XIX

—¡Ah! no... dispense usted. Me confundí... Es que á mi señora suegra lo bailaban los ojos cuando me lo dijo. Efectos del cariño que le tiene á usted, ínclito Ponce. El cariño ciega á las personas... Usted es ya de casa; le queremos mucho, y como no tenemos el gusto de conocer, ni aun de vista, á su señor tío...

Acarició á Luis sobándole la cara y repujándole los carrillos para besárselos, y después le mostró el regalo que le traía. Era un álbum para sellos, prometido el día que el niño tomó la purga, y además del álbum una porción de sellos de diferentes colores, algunos extranjeros, españoles los más, para que se entretuviera pegándolos en las hojas correspondientes. Lo que agradeció Cadalsito este obsequio, no puede ponderarse. Estaba en la edad en que empieza á desarrollarse el sentido de la clasificación y en que relacionamos los juguetes con los conocimientos serios de la vida. Víctor le explicó la distribución de las hojas del álbum, enseñándole á reconocer la nacionalidad de los sellos. «Mira, esta tía frescachona es la República francesa. Esta señora con corona y bandós es la Reina de Inglaterra, y esta águila con dos cabezas, Alemania. Los vas poniendo en su sitio, y ahora lo que has de hacer es reunir muchos para llenar los huecos todos». El pequeñuelo estaba encantado; sólo sentía que la cantidad de sellos no fuera suficiente á inundar la mesa. Pronto se enteró del procedimiento, y en su interior hizo voto de conservar el álbum y de cuidarlo mientras le durase la vida.

Víctor, entretanto, metió cucharada en la conversación hocicante que se traían Abelarda y Ponce. Casi estaban morro con morro, tejiendo un secreto, una conspiración de soserías, para él amorosas y para ella indiferentes y cansadas. Víctor encajó la cuchara entre boca y boca, diciéndoles:

—Amiguitos, los gorros á quien los tolere; yo protesto. ¿Y no podrían aguardar á la luna de miel para hacer los tortolitos? Francamente, eso es insultar á la desgracia. La felicidad debe disimularse ante los desdichados, como la riqueza ante el pobre. La caridad lo manda así.

—¿Pero á ti qué te importa que nosotros nos queramos ó dejemos de querernos—dijo Abelarda,—ni que nos casemos ó dejemos de casarnos? Seremos felices ó no, según nos dé la gana. Eso, acá nosotros. Tú nada tienes que ver.

—Don Víctor—indicó Ponce con su habitual insipidez,—si está usted envidioso, con su pan se lo coma.

—¿Envidioso? No negaré que lo estoy. Mentiría si otra cosa dijese.

—Pues rabia, pues rabia.

—Papá, papá—chilló Luisito, empeñado en que Víctor volviera la cabeza hacia donde él estaba, y poniéndole la mano en la cara para obligarlo á que lo mirase.—¿De qué parte es este que tiene un señor con bigotes muy largos?

—¿Pero no lo vos, hijo? Es de Italia... Pues sí que estoy envidioso. Ésta me dice que rabie, y no tongo inconveniente en rabiar y aun en morder. Porque cuando veo dos que se quieren bien, dos que resuelven el problema del amor y allanan todas las dificultades, y caminito, caminito de la dicha, llegan hasta el matrimonio, me muero de envidia. Para mí, créanlo ó no lo crean, ustedes han resuelto el problema. Yo miro en esta parejita lo que nunca podré alcanzar. Ustedes no tienen ambición, ustedes se contentan con una vida pacífica y modesta, estimándose y queriéndose sin fiebre ni locuras de esas... Ustedes no tendrán mucho parné, pero no carecerán del puchero; ustedes, sin ser santos, reúnen bastante virtud para recrearse el uno en el otro... ¿Qué más se puede desear?... ¡Ah! ínclito Ponce, usted la ha sabido entender; ha sabido elegir... y ella también, esta pícara, que parece que no rompe un plato, ha metido la mano en el cesto y ha sacado la fruta mejor. Yo me felicito, ¿pues no me he de felicitar? Pero eso no quita que tenga mi pelusa, como cualquier hijo de vecino, porque me contemplo en situación tan distinta, ay! tan distinta... Daría todo cuanto tengo, cuanto espero, por una cosa. ¿Á que no lo adivinan?

