la cuñada de su primo, dijo esto: «la herida del costado es de homicidio; la de la frente de suicidio.»

—No es mal dato—le contesté,—si resulta cierto. Mas para comprobarlo, necesitamos recorrer ese laberíntico rosario de la nuera del hermano del tío de la sobrina... Verá usted, amigo Pez, cómo, al llegar al forense, resulta que el buen señor no ha dicho esta boca es mía.»

Esta y otras especies corren por allí, cuando no hay asuntos más graves de qué tratar. Los periodistas, justo es decirlo, si son los más fecundos en combinaciones novelescas, parecen haberse propuesto no lastimar á la familia Orozco. Si el reportismo y la fiebre de la noticia les inducen comunmente á explotar cualquier asunto que dé saborete y picor de escándalo al papel de la mañana ó de la tarde, basta una indicación amistosa hecha en estos pasillos, para poner coto á las reticencias contra personas respetables, sobre todo si éstas son de las que, por no mezclarse en política, están libres de odios personales ó colectivos. Por tal medio, fácil ha sido conseguir que los nombres no aparezcan en letras de molde. Esto no significa que los estragos de la opinión no sean grandes, porque al barullo anónimo de la prensa se une el reportismo oral, que es más difusivo, más penetrante, y tiene entre nosotros increíble fuerza. La cháchara verbal destruye las reputaciones privadas y públicas más pronto y más eficazmente que la cháchara escrita... Antes que se me olvide: un periodista me reprodujo esta noche la opinión aquélla del forense sobre la naturaleza de las heridas; pero á la inversa de como me la transmitió Joaquín Pez, es decir, que la herida de la frente era de homicidio, la del costado de suicidio. Respecto al origen de la noticia, diómela por auténtica y autorizada á no poder más. Lo había oído él mismo, la noche anterior, en la tertulia de no sé qué ministro, de boca de un respetable sujeto de la curia. Con que ve tomando notas, y acaba de volverte loco como tu corresponsal y amigo.

El cual anda ahora tan sin brújula, que no sabe por dónde va, ni se entera de lo que ocurre en las filas parlamentarias. ¿Querrás creer que estos días ha votado el buen Infante no sé cuántas leyes, y ha dicho sí ó no en multitud de resoluciones, sin tener conciencia clara de sus actos legislativos?... Soy un simple número, una energía mecánica, inconsciente; voy con la masa, á donde la masa va. En mi oído suena el run-run de las votaciones, y presiento que hemos hecho la dicha del país con leyes como la de Enjuiciamiento criminal, y las de Acuñación de plata, del Trabajo de los niños en las fábricas, de Rectificación de listas electorales, etc... item más con multitud de ferrocarriles que raudos cruzarán el patrio suelo en todas direcciones. Me convenzo, por lo que oigo decir, de que he votado todas estas cosas tan buenas, y estoy dispuesto á votar la transubstanciación del Verbo si me la ponen delante. No me pidas cuenta de nada, ni aun del olvido en que tengo los asuntos del infame distrito. Si murmuran de mí en esa tierra de maldición, hazme el favor de decirles que ahí me las den todas. Les odio con toda mi alma, y deseo que el cielo les aflija con mil calamidades, sequías, riadas, pedriscos y ciclones, y un terremoto de añadidura; que no quede en pie ni casa ni árbol; que pasen á mejor vida todas las reses, inclusos los caciques del pueblo, y que la tierra sea infecunda y no produzca ni un solo ajo. Abur.

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