XVIII

La mísera Abelarda andaba tan desmejoradilla, que su madre y su tía la creyeron enferma y hablaron de llamar al médico. No obstante, continuaba haciendo la vida ordinaria, trabajando, durante muchas horas del día, en transformaciones y arreglos de vestidos. Usaba un maniquí de mimbres, trashumante del gabinete al comedor, y que al anochecer parecía una persona, la cuarta Miau, ó el espectro de alguno de la familia que venía del otro mundo á visitar á su progenie. Sobre aquel molde probaba la insignificante sus cortes y hechuras, que eran bastante graciosas. Á la sazón traía entre manos un vestido con retazos de cachemir que prestaron ya dos servicios y había sido vuelto del revés y lo de arriba abajo. Se les añadía, para combinar, una telucha de á peseta. Semejantes componendas eran familiares á Pura, y si una tela no podía lavarse ni volverse, la mandaba al tinte, y... como acabada de estrenar. Con tal sistema, hubo vestido que salió por veinticuatro reales. Pero en lo que Abelarda lucía sorprendentes facultades era en la metamorfosis de sombreros. La capota de doña Pura había pasado por una serie de vidas diferentes, que al modo de encarnaciones la hacían siempre nueva y siempre vieja. Para invierno, forrábanla de terciopelo, y para verano la cubrían con el encaje de una visita desechada: las flores ó prendidos eran regalo de las vecinas del principal. La martirizada armadura del sombrero de Abelarda había tomado ya, durante la época de la cesantía, formas y estilos diferentes, según las pragmáticas de la moda, y con este exquisito arte de disimular la indigencia, salían las Villaamil á la calle hechas unos brazos de mar.

Las noches que no iban las Miaus á rendir culto á Euterpe, tenía que aguantar Abelarda, por dos ó tres horas, la jaqueca de Ponce, ó bien ensayaba su papel en la pieza. Mucho disgustaba á doña Pura tener que dar función dramática habiendo fracasado las esperanzas de próxima colocación; pero como estaba anunciada á son de trompeta, distribuídos los papeles y tan adelantados los ensayos, no había más remedio que sacrificarse en aras de la tiránica sociedad. De propósito había escogido Abelarda un papel incoloro, el de criada, que al alzarse el telón salía plumero en mano, lamentándose de que sus amos no le pagaban el salario, y revelando al público que la casa en que servía era la más tronada de Madrid. La pieza pertenecía al género predilecto de los ingenios de esta Corte, y se reducía á presentar una familia cursi, con menos dinero que vanidad; una señora hombruna que trataba á zapatazos á su marido, un noviazgo, un enredo fundado en equivocaciones de nombres, con gran mareo de entradas y salidas, hasta que, cuando aquello parecía una casa de Orates, salía el padre memo diciendo: Ahora lo comprendo todo, y se acababa el entremés con boda y una décima pidiendo al público aplausos. Ponce hacía el papel de padre tonto; y el de un pollo calavera y achulado, que era autor del lío y la sal y pimienta de la pieza, tocó á un tal Cuevas, hijo del vecino del principal, D. Isidoro Cuevas, viudo con mucha familia, empleado en la Alcaidía de la vecina Cárcel de Mujeres, y comúnmente llamado en la vecindad el señor de la Galera. El Cuevas hijo era chistoso, de buena sombra; contaba cuentos de borrachos con tal gracia, que era morirse de risa; imitaba el lenguaje chulo, se cantaba flamenco por todo lo alto, amén de otras muchas habilidades, por las cuales se lo rifaban en las tertulias del jaez de la de Villaamil. El papel de señorita de la casa corría á cargo de la chica de Pantoja (D. Buenaventura Pantoja, empleado en el Ministerio de Hacienda, amigo íntimo de Villaamil); y el de mamá impertinente, ordinaria, lenguaraz, sargentona, papel del tipo Valverde, correspondió á una de las chicas de Cuevas (eran cuatro y se ayudaban con la modistería de sombreros, por cierto muy bien). Otros papeles, un lacayo, un viejo prestamista, un marqués tronado y de filfa, que resultaba ser lipendi de marca mayor, fueron repartidos entre diferentes chicos de la tertulia. El cojo Guillén se avino á ser apuntador. Federico Ruiz oficiaba de director de escena, y habría deseado que tal función tuviera carteles en las esquinas, para poner en ellos con letras muy gordas: bajo la dirección del reputado publicista, etc., etc.