Con repentina intuición, Abelarda le vió venir y temblaba.

—Pues yo daría todo por ser el ínclito Ponce. Créanlo ustedes ó no lo crean, esta es la verdad. ¿Quiere usted cambiarse, Ponce amigo?

—Francamente, si en el cambio me quedo con la dama, no hay inconveniente ninguno.

—¡Oh! eso no, porque cabalmente ahí está la tostada. Yo daría sangre de las venas por echar mi anzuelo en el mar de la vida con el cebo de una declaración amorosa y pescar una Abelarda. Es una ambición que me curaría de las demás.

—Papá, papá (tirándole de la nariz para que volviera la cara hacia él). ¿Y esto que tiene una cotorra?

—Guatemala... Déjame, hijo... No aspiro á más. Una Abelardita que me mime, y con tal compañía lo arrostro todo. Con una como ésta me casaría yo por puertas, es decir, sin una mota. No faltaría el garbanzo. Prefiero con ella un pedazo de pan solo, á todas las riquezas del mundo. Porque ¿dónde se encuentra un carácter tan dulce, un corazón tan tierno, una mujer tan hacendosita, tan...

—Don Víctor, que se corre usted mucho (con tentativas de humorismo, enteramente frustradas). Que es mi novia, y tantos piropos me van á dar celos...

—Aquí no se traía de celos... Á buena parte viene usted... ¿Ésta, ésta?... Ésta es segura, amigo; lo quiere á usted con el alma y con la vida. Ya podían acudir todos los reyes y príncipes del orbe á disputársela á su Ponce adorado. ¿Pues se figura usted que si no lo creyera yo así no lo habría puesto los puntos? La caridad bien ordenada empieza por uno mismo. Si yo llego á concebir tanto así de esperanzas, ¿piensa que no me alzo con el santo y la limosna? Pero, ¡quiá!, á otra puerta... Mírela usted: al que le hablo de cambiar á su Poncecito por otro, le tira los trastos á la cabeza... Véala usted con esa cara que parece un enigma, con esa sonrisita que parece postiza; cualquiera se atreve á decirle algo.

—Vamos, D. Víctor—objetó Ponce con mucha saliva en la boca,—que cuando usted habla así, es porque ha tenido sus pretensiones... y ha sacado lo que el negro del sermón.

—No hagas caso, tontín—dijo Abelarda muy inquieta, sonriendo violentamente, y con más gana de llanto que de broma.—¿No ves que se está quedando contigo?

—Que se quede. Lo que hay es que Abelarda es formal, y una vez dada su palabra, no hay quien la apee. Nosotros nos comprendimos en cuanto nos tratamos; nuestros caracteres ajustan perfectamente, y si yo estoy cortado para ella, ella está cortadita para mí.

—Poco á poco, caballero Ponce (poniéndose muy serio, como siempre que elevaba al grado heroico sus crueles bromas), usted estará cortado para quien guste, no me meto en eso. Pero lo que es Abelarda, lo que es Abelarda...

Ponce le miró serio también, esperando el final de la frase, y la insignificante bajó la vista hacia su labor de costura.

