XX

Acostaron temprano á Luis, que metió consigo en la cama el álbum de sellos y se durmió teniéndole muy abrazadito. No sufrió aquella noche el acceso espasmódico que precedía á la singular visión del anciano celestial. Pero soñó que lo sufría, y, por consiguiente, que deseaba y esperaba la fantástica visita. El misterioso personaje hizo novillos, y así lo expresaba con desconsuelo Cadalsito, deseando enseñarle su álbum. Esperó, esperó mucho tiempo, sin poder determinar el sitio donde estaba, pues lo mismo podía ser la escuela que el comedor de su casa ó el escritorio del memorialista. Y al hilo del sueño, donde todo era sinrazón y desvarío, descargó el rapaz un golpe de lógica admirable: «¡Pero qué tonto soy!—pensó.—¿Cómo ha de venir, si le han llevado esta noche á casa del tío de Ponce?»

El día siguiente le dieron de alta; pero se determinó que no fuese á la escuela en lo que restaba de semana, lo que él agradeció mucho, determinando estudiar algo por las noches, nada más que una miaja, y reservando los grandes esfuerzos de aplicación para cuando volviera á sus tareas escolares. Le permitieron bajar á la portería, y cargó con el álbum para enseñárselo á Paca y á Canelo. Bien quisiera llevarlo á casa de su tía Quintina; mas para esto no hubo permiso. En la portería se estuvo hasta el anochecer, hora en que le llamaron, temiendo que se pasmase con el aire del portal. Al subir llevaba una idea que en sus conversaciones con Mendizábal y Paca había adquirido; una idea que le pareció al principio algo rara, pero que luego tuvo por la más natural del mundo. Hallábase solo con Abelarda, pues su abuela y Milagros zascandileaban por la cocina, cuando se determinó Cadalsito á comunicar á su tía la famosa idea. Esta le acariciaba con extremada vehemencia, le daba besos, le prometía regalarle un álbum mayor, y de repente Luis, respondiendo á tantos cariños con otros no menos tiernos, le dijo:

—Tía, ¿por qué no te casas tú con mi papá?

Quedóse la chica como lela, fluctuando entre la risa y el enojo.

—¿De dónde has sacado tú eso, Luis?—le dijo, asustándole con la fiereza de su semblante.—Tú no lo has inventado. Alguien te lo ha dicho.

—Me lo dijo Paca—afirmó Luis, no queriendo cargar con responsabilidades ajenas.—Dice que Ponce es más tonto que quiere y que no te conviene; que mi papá es listo y guapo y que va á hacer una carrera muy grande, muy grande.

—Dile á Paca que no se meta en lo que no le importa... ¿Y qué más, qué más te dijo?

—Pues... (escarbando en su memoria). ¡Ah! que mi papá os un caballero muy decente... como que le da pesetas á la Paca siempre que le lleva algún recado... Y que tú debías casarte con mi papá, para que todo quedase en casa.

—¿Le lleva recados?... ¿Cartas? ¿Y á quién? ¿No sabes?

—Debe ser al Ministro... Es que son muy amigos.

—Pues todo eso que te ha contado Paca del pobre Ponce, es un disparate—afirmó Abelarda sonriendo.—¿Á ti no te gusta Ponce? Dime la verdad, dime lo que pienses.

Luis vaciló un rato en dar contestación. Habían extinguido la prevención medrosa que su padre le inspiraba, no sólo los regalos recibidos de él, sino la observación de que Víctor se llevaba muy bien con toda la familia. En cuanto á Ponce, bueno será decir que Cadalsito no había formado opinión ninguna acerca de este sujeto, por lo cual aceptó, sin discutirla, la de Paca.

—Ponce no sirve para nada, desengáñate. Va por la calle que parece que se le caen los calzones. Y lo que es talento... Mira, más talento tiene Cuevas. ¿No te parece á ti?

Abelarda se reía con tales ocurrencias. Aun hubiera seguido charlando con Luis de aquel asunto; pero la llamó su padre para que le pegara algunos botones al chaleco, y en esto se entretuvo hasta la hora de comer. Doña Pura dijo que Víctor no comía en casa, sino en la de un amigo suyo, diputado y jefe de un grupito parlamentario. Sobre esto hizo Villaamil algunos comentarios acres, que Abelarda oyó en silencio, con grandísima pena. Discutióse si irían ó no al teatro aquella noche, resolviéndose en afirmativa, porque Luis estaba ya bien. Abelarda solicitó quedarse, y su madre le dió una arremetida á solas, asestándole varias preguntas:

—¿Por qué no comes? ¿Qué tienes? ¿Qué cara es esa de carnero á medio morir? ¿Por qué no quieres venir al Real? No me tientes la paciencia. Vístete, que nos vamos en seguida.

Y fueron las tres Miaus, dejando á Villaamil con su nieto y sus fúnebres soledades. Después de acostar al niño se puso á leer La Correspondencia, que hablaba de una nueva combinación.

