XL

Cadalsito tampoco tuvo ganas de comer y menos de estudiar. Mientras le acostaban, la tiíta, completamente repuesta de aquel salvaje desvarío y sin tener de él más que vaga reminiscencia, le besó y le hizo extremadas caricias, no sin cierta escama del pequeño y aun de doña Pura. Milagros se quedó allí á dormir aquella noche, por lo que pudiera tronar.

Luis cogió pronto el sueño; pero á media noche despertó con los síntomas anunciadores de la visión. Su tía Milagros cuidó de arroparle y hacerle mimos, acostándose al fin con él para que se tranquilizase y no tuviera miedo. Lo primero que vió el chiquillo al adormilarse, fué una extensión vacía, un lugar indeterminado, cuyos horizontes se confundían con el cielo, sin accidente alguno, casi sin términos, pues todo era igual, lo próximo y lo lejano. Discurrió si aquello era suelo ó nubes, y luego sospechó si sería el mar, que nunca había visto más que en pintura. Mar no debía de ser, porque el mar tiene olas que suben y bajan, y la superficie aquélla era como la de un cristal. Allá lejos, muy lejos, distinguió á su amigo el de la barba blanca, que se aproximaba lentamente recogiendo el manto con la mano izquierda y apoyándose con la otra en un bastón grande ó báculo como el que usan los obispos. Aunque venía de muy lejos y andaba despacio, pronto llegó delante de Cadalsito, sonriendo al verle. Acto continuo se sentó. ¿Dónde, si allí no había piedra ni silla? Todo ello era maravilloso en grado sumo, pues por encima de los hombros del Padre vió Luis el respaldo de uno de los sillones de la sala de su casa. Pero lo más estupendo de todo fué que el buen abuelo, inclinándose hacia él, le acarició la cara con su preciosa mano. Al sentir el contacto de los dedos que habían hecho el mundo y cuanto en él existe, sintió Cadalso que por su cuerpo corría un temblor gustosísimo.

—Vamos á ver—le dijo el amigo,—he venido desde la otra parte del mundo sólo por echar un párrafo contigo. Ya sé que te pasan cosas muy raras. Tu tía... ¡Parece mentira que queriéndote tanto!... ¿Tú entiendes esto? Pues yo tampoco. Te aseguro que cuando lo vi, me quedé como quien ve visiones. Luego tu papá, empeñado en llevarte con la tía Quintina... ¿Sabes tú el porqué de estas cosas?

—Pues yo—opinó Luis con timidez, asombrándose de tener ideas propias ante la sabiduría eterna—creo que de todo lo que está pasando tiene la culpa el Ministro.

—¡El Ministro! (asombrado y sonriente).

—Sí, señor, porque si ese tío hubiera colocado á mi abuelo, todos estarían contentos y no pasaría nada.

—¿Sabes que me estás pareciendo un sabio de tomo y lomo?

—Mi abuelo furioso porque no le colocan y mi abuela lo mismo, y mi tía Abelarda también. Y mi tía Abelarda no puede ver á mi papá, porque mi papá le dijo al Ministro que no colocara á mi abuelo. Y como no se atreve con mi papá, porque puede más que ella, la emprendió conmigo. Después se puso á llorar... Dígame, ¿mi tía es buena ó es mala?

—Yo estoy en que es buena. Hazte cuenta que el achuchón de hoy fué de tanto como te quiere.

—¡Vaya un querer! Todavía me duele aquí, donde me clavó las uñas... Me tiene mucha tirria desde un día que le dije que se casara con mi papá. ¿Usted no sabe? Mi papá la quiere; pero ella no le puede ver.

—Eso sí que es raro.

—Como usted lo oye. Mi papá le dijo una noche que estaba enamoradísimo de ella, por lo fatal... ¿sabe? y que él era un condenado, y qué sé yo qué...

—¿Pero á ti quien te mete á escuchar lo que dicen las personas mayores?

—Yo... estaba allí... (alzando los hombros).

—¡Vaya, vaya! ¡Qué cosas ocurren en tu casa! Se me figura que estás en lo cierto: el pícaro del Ministro tiene la culpa de todo. Si hubiera hecho lo que yo le dije, nada de esto pasaría. ¿Qué le costaba, en aquella casona tan llena de oficinas, hacer un hueco para ese pobre señor? Pero nada, no hacen caso de mí, y así anda todo. Verdad que tienen que atender á éste y al otro, y cuanto yo les digo, por un oído les entra y por otro les sale.

—Pues que le coloquen ahora... ¡vaya! Si usted va allá y lo manda pegando un bastonazo fuerte con ese palo en la mesa del Ministro...

—¡Quiá! No hacen caso. Pues si consistiera en bastonazos, por eso no había de quedar. Los doy tremendos, y como si no.

—Entonces, ¡contro! (envalentonado por tanta benevolencia), ¿cuándo le van á colocar?

—Nunca—declaró el Padre con serenidad, como si aquel nunca en vez de ser desesperante fuera consolador.

—¡Nunca! (no entendiendo que esto se dijera con tanta calma). ¡Pues estamos aviados!

—Nunca, sí, y te añadiré que lo he determinado yo. Porque verás: ¿para qué sirven los bienes de ese mundo? Para nada absolutamente. Esto, que tú habrás oído muchas veces en los sermones, te lo digo yo ahora con mi boca, que sabe cuanto hay que saber. Tu abuelito no encontrará en la tierra la felicidad.

—¿Pues dónde?

—Parece que eres bobo. Aquí, á mi lado. ¿Crees que no tengo yo ganas de traérmele para acá?