Poseía Abelarda memoria felicísima, y se aprendió el papel muy pronto. Asistía á los ensayos como un autómata, prestándose dócilmente á la vida de aquel mundo, para ella secundario y artificial; como si su casa, su familia, su tertulia, Ponce, fuesen la verdadera comedia, de fáciles y rutinarios papeles... y permaneciese libre el espíritu, empapado en su vida interior, verdadera y real, en el drama exclusivamente suyo, palpitante de interés, que no tenía más que un actor, ella, y un solo espectador, Dios.

Monólogo desordenado y sin fin. Una mañana, mientras la joven se peinaba, el espectador habría podido oir lo siguiente: «¡Qué fea soy, Dios mío; qué poco valgo! Más que fea, sosa, insignificante; no tengo ni un grano de sal. ¡Si al menos tuviera talento!; pero ni eso... ¿Cómo me ha de querer á mí, habiendo en el mundo tanta mujer hermosa y siendo él un hombre de mérito superior, de porvenir, elegante, guapo y con muchísimo entendimiento, digan lo que quieran?... (Pausa.) Anoche me contó Bibiana Cuevas que en el paraíso del Real nos han puesto un mote; nos llaman las de Miau ó las Miaus, porque dicen que parecemos tres gatitos, sí, gatitos de porcelana, de esos con que se adornan ahora las rinconeras. Y Bibiana creía que yo me iba á incomodar por el apodo. ¡Qué tonta es! Ya no me incomodo por nada. ¿Parecemos gatos? ¿Sí? Mejor. ¿Somos la risa de la gente? Mejor que mejor. ¿Qué me importa á mí? Somos unas pobres cursis. Las cursis nacen, y no hay fuerza humana que les quite el sello. Nací de esta manera y así moriré. Seré mujer de otro cursi y tendré hijos cursis, á quienes el mundo llamará los michitos... (Pausa.) ¿Y cuándo colocarán á papá? Si lo miro bien, no me importa; lo mismo da. Con destino y sin destino, siempre estamos igual. Poco más ó menos, mi casa ha estado toda la vida como está ahora. Mamá no tiene gobierno; ni lo tiene mi tía, ni lo tengo yo. Si colocan á papá, me alegraré por él, para que tenga en qué ocuparse y se distraiga; pero por la cuestión de bienestar, me figuro que nunca saldremos de ahogos, farsas y pingajos... ¡Pobres Miaus! Es gracioso el nombre. Mamá se pondrá furiosa si lo sabe; yo no; ya no tengo amor propio. Se acabó todo, como el dinero de la familia... si es que la familia ha tenido dinero alguna vez. Le voy á decir á Ponce esto de las Miaus, á ver si lo toma á risa ó por la tremenda. Quiero que se encrespe un día para encresparme yo también. Francamente, me gustaría pegarle ó algo así... (Pausa.) ¡Vaya que soy desaborida y sin gracia! Mi hermana Luisa valía más; aunque, la verdad, tampoco era cosa del otro jueves. Mis ojos no expresan nada; cuando más, expresan que estoy triste, pero sin decir por qué. Parece mentira que detrás de estas pupilas haya... lo que hay. Parece mentira que este entrecejo y esta frente angosta oculten lo que ocultan. ¡Qué difícil para mí figurarme cómo es el cielo; no acierto, no veo nada! ¡Y qué fácil imaginarme el infierno! Me lo represento como si hubiera estado en él... Y tienen razón; el parecido con la cara de un gato salta a la vista... La boca es lo peor; esta boca de esquina que tenemos las tres... Sí; pero la de mamá es la más característica. La mía, tal cual; y cuando me río, no resulta maleja. Una idea se me ocurre: si yo me pintara, ¿valdría un poco más? ¡Ah! no; Víctor se reiría de mí. Él podrá desdeñarme; pero no me considera mujer ridícula y antipática. ¡Jesús! ¿Seré antipática? Esta idea sí que no la puedo sufrir. Antipática, no, Dios mío. Si me convenciera de que soy antipática, me mataría... (Pausa.) Anoche entró y se metió en su cuarto sin decir oxte ni moxte. Más vale así. Cuando me habla me estruja el corazón. Porque me quisiera, sería yo capaz de cometer un crimen. ¿Qué crimen? Cualquiera... todos. Pero no me querrá nunca, y me quedaré con mi crimen en proyecto y desgraciada para siempre».