Cuando las Miaus regresaron, ya Víctor estaba allí, escribiendo cartas en la mesa del comedor. Don Ramón seguía royendo el periódico, y suegro y yerno no se decían media palabra. Retiráronse todos, monos Abelarda, que tenía que mojar ropa para planchar al día siguiente, y al verla metida en esta faena, Víctor, sin soltar la pluma, le dijo:

—He pensado en ti todo el día. Temí que te enojaras por lo de ayer. Yo había hecho el propósito de no revelarte nunca mis sentimientos. Aun no te he dicho toda la verdad, ni te la diré, Dios mediante. Cuando uno llega tarde, debe resignarse y callar. ¿Y tú no me respondes nada? ¿No hablas ni siquiera para reñirme?

La insignificante tenía los ojos fijos en la mesa, y sus labios se agitaban como si la palabra retozara en ellos. Por fin no chistó.

—Te hablaré como hermano (con aquella gravedad bondadosa que tan bien sabía fingir), ya que de otra manera no me es lícito. Soy muy desgraciado... no lo sabes tú bien. Aquí me tienes arrastrado por un vértigo de pasiones insanas; aquí me tienes bajo el peso de relaciones que solicité con aturdimiento, que mantuve por rutina y por pereza, y que ahora deseo romper. Contaba yo para este fin con el auxilio de un ser angelical a quien pensaba encomendarme primero y entregarme por fin en cuerpo y alma. Pero ya no puede ser. ¿Qué hago yo en este trance? Seguir y seguir encenagado, perderme más y más en el laberinto sin salida. Ya no hay salvación para mí. La fatalidad me arrastra... Tú no comprendes esto, Abelarda; pero ¡quién sabe!... quizás lo comprendas, porque tienes mucha penetración. ¡Oh! ¡pues si yo te hubiera encontrado libre...! Mil veces me he propuesto no decirte nada. Sólo que las palabras se me salen de la boca... Basta, basta; no me hagas caso. Esto te lo vengo diciendo desde un principio. No hagas caso de este infeliz; despréciame. Yo no te merezco. Estoy expiando los enormes disparates que cometí desde que me faltó mi pobre Luisa, aquel ángel... ángel del cielo, pero inferior á ti, tan inferior, que no hay punto de comparación entre ambas. Yo, francamente (levantándose con exaltación), cuando veo qué tesoro tan grande va á ser para un Ponce; cuando pienso que tal conjunto de cualidades cae en manos de...

Abelarda estaba tan sofocada, que si no desahoga, si no abre al menos una valvulita, revienta de seguro.

—¿Y si yo te dijera... vamos á ver (palideciendo), si yo te dijera que no quiero á Ponce?...

—¿Tú?... ¿y es verdad?...

—¿Si yo te dijera que ni le quise jamás, ni le querré nunca?... á ver.

Víctor no contaba con esta salida, y se desorientó.

—Ahí tienes tú una cosa... vamos... (balbuciendo) una cosa que me produce el efecto de un porrazo en la cabeza... ¿Pero es verdad? Cuando lo dices, verdad debe de ser. Abelarda, Abelarda, no juegues conmigo; no juegues con fuego... Estas bromas, si bromas son, suelen traer catástrofes. Porque cuando se aborrece á un hombre, como me aborreces tú á mí... (confuso y sin saber á qué santo encomendarse) no se le dice nada que pueda extraviarlo respecto á... quiero decir, respecto á los sentimientos de la persona que le aborrece, porque podría suceder que el aborrecido... No, no atino á explicarte lo que siento. Si no quieres á Ponce, es que quieres á otro, y esto es lo que no debes decirme á mí... ¿Para qué? ¿Para que me confunda más de lo que estoy? (Columbrando un postigo y aguzando su ingenio para escurrirse por él.) Y no quiero interrogarte sobre este particular, porque me volvería loco. Guárdate tu secreto y respeta mi situación. Si yo no te inspiro más que odio, si no llegas á la repugnancia, te ruego que me dejes solo, que te retires y no añadas una palabra más. No te ofrezco mis consejos, porque no los aceptarías; pero si te encontraras en alguna situación difícil, y mis consejos te pudieran servir de algo, ya sabes que soy para ti lo que tú quieras que sea; hermano, si como hermano me tratas...

—¿Y si los necesitara, si necesitara tus consejos?—insinuó Abelarda, que buscaba no una salida, sino la entrada, sin poder descubrirla.

—Pues dispón de mí (otra vez desconcertado). Si quieres á un hombre y temes la oposición de tus padres; si la ruptura con Ponce te parece difícil y necesitas auxilio, aquí estoy dispuesto á prestártelo, por penoso que el caso sea para mí (acercándose más á ella). Dímelo, dímelo, no tengas miedo. ¿Quieres á un hombre que no es tu novio?

—Es mucho pedir que confiese yo... así... de tenazón (recurriendo á la coquetería para salir del paso). ¿Y á ti quién te da vela en este entierro?...

—Soy de la familia... soy tu amigo. Podría ser algo más si tú quisieras. Pero he llegado tarde; no hay que hablar de mi persona. Estoy fuera de juego. Si no quieres confiarme tu secreto, mejor para mí. Así no padeceré tanto. Respóndeme á una pregunta: el hombre á quien tú quieres, ¿te quiere á ti también?