—¡Ah!... (abriendo la boca todo lo que abrirse podía). Entonces... eso quiere decir que mi abuelo se muere.

—Y verdaderamente, chico, ¿á cuento de qué está tu abuelo en este mundo feo y malo? El pobre no sirve ya para nada. ¿Te parece bien que viva para que se rían de él, y para que un Ministrillo le esté desairando todos los días?

—Pero yo no quiero que se muera mi abuelo...

—Justo es que no lo quieras... pero ya ves... él está viejo, y, créelo, mejor le irá conmigo que con vosotros. ¿No lo comprendes?

—Sí (diciendo que sí por cortesía, pero sin estar muy convencido...) Entonces... ¿el abuelo se va á morir pronto?

—Es lo mejor que puede hacer. Adviérteselo tú; dile que has hablado conmigo, que no se apure por la credencial, que mande al Ministro á freir espárragos, y que no tendrá tranquilidad sino cuando esté conmigo. ¿Pero qué es eso? ¿Por qué arrugas las cejas? ¿No comprendes eso, tontín? ¿Pues no dices que vas á ser cura y á consagrarte á mí? Si así lo piensas, vete acostumbrando á estas ideas. ¿No te acuerdas ya de lo que dice el Catecismo? Apréndetelo bien. El mundo es un valle de lágrimas, y mientras más pronto salís de él, mejor. Todas estas cosas, y otras que irás aprendiendo, las has de predicar tú en mi púlpito cuando seas grande, para convertir á los malos. Verás cómo haces llorar a las mujeres, y dirán todas que el padrito Miau es un pico de oro. Dime, ¿no estás en ser clérigo y en ir aprendiendo ya unas miajas de misa, un poco de latín y todo lo demás?

—Sí, señor... Murillo me ha enseñado ya muchas cosas: lo que significa aleluya y gloria patri, y sé cantar lo que se canta cuando alzan, y cómo se ponen las manos al leer los santísimos Evangelios.

—Pues ya sabes mucho. Pero es menester que te apliques. En casa de tu tía Quintina verás todas las cosas que se usan en mi culto.

—Me quieren llevar con la tía Quintina. ¿Qué le parece?... ¿voy?

Al llegar aquí, Cadalsito, alentado por la amabilidad de su amigo, que le acariciaba con sus dedos las mejillas, se tomó la confianza de corresponder con igual demostración, y primero tímidamente, después con desembarazo, le tiraba de las barbas al Padre, quien nada hacía para impedirlo, ni se incomodaba diciendo como Villaamil: ¿en qué cochino bodegón hemos comido juntos?

—Sobre eso de vivir ó no con los Cabreras, yo nada te digo. Tú lo deseas por la novelería de los juguetes eclesiásticos, y al mismo tiempo temes separarte de tus abuelitos. ¿Sabes lo que te aconsejo? Que llegado el momento, hagas lo que te salga de dentro.

—¿Y si me lleva mi papá á la fuerza sin dejarme pensarlo?

—No sé... me parece que á la fuerza no te llevará. En último caso, haces lo que mande tu abuelo. Si él te dice: «Á casa de Quintina», te callas, y andando.

—¿Y si me dice que no?

—No vas. Pásate sin los altaritos, y entretanto, ¿sabes lo que haces? Le dices al amigo Murillo que te dé otra pasada de latín, de ese que él sabe, que te explique bien la misa y el vestido del cura, cómo se pone el cíngulo, la estola, cómo se preparan el cáliz y la hostia para la consagración... en fin, Murillito está muy bien enterado, y también puede enseñarte á llevar el Viático á los enfermos, y lo que se reza por el camino.

—Bueno... Murillo sabe mucho; pero su padre quiere que sea abogado. ¡Qué estúpido! Dice él que llegará á Ministro, y que se casará con una moza muy guapa. ¡Qué asco!

—Sí que es un asco.

—También Posturas tenía malas ideas. Una tarde nos dijo que se iba á echar una querida y á jugar á la timba. ¿Qué cree usted? Fumaba colillas y era muy mal hablado.

—Todas esas mañas se le quitan aquí.

—¿Dónde está que no le veo con usted?

—Todos castigados. ¿Sabes lo que me han hecho esta mañana? Pues entre Posturitas y otros pillos que siempre están enredando, me cogieron el mundo, ¿sabes?, aquel mundo azul que yo uso para llevarlo en la mano, y lo echaron á rodar, y cuando quise enterarme, se había caído al mar. Costó Dios y ayuda sacarlo. La suerte que es un mundo figurado, ¿sabes?, que no tiene gente, y no hubo que lamentar desgracias. Les di una mano de cachetes como para ellos solos. Hoy no me salen del encierro...

—Me alegro. Que la paguen. Y dígame, ¿dónde les encierra?

La celestial persona, dejándose tirar de las barbas, miraba sonriendo á su amigo, como si no supiera qué decir.

—¿Dónde les encierra?... á ver... diga...

La curiosidad de un niño es implacable, y ¡ay de aquel que la provoca y no la satisface al momento! Los tirones de barba debieron de ser demasiado fuertes, porque el bondadoso viejo, amigo de Luis, hubo de poner coto á tanta familiaridad.

—¿Que dónde les encierro?... Todo lo quieres saber. Pues les encierro... donde me da la gana. ¿Á ti qué te importa?

Pronunciada la última palabra, la visión desapareció súbitamente, y quedóse el buen Cadalso hasta la mañana, durante el sueño, atormentado por la curiosidad de saber dónde les encerraba... ¿Pero dónde diablos les encerraría?

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