—Digo que lo que es ella no está, cortada para usted. Y lo sostendré contra todo el que opine lo contrario. La verdad por delante. Ella le quiere á usted, lo reconozco; pero en cuanto al corte... Es mucho corte el suyo; hablo del corte moral y también del físico, sí, señor, también del físico. ¿Quiere usted que lo diga claro? Pues para quien está cortada Abelarda es para mí... Para mí; y no hay que tomarlo á ofensa. Para mí, aunque á usted le parezca un disparate. ¡Si usted no puede juzgarla como yo, que la conocí siendo una muñeca todavía!... Y, además, usted no me ha tratado á mí lo bastante para saber si congeniamos ó no... Ya sé que estoy hablando de una cosa imposible; ya sé que tengo la culpa de haber llegado tarde; ya sé que usted me cogió la delantera, y no hemos de reñir... Pero en cuanto á conocer el mérito de quien lo tiene; en cuanto á deplorar que tantas dotes no sean para mí, lo que es en eso (marcando la frase con la mayor formalidad y en tono oratorio), ¡ah! lo que es en eso, no cedo ni puedo ceder.

—No le hagas caso, déjale—indicó Abelarda á su novio, que empezaba á enfurruñarse.

—Amigo D. Víctor, todo eso podrá ser verdad, poro no viene muy al caso.

—Parece que se amostaza usted, ínclito Ponce. Sépase que yo soy muy leal. Reconozco que se ha ganado usted lo que á mi parecer debió ser mío. (Patéticamente.) Bien ganado está. Ha sido en buena lid. Lo que he perdido, lo he perdido por mi culpa. No me quejo. Seremos amigos, siempre amigos. Vengan esos cinco.

—¡Ah, este D. Víctor, qué cosas tiene! (dejándose apretar la mano).

Con otro que no fuera Ponce, bien se libraría Cadalso de emplear lenguaje tan impertinente; pero ya sabía él con quién trataba. El novio estaba amoscadillo, y Abelarda no sabía qué pensar. Para burla, le parecía demasiado cruel; para verdad, harto expresiva. Mucho le pesó á Ponce tener que marcharse: presumía que Víctor continuaría hablando á la chica en el mismo tono, y, francamente, Abelarda era su novia, su prometida, y aquel cuñadito hospedado bajo el propio techo principiaba á inquietarle. El pillete de Cadalso, conociendo la turbación del crítico, en el momento de despedirse le sacudió mucho la diestra, repitiendo:

—Leal, soy muy leal... Nada hay que temer de mí.

Y cuando volvió al lado de la joven, que lo miraba consternada:

—Perdóname, hija; se me escapó aquella idea, que yo quería esconder a todos... Espontaneidades que uno tiene cuando menos piensa, y que el más ducho en disimular no puede contener á veces. Yo no quería hablar de esto; pero no sé qué me entró. ¡Me dió tal envidia de veros como dos tórtolos!... ¡me asusté tanto de la soledad en que me encontraba, nada más que por llegar tarde, sí, por llegar tarde!... Dispénsame, no te diré una palabra más. Sé que este capítulo te aburre y te molesta. Seré discreto.

Abelarda no podía reprimirse. Levantóse, sintiendo pavor, deseo de huir y de esconderse, para ocultar algo que impetuosamente al demudado rostro le salía.

—Víctor—exclamó descompuesta y temblando,—ó eres el hombre más malo que hay en el mundo, ó no sé lo que eres.

Corrió á su habitación y rompió á llorar, desplomándose de cara sobre las almohadas de su lecho. Víctor se quedó en el comedor, y Luis, que en su inocencia comprendía que pasaba algo extraño, no se atrevió durante un rato á molestar á papá con aquel teje-maneje de los sellos. El padre fué quien afectó entonces interesarse en el juego inteligente, y se puso á explicar á su hijo los símbolos de nacionalidades que éste no comprendía: «Este rey barbudo es Bélgica, y esta cruz la República helvética, es decir, Suiza».

Doña Pura entró de la calle, y como no viese á su hija en el comedor ni en la cocina, buscóla en el dormitorio. Abelarda salía ya, con los ojos muy colorados, sin dar á su madre explicación satisfactoria de aquellos signos de dolor. Víctor, interrogado por doña Pura sobre el particular, lo dijo con socarronería:

—Parece usted tonta, mamá. Llora por el tío de Ponce.

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