XXXVI

16 de Febrero.

He aquí que me presento en casa de la Peri, con ánimo de tener con ella la conferencia que vivamente deseo.

Y la hechicera quiere echarme las cartas, rasgando con su dedo de rosa el denso velo del porvenir... ¡atiza! Mas yo se lo quito de la cabeza, abordando el asunto que me hace penetrar en aquel mágico santuario de la... permíteme que no acabe la frase.

Y Leonorilla pone unos morros muy... no sé cómo, apresurándose á variar la conversación. Y he aquí que, burla burlando, cuéntame que ha reñido con el malagueño pollo, de rizada crencha, y echádole de su casa por las escaleras abajo. Es un chulapo, un indecente, un marica y un qué sé yo cuántos. Alabo su juiciosa resolución, añadiendo que el tal mancebo me es bastante antipático, y que ella se merece más, mucho más, por su buen corazón y sus sentimientos hidalgos y generosos. No recuerdo bien si dije lo de hidalgos y generosos; pero algo así, ó poco menos, fué lo que brotó de mis autorizados labios.

Perdona la falta de formalidad con que te escribo; pero mi espíritu se inclina ya á tomar en broma todos los asuntos y á hacer chacota de lo más grave, porque no hallando juicio ni seriedad en parte alguna, las ideas se me vuelven chirigotas, y las rigideces de mi voluntad se convierten en dislocaciones de payaso.

Pues he aquí que, á poco de interrogar á la Peri, me encuentro su sinceridad tapiada á piedra y barro. No es la misma mujer que ví días antes; ahora es toda reserva, medias palabras, y una discreción bien poco en armonía con su oficio. Total, que Leonor no sabe jota; le falta poco para decirte que no conoció á Federico. Se ha vuelto completamente ignorante de lo que éste hizo en los días que precedieron al crimen. No le consta que ganara ni que perdiera al juego; no le consta que tuviera amores con ésta ó la otra dama; no se ha enterado de cosa alguna, ni hay medio de arrancar á su bonita boca una sola frase que ilustre el asunto. Excuso decirte que observar esto y desilusionarme de ella, fué todo uno; más claro, que en un instante se me borró del espíritu la fascinación que me había producido su fidelidad hacia el pobre muerto, y el sentimiento que mostrara el triste día de la autopsia. Aquí tienes cómo se desvanece una pasión, nacida tan de improviso, y de improviso trocada en desvío, suspicacia, lástima ó no sé qué.

Pero espérate, que falta lo mejor. En ella se determinó el fenómeno contrario; quiero decir, que en el momento en que yo me apagaba, como luz á la cual se da un soplo, ella se encendía súbitamente, como si la llama pasara de mi sér al suyo por arte milagroso. Vamos, que le estaba yo haciendo tilín, un tilín tremendo, según me manifestaron sus ojos flecheros y sus actitudes insinuantes. En fin, que á la media hora de conferencia empezó á hacerme cucamonas, y yo, frío y completamente desilusionado, dí en dejarme querer, imaginando que por aquel camino podría romper la reserva en que la muy bribona se había encerrado, metiéndose también á diplomática.

Las garatusas iban en crescendo alarmante: díjome que soy muy simpático, que se le alegra el alma cuando me ve, y que le da el corazón que íbamos á ser amigos, pero muy amigos. Yo apoyé estas enamoradas razones, y en la confianza que rápidamente se estableció entre nosotros, pude obtener algún indicio de su cambio de conducta. «Mira, monín—me dijo tuteándome ya y tirándome de las orejas,—yo no me meto con la justicia. Desde el momento en que han querido liarme á mí también en esa muerte, me he plantado, chico, y ya no sé nada, ni estoy en autos de lo que aquél hacía ó dejaba de hacer. En fin, que no toco pito, ¿sabes? Eso le dije á ese tío de juez, y eso te digo á tí, que también andas por ahí buscándole tres pies al gato. Si quieres que seamos amigos, echemos tierra, mucha tierra. El pobrecito está en la sepultura, y de allí no le han de sacar tus diligencias, ni las mías, ni las de nadie. Hoy le he mandado decir cuatro misas: créete, eso es lo que ha de valerle para la otra vida, y no las averiguaciones en ésta. Que si fué suicidio, que si no; que si le mató tal ó cual mano... Mira, nada importa esto para su alma, que debe de estar ahora en el Purgatorio por ciertos pecadillos; aunque yo pienso que la soltarán pronto, pues era bueno y leal como ninguno, más honrado que el sol, y caballero hasta por encima de la coronilla. Créeme á mí y déjale ya en paz al pobrecito.»