—Hija—indicó doña Pura, sacándola impensadamente de su abstracción.—Cuando venga Ponce, le dices que le matamos si no nos trae los billetes para el beneficio de la Pellegrini. Si no los tiene, que los busque. Ella ha de dar billetes á los periódicos y á toda la dignísima alabarda. Créelo; si Ponce va á pedírselos, ella es muy fina y no se los negará. Nos enojaremos de veras si no los trae.

—Los traerá—dijo Abelarda, que había acabado de edificar su moño.—Como no los traiga, no le vuelvo á dirigir la palabra.

Ponce entraba allí como Pedro por su casa, dirigiéndose al comedor, donde comúnmente encontraba á su novia. Llegó aquella tarde á eso de las cuatro, y pasó, atusándose el pelo, después de haber colgado la capa y hongo en la percha del recibimiento. Era un joven raquítico y linfático, de esos que tienen novia como podrían tener un paraguas, con ribetes de escritor, crítico gratuito, siempre atareado, quejoso de que no le leía nadie (aquí no se lee), abogadillo, buen muchacho, orejas grandes, lentes sin cordón, bizcando un poco los ojos, mucha rodillera en los pantalones, poca sal en la mollera, y en el bolsillo obra de seis reales, cuando más. Gozaba un destinillo en el Gobierno de provincia, de seis mil, y estaba hipando por los ocho que le habían prometido desde el año anterior... que hoy, que mañana. Cuando los tuviera, boda al canto. Estas esperanzas no habrían bastado á que los Villaamil aceptasen su candidatura á yerno; pero tenía un tío rico, notario, sin hijos, enfermo de cáncer, y como se había de morir antes de un año, quizás de un mes, y Ponce era su heredero, la familia Miau vió en el aspirante una chiripa. El desgraciado tío, según los cálculos de Pantoja, que era su amigo y testamentario, dejaría dos casas, algunos miles y la notaría...

Lo mismo fué entrar Ponce en el comedor, que soltarle Abelarda esta indirecta:

—Si no trae usted las entradas para el beneficio de la Pellegrini, no vuelve usted á poner los pies aquí.

—Calma, hija, calma; déjame sentar, tornar aliento... He venido á escape. Me pasan cosas muy gordas, pero muy gordas.

—¿Qué lo pasa á usted, hombre de Dios?—preguntó doña Pura, que acostumbraba reprenderle como á un hijo.—Siempre viene con apuros, y total, nada.

—Óigame usted, doña Pura, y tú, Abelarda, óyeme también. Mi tío está muy malo, pero muy malo.

—¡Ave María Purísima!—exclamó doña Pura, sintiendo que le daba un vuelco el corazón.

Y brincando como un cervatillo, fué á la cocina á dar la noticia á su hermana.

—Está expirando...

—¿Quién?

—El tío, mujer, el tío... ¿no te enteras?... Pero dígame usted, Ponce (volviendo al comedor con rapidez gatuna), ¿va de veras?... Estará usted muy contento, muy... triste quiero decir.