—Yo no he dicho que quiera á nadie... me parece que no lo he dicho... Pero pongamos que lo dijese. Eso no es cuenta tuya. Eres muy entrometido... Claro que yo no iba á querer á nadie que no me correspondiese. ¡Pues lucida estaba!

—De modo que hay reciprocidad (con fingida cólera). ¡Y estas cosas me las dices en mi propia cara!

—¡Yo!... si yo no he chistado.

—Pero lo das á entender... No quiero ser tu confidente, vamos... ¿De modo que el otro te ama?...

—No lo sé... (dejándose llevar de su espontaneidad, ya irresistible). Es lo que no he podido averiguar todavía.

—Y vienes sin duda á que yo te lo averigüe (con sarcasmo). Abelarda, esa clase de papeles no los hago yo. No, no me digas quién es; no necesito saberlo. ¿Es quizás persona que yo conozco? Pues cállate el nombre, cállatelo si no quieres que perdamos las amistades. Esto te lo dice un hombre que siente hacia ti un afecto... pero un afecto que ahora no quiero definir; un hombre que vive bajo el peso de su destino fatal (estas filosofías y otras semejantes las tomaba Cadalso de ciertas novelas que había leído), un hombre á quien está vedado referirte sus padecimientos; y pues yo no debo quererte ni puedo ser tuyo ni tú mía, no debo atormentarme ni dejar que me atormentes tú. Guárdate tu secreto, y yo reservaré la parte de él que he adivinado. Si la fatalidad no se hubiera interpuesto entre nosotros dos, yo intentaría aún tu remedio, procurando arrancarte ese amor, reemplazándolo con el mío. Pero no soy dueño de mi voluntad. El sentimiento éste (golpeándose el pecho) jamás pasará del corazón á la realidad de la vida. ¿Por qué me incitas á descubrirlo? Déjalo en mí, mudo, sepultado, pero siempre vivo. No me tientes, no me irrites. ¿Quieres á otro? Pues que yo no lo sepa. ¿Á qué enconar una herida incurable?... Y para impedir mayores conflictos, mañana mismo me voy de esta casa, y no vuelvo á entrar aquí.

Abelarda sintió tan viva aflicción al oir esto, que no pudo encubrirla. No tenía ella en su pobre caletre armas de razonamiento para combatir con aquel monstruo de infinitos recursos ó ingenio inagotable, avezado á jugar con los sentimientos serios y profundos. Aturdida y atontada, iba á entregar su secreto, ofreciéndose indefensa y cubierta de ridiculez al brutal sarcasmo de Víctor; pero pudo serenarse un poco, recobrar algún equilibrio, y con afectada calma le dijo:

—No, no, no hay motivo para que te vayas. ¿Es que hiciste las paces con Quintina?

—¿Yo? ¡Qué disparate! Ayer Cabrera por poco me pega un tiro. Es un animal. Me iré á vivir á cualquier rincón.

—No, eso no. Puedes seguir aquí.

—Pues prométeme no hablar de esto una palabra más.

—Si yo no he hablado. Eres tú el que se lo dice todo. Que me quieres, que no me puedes querer. ¿Cómo se entiende?

—Y la última prueba de que te quiero y no te debo querer (con agudeza), te la voy á dar ahora con este consejo: vuelve los ojos á Ponce...

—Gracias.

—Vuelve los ojos al ínclito Ponce. Cásate con él. Ten espíritu práctico, ¿Que no le quieres? No importa.

—Tú estás loco (aturrulladísima). ¿Acaso he dicho yo que no le quería?

—Lo has dicho, sí.

—Pues me vuelvo atrás. ¡Qué disparate! Si lo dije, fué broma, por oírte y darte tela.

—Eres mala, muy mala. Yo pensaba otra cosa de ti.

—¿Pues sabes lo que digo? (levantándose con violento arrebato de ira y despecho). Que estás de lo más cargante y de lo más inaguantable con tus... con tus enigmas; y que no te puedo ver, no te puedo ver. La culpa la tengo yo, que oigo tus necedades. Abur... Voy á dormir... Y dormiré tan ricamente, ¿qué te crees?

—El odio muy vivo, como el amor, quita el sueño.

—Á mí no... perverso... tonto...

—Tú á dormir, y yo á velar pensando en ti... Adiós, Abelarda... Hasta mañana.

Y cuando se retiró el impío, un minuto después de la desaparición de la víctima (que se metió en su cuarto y atrancó la puerta como quien huye de un asesino), llevaba en los labios risilla diabólica y este monólogo amargo y cruel: «Si me descuido, me espeta la declaración con toda desvergüenza. ¡Y cuidado que es antipática y levantadita de cascos la niña!... Y cursi hasta dejárselo de sobra, y sosita... Todo se le podría perdonar si fuera guapa... ¡Ah! Ponce, ¡qué ganga te ha caído!... Es una plepa que no hay por dónde cogerla para echarla á la basura.

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