Se conmovió un poco al recordar á su amigo, añadiendo con dolorido acento que otro como aquél no volvería á tener en su vida. Esto picó mi amor propio, y me propuse para la vacante de aquella amistad, que se me pintaba como tan acendrada y pura. Leonor rechazó la propuesta, dándome á entender que Federico era insustituible; que siendo yo muy bueno, no concurrían en mí las circunstancias especialísimas que hicieron de la amistad del otro un lazo ininteligible para los que no estaban en el secreto.

Por más empeño que puse, ya fingiendo cariño, ya recurriendo á mil arbitrios dialécticos, no conseguí que me explicase qué clase de relaciones ó tratos constituían aquella amistad. En este punto su reserva fué impenetrable, y no vacilo en reconocerlo, tenía ciertos asomos de dignidad, impropios de su vida relajada. Púsose muy seria, y examinó muy detenidamente sus rosadas uñas, para decirme: «Siento haberte hablado algo de esto, y si pudiera recogerlo lo recogería, como hacen los de las Cortes cuando se les escapa una barbaridad. Lo que pasaba entre Federico y yo es cosa particular nuestra, tan particular, que si quieres que yo te quiera, has de coserte la boquita y no hacerme preguntas, porque te planto en la calle, como he plantado á ese puerco del pollo malagueño, que maldito sea y toda su casta.»

¿Qué te parece? Lo peor del caso es que no puede uno menos de respetar estas delicadezas... particulares, que tal vez tienen un origen espiritual y elevado. ¿Creerás que, hablando de ello, mi impresionabilidad hizo de las suyas, y volví á ilusionarme unas miajas con la persona física y moral de aquella mágica hembra? Entre mil cosas que dijo, hubo una que me dejó pasmado. «Y no te creas que le vas á sustituir, porque te juro por estas cruces que el vacío que ha dejado aquí en mi alma aquel buen amigo, no se llenará jamás, aunque yo viva cien mil años y medio, porque no ha nacido el hombre que lo pueda llenar. Con que ya lo sabes, y basta de matemáticas.

—De modo—le dije entre risueño y meditabundo,—que cuando yo pensaba que venía á heredar al pobre Federico, resulta que heredo...

—Á ese mequetrefe, á ese lameplatos, á ese gatera—replicó sin dejarme concluir.—Ya ves si soy franca. Yo pongo todo el corazón en la boca, y enseño todo mi natural, todo, todo, menos una parte que se me queda dentro. Soy yo muy desfachatada, muy abierta, muy frescota; pero también muy acá para mí. Entrego al que habla conmigo las llaves todas de mi natural, menos la de un cuartito reservado, que ya no se volverá á abrir, porque se mudó el inquilino. ¿Estás en lo que te digo? Eres ahora mi caprichito; me gustas; te quiero; me haces ilusión. Durará dos meses, tres, un año; puede que menos, puede que sólo dure ocho días; pero si me quieres, si te gusto, tómame tal como soy. El día que me canse te lo diré. Yo no sé fingir. Ahora me da por echarte los brazos; mañana te pegaré una coz. No te rías: doy coces cuando me ahíto de un hombre, y al pollo le eché á la escalera, dándole así, con el pie para atrás, hasta que se me quitó de delante.»

Hágome cargo de tu asombro al leer estas tonterías. No creas que quito ni pongo nada. Estaba monísima la tunanta aquélla, que no por ser quien es, deja de tener en su carácter algo que admirar debemos, aunque uno se proponga no admirar nada, salvo la belleza corpórea, tratándose de hembras de tal clase. Verás ahora el complemento de la escena de ayer, que quisiera referirte con todos sus pormenores, por la lección que encierra y los horizontes que abre al conocimiento de las cosas humanas. Al pasar de la sala al gabinete, ¡oh sorpresa! me veo colgado de la pared un soberbio tapiz. Al punto se me iluminó la mente, y lo reconocí; ¿pues no había de reconocerlo?

