XXXVII

17 de Febrero.

Evangelio del día, secundum Villalonga. Este astuto vividor, bulle-bulle de la política, que es en él pasión y oficio, se ha vuelto de poco acá hombre de orden. Su lengua de hacha, que antes convertía en leña las reputaciones más sólidas si se le interponían en su camino, ahora es una lengüecita muy enguatada, y más lamedora que cortante. Aspira el tal á ocupar un puesto en la situación, y ya no muerde sino cuando se le amortiguan las esperanzas de la senaduría vitalicia. En estos días parece que la cosa va bien, y el hombre es de lo más razonable, de lo más sensato que imaginarte puedes.

Truena contra los calumniadores, y dice que esta tendencia á enlodar los nombres más respetables es un síntoma de desquiciamiento social. Cuando pone el paño al púlpito, nos reímos, porque parece que está refutando todo lo que en veinte años ha dicho y hecho. Pues si le quieren ver desbocado, que le toquen á la familia Orozco. Algo esperará de ella sin duda, ó algún favor hay de por medio. Oye su versión: «La muerte de Federico no ha sido más que el vulgarísimo final de una pendencia de garito. Como todo vicioso estragado, como el borracho que no encuentra bastante fuerte ningún licor, y cada día los apetece más ardientes, Federico no se satisfacía ya con las emociones de las timbas establecidas en círculos elegantes, y frecuentaba garitos innobles... ¡Si esto se puede probar el día que se quiera!»—dice Villalonga á todo el que le quiere oir. Prosigue su informe jurídico, asegurando que un amigo suyo le vió salir con otro sujeto de una casa de juego de malísima traza, á eso de las diez y media de la noche del 1.º, y que en actitud de querella se metieron por la calle que conduce al solar del polvorista. «Me parece que más claro no puede estar. Este amigo mío les vió, repitió que les vió, y está dispuesto á declararlo.»

Á renglón seguido se lamenta de que quieran convertir este hecho vulgarísimo en fábula de amores, difamando á una dama ilustre... Y luego enjareta el panegírico de ella, y crudos anatemas contra la ligereza y ruindad de una parte del público. Es que en esta raza proterva ha existido y existirá siempre el tic nervioso nacional de abatir lo que está alto, de manchar la misma limpieza, y de enturbiar lo más claro y puro. Concluye el orador jurando y perjurando que daría cualquier cosa por cambiar de nacionalidad, abandonando la raza proterva y el suelo ingrato, para metamorfosearse en inglés, en alemán ó, si á mano viene, en moro berberisco... Pero no: lo que él quiere ser es inglés. Ahora le da mucho por lo inglés, por lo parlamentario y por el self-governement. ¡Eso es país, eso es política y opinión soberana... y juego de las instituciones...!

Basta de Villalonga, y voy con Calderón de la Barca, del cual creía yo que, por ser amigo íntimo de los Orozco, ó más bien parásito, sostendría las versiones más favorables á sus patronos. Pues no, señor. La intención á eso va; pero no le resulta, y su destornillada cabeza ha compuesto un novelorrio que cree muy lisonjero para sus amigos; pero es tal la necedad de su invención, que ni daño ni favor puede hacerles. Supone á Federico perdidamente enamorado de Augusta, y á ésta rechazándole con desdén. Si le apuran, Calderón es capaz de sostener que le consta, por haber oído y visto algo que corrobora semejante afirmación. Pues bien: Federico, loco de amor, frenético, y sin reparar en los medios que emplea para obtener de la dama la cita que con tenacidad le pide, resuelve engañarla, diciéndole que su esposo tiene una querida; Augusta niega y duda; él insiste, y ofrece probarlo. ¿Cómo? Pues en tal sitio se ven los amantes: la esposa ofendida puede sorprenderles y cerciorarse de que se la pegan. Cae mi prima en el lazo, y se deja llevar por el traidor á la casa donde éste le ha ofrecido patentizarle la infidelidad de Orozco. Llegan... Escena. Federico, ebrio de amor, confiesa su pérfido ardid, y cae de rodillas. Augusta le pone de vuelta y media: esto es de cajón. El otro, arrebatado y ciego, le dice: «Ó eres mía, ó te mato.» Y el muy pillín saca su revólver. La dama prefiere la muerte. Trábase una pequeña lucha, cae el revólver al suelo, se dispara solo, pataplum, y la bala se le mete á Federico por la cintura. Table...a...u. Imagínate lo demás. Viéndose herido, reconoce el criminal el dedo de la Providencia, porque este dedito fué el que oprimió el gatillo del arma; y abrumado por los remordimientos, pide perdón á la dama. Esta se lo da, y le encaja su sermoncito, recomendándole que se arrepienta, á lo que él accede, porque ya no tiene más remedio.

«¿Y la herida de la cabeza, la herida mortal de necesidad?—le preguntamos.—¿La herida de la cabeza?»

Ráscase el narrador la suya, pero no acierta á sacar con la uña la continuación de tan burdo argumento. Por fin... la cosa es clara... el pérfido huye... ¿Pero á qué seguir? Ya puedes figurarte el desarrollo de estos adefesios de la inventiva ramplona.

No quiero entretenerte más con vueltas alrededor del asunto, y vámonos al centro, al corazón de él. ¡Pensar que este jeroglífico no lo es para una sola persona, y que tal persona, si quisiera, podría disipar con cuatro palabras la confusión de mi mente! ¡Pensar que Augusta sabe la solución, y que yo no puedo leérsela en la cara; que detrás de aquel entrecejo está la representación exacta del hecho, y que yo no puedo verla! Mi curiosidad se ha excitado tanto, que no sé qué daría, amigo Equis: creo que daría años de mi vida porque esa mujer tuviera un momento de franqueza conmigo y me revelara su secreto. Vamos, que le perdono el mal que hizo, falta, error ó delito, si me cuenta lo que pasó en aquella noche aciaga.

Pues no creas, lo he de intentar; he de emprender con ella una campaña de astucia, de constancia; un asedio en que emplee todas las armas, desde las que infunden miedo á las que inspiran afecto y confianza. No me muero yo con esta incertidumbre, y ella misma me ha de librar del fiero suplicio. Seis días estuve sin parecer por la casa de Orozco, y al quinto el propio Tomás me envió recado quejándose de mi desvío. Hoy he almorzado con ellos. Ya te contaré lo que hablamos. Tengo prisa, y además estoy en expectativa de una conferencia que espero celebrar con Augusta, quien, á instancia mía, me prometió que hablaríamos un rato á solas. Convinimos en que ella señalará día y hora, y aquí tienes establecida ya una comunicación reservada entre los dos. Te lo contaré todo; pero no me apures, que hay tiempo, y aplazo mis informes con la esperanza de adquirir conocimiento más claro de alguno de los hechos. Hasta otro día.

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