—Se harán ustedes cargo de que no puedo ir al teatro, ni visitar á la Pellegrini... Como ustedes conocen... Muy malo, muy malito... Dicen los médicos que no dura dos días...

—¡Pobre señor!... ¿Y qué hace usted que no se planta en casa del difunto... digo, del enfermo?

—De allí vengo... Esta noche, á las siete, le llevaremos el Viático.

Corrió doña Pura al despacho, donde estaba Villaamil.

—El Viático... ¿no te enteras?

—¿Qué?... ¿quién?

—El tío, hombre, el tío de Ponce, que está dando las boqueadas... (Deslizándose otra vez hacia el comedor). Amigo Ponce, ¿quiere usted tomar una copita de vino con bizcochos? Estará usted muy afectado... Y no hay que pensar en teatros... No faltaba más. Nosotras tampoco iremos. Ya ve usted, el luto... guardaremos luto riguroso... ¿De veras no quiere usted una copita de vino con bizcochos?... ¡Ah! ¡qué cabeza!... ¡si se ha acabado el vino!... Pero lo traeremos... Con formalidad: ¿no quiere usted?

—Gracias; ya sabe usted que el vino se me sube á la cabeza.

Abelarda y Ponce pegaron la hebra, sin más testigo que Luis, que andaba enredando en el comedor, y á veces se paraba ante los novios, mirándoles con estupor infantil. Hablaban á media voz... ¿Qué dirían? Las trivialidades de siempre. Abelarda hacía su papel con aquella indolente pasividad que demostraba en los lances comunes de la vida. Era ya rutina en ella charlotear con aquel tonto, decirle que le quería, anticipar alguna idea sobre la boda. Había contraído hábito de responder afirmativamente á las preguntas de Ponce, siempre comedidas y correctas. El albedrío no tomaba parte alguna en semejantes confidencias; la mujer exterior y visible realizaba una serie de actos inconscientes, á manera de sonámbula, quedando desligada la mujer interna para obrar conforme á sentimientos más humanos. Antes de la aparición súbita de Víctor en la casa, Abelarda consideraba á Ponce como un recurso y apoyo probable en las vicisitudes de la suerte. Se casaría con él por colocarse, por tener posición y nombre y salir de aquella estrechez insoportable de su hogar. Desde que vino el otro, dejábase llevar de estas mismas ideas, pero como el patinador, que una vez lanzado, sigue y sigue girando y resbalando sin caer sobre el hielo. No se le ocurría á la joven desdecirse ni renegar del matrimonio con Ponce; porque tener aquel marido equivalía á tener un abanico, un imperdible ú otro objeto cualquiera de los más usuales á la vez que indiferentes. El pegajoso crítico se creyó obligado á mostrarse aquel día más tierno que los demás, atreviéndose á fijar el de las bendiciones y á proponer, desmintiendo su timidez, algunos particulares de su futura existencia matrimonial. Oíale la insignificante como quien oye llover, y en virtud de la velocidad adquirida, se mostraba conforme con semejantes proyectos y los apoyaba con palabras glaciales y descoloridas, á la manera de quien repite paternóster y avemarías de un rosario rezado á bostezos sin devoción alguna.

Sonó la campanilla y Abelarda se sobresaltó por dentro, sin perder su continente frío. Le conocía en el modo de llamar, conocía su taconeo al subir la escalera, y si desde la puerta de la casa hasta el comedor pronunciaba alguna frase, hablando con doña Pura ó con Villaamil, discernía por la inflexión lejana del acento si llegaba bien ó mal humorado. Doña Pura, al abrir á Víctor, le embocó la noticia de la inminente muerte del tío de Ponce. Incapaz de contenerse la buena señora, se espontaneó hasta con el maestro de baile (vulgo aguador). Víctor entró sonriendo, y, por inadvertencia ó malicia, hubo de dar la enhorabuena á Ponce, el cual se quedó turulato.

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