«¡Ah! bribona, ya te has caído—le dije abrazándola por el cuello, mientras ella me abrazaba por la cintura.—Ya te cogí. Ese tapiz te lo ha dado mi padrino. Si lo conozco, si lo he visto allí mil veces. Es flamenco, cartón de Rubens ó Jordaens, y de los repetidos, que él guarda para sus cambalaches. No me lo niegues: te lo ha dado en pago de tu silencio, quizás para que prestes una declaración falsa, asegurando al juez que Federico perdió grandes cantidades á la ruleta en los días anteriores á su muerte. Vamos, confiésamelo todo. ¿Somos ó no amigos? Ello ha de quedar entre nosotros.»

¿Cómo había de negármelo? Ni siquiera lo intentó. Desconcertada primero ante mi brusca interpelación, pues ya no se acordaba del tapiz, pronto se echó á reir, confirmando con cuatro palabras lo que yo expresé, no sin añadir algunas explicaciones.

«Me lo dió Cisneritos, es cierto... Ya sabes que es mi amigo desde que tomé la alternativa. Yo se lo había pedido muchas veces, y siempre me lo negaba el muy perro. Pero estos días... Te contaré: lo que él quiere es que yo me calle, no que declare eso que tú supones. Al juez le dije que no sabía una palabra. Porque verás... si yo hubiera boqueado más de la cuenta, podría armar un lío de mil demonios. ¿Pero qué se saca de deshonrar á una familia respetable? Hazte cargo. Lo que quiero es que me dejen tranquila, y no me traigan ni me lleven. Te diré otra cosa: Cisneros pensaba que yo tenía cartas de Federico ó papeles de compromiso para alguien... Le traje aquí para que viera que no hay nada. Me registró todos los muebles como un celoso. En fin, que ese viejo marrullero me estuvo mareando dos días, y yo le dije, digo: «Ahora sí que me he ganado el tapiz.» Vamos, que me lo dió, á condición de que me volviera muda, y no declarara en substancia cosa ninguna, guardándome mucho de esos trompeteros de periodistas. ¡Qué odio les tiene! Pues, la verdad, yo, como todo el mundo, me había compuesto mi novelona para embocársela á los de mi tertulia.

—¿Y cuál era tu novela?

—Pues que se mató él mismo delante de tu prima, porque descubrió que ella se la pegaba con Malibrán.

—¡Jesús!

—Francamente, como en casa de la San Salomó contaban que ella le había matado por celos de mí, yo me abronqué y dije: pues antes que me envuelvan, voy á salir yo también con mi romance de ciego. Á todo el que venía aquí se lo encajaba, y tan fresca... Súpolo Cisneros, me mandó llamar y me dijo, dice: «Chica, ¿qué haces? Mira que si te descuidas te mando á presidio.» Me asusté; faltóme poco para llorar. En fin, que le prometí no mentar más el crimen y plantarme en que yo no sé nada. Total: que con esto y algo más, me gané el tapiz.»

Tales declaraciones, á pesar del acento de sinceridad con que Leonor las hacía, me parecieron, si no falsas, incompletas. La pícara me decía una parte no más de la verdad, la menos importante tal vez. Incansable yo en mi plan investigador, puse cerco á sus camándulas, redoblé mis zalamerías, ensanché todo lo que pude el campo de la confianza, y por fin hoy, transcurrido un día de estas fáciles relaciones, he logrado arrancarle aquella otra parte de la verdad que me escamoteaba. Vas á saberla.

Cisneros le propuso declarar ante el juez que Federico había estado en su casa el mismo día 1.º de Febrero por la mañana, angustiadísimo, y le había dicho: «Si no encuentro de aquí á la noche determinada cantidad, me pego un tiro.»

«Tanto y tanto me predicó ese viejo zorro—añadió Leonor,—haciéndome ver que con estas mentirijillas no perjudicaba á nadie y podía hacer mucho bien, que cedí... Claro, no perjudicando... ¿qué importaba...? ¡Ah! también quería que dijese que Federico me pidió dinero á mí, y yo no se lo quise dar... Á esto me resistía; pero, chico, el tapiz se me había montado entre ceja y ceja... Era un antojo, y soy temible cuando me encapricho por algo... Hicimos nuestro trato, y punto concluído... Pero no sabes lo más salado, y es que me porté cochinamente con Cisneritos. Cuando me encontré delante del juez, entráronme remordimientos, y pensé que si decía lo que me mandó el vejete, arrojaba una mancha sobre el buen nombre de mi amigo querido, el número uno de los caballeros de Madrid... Nada, nada, que se me resistía declarar aquellas papas... yo soy así. El escribano me hizo muchas cucamonas, y el secretario me dijo mil porquerías, y entre todos me estuvieron mareando un rato. Pues, chico, me atufé y me dió la santísima gana de no soltar prenda: que yo no sabía una palabra, que no había visto al interfezto, que no me constaba si ganaba ó perdía. Allá escribieron todito lo que dije, firmé y á vivir... Tú dirás que me porté mal con don Carlos, y que debía devolverle el tapiz... Pero ya ves: era una indecencia que yo dijese de Federico cosas que le ponen en mal lugar. Vamos, que me acordaba de él, y los ojos se me llenaban de lágrimas. Yo tengo todos los defectos, todos, menos el de la ingratitud... El pobrecito fué siempre muy bueno para mí. ¡Cómo había yo de...! Verdad que no cumpliendo con Cisneros, debía decirle: «Tome usted su arrastrado tapiz, que yo soy más persona decente de lo que usted se piensa...» Pero sobre que no tuve alma para devolver el regalo, ¿no te parece á tí que es justo jugarle una partida serrana á ese tío, más malo que el no comer?... Y bastante favor le hago callando, ¡digo! Mi no sé nada, mi no he visto nada valen bien, no digo yo un tapiz, sino media docena.»

¿Qué te parece? ¿No es verdad que este rasgo pinta una persona? ¿No ves á Leonor enterita con sólo la relación de un acto suyo? Lo único que me resta decirte acerca de esta gitana, cuyos desplantes abomino á veces, y á veces no puedo menos de admirar, es que mis habilidades para saber algo más fueron de todo punto inútiles. No me han valido mimos ni triquiñuelas capciosas para obtener de la chavala algún indicio de la clase de conexiones que con Viera tuvo. Ignoro si seré más afortunado en lo sucesivo; pero no sé por qué se me figura que cuando ésta se planta, no valen contra ella ni aguijonazos ni palmaditas. Plantada se queda, y hay que matarla ó dejarla.

Allá va otro detalle que, si nada tiene que ver con el asunto principal, merece consignarse para regocijo tuyo y mío; que viene bien un poco de sainete entre estas seriedades fúnebres y curialescas. Estábamos Leonor y yo conversando íntimamente, en el mayor abandono y confianza posibles, cuando sonó la campanilla; oí ruidos de voces, y la doncella entró muy sofocada en el gabinete anunciándonos que el pollo malagueño se había presentado en actitud hostil y camorrista. Habías de ver á la Peri saltar en paños que más que menores debieran llamarse mínimos, y agarrar una zapatilla, arma que, según dijo, le bastaba y le sobraba para poner en vergonzosa fuga al invasor, «Verás, verás qué pronto le despacho—me dijo risueña y nerviosa, sin acertar á meter los brazos en las mangas de la bata.—No le puedo ver... ¡Indecente, gandul, canalla...!» Salió en medias, pantufla en mano, y sentí luego un gran vocerío; mas no me pareció que sonaban zapatazos. Á poco volvió Leonor, y riendo me dijo: «¡Pobrecillo, está muerto de hambre! Es preciso que coma, al menos.» Metió sus dedos, de rosadas uñas, en el bolsillo de mi chaleco, y me sacó cinco duros, que por conducto de la criada pasaron á las necesitadas manos del mocito aquél, de lánguidos ojos. Al hacerle la limosna, la gitana le mandó este cariñoso recado: «Dale eso para que coma, y dile que aquí no venga más, porque estoy de él por encima de los pelos, y que vaya á que le mantenga el Nuncio.»

¿Y qué dices tú ahora de mis depravaciones, de mi caída en la profunda ciénaga del vicio, do se anidan (¡atiza!) todas las sierpes venenosas que destruyen el alma... y el cuerpo? Haz el favor de no llevarte las manos á la veneranda cabeza. No hay tal vicio ni cosa que lo valga. Es la vida, chico; el desenvolvimiento biológico dentro del medio social... Vamos, si esto no es filosofía, que venga el diablo y lo vea.

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