XXXIX

—No cedo, no cedo—dijo Víctor á Milagros, al quedarse solo con ella.—Me llevo á mi hijo. ¿Pero no comprende usted que no podré vivir con tranquilidad dejándole aquí después de lo que ha pasado hoy?

—¡Por Dios, hijo!—le respondió con dulzura la pudorosa Ofelia, queriendo someterle por buenas.—Todo ello es una tontería... No volverá á suceder. ¿No ves que es nuestro único consuelo este mocoso?... y si nos le quitas...

La emoción le cortaba la palabra. Calló la artista, tratando de disimular su pena, pues harto sabía que como la familia mostrase vivo interés en la posesión de Luisito, esto sólo era motivo suficiente para que el monstruo se obstinase en llevársele. Creyó oportuno dejar el delicado pleito en las manos diplomáticas de doña Pura, que sabía tratar á su yerno combinando la energía con la suavidad. Al ir la Miau mayor al gabinete en seguimiento de su marido, le encontró arrojado en un sillón, la cabeza entre las manos.

—¿Qué te parece que debemos hacer?—le dijo ella confusa, pues no había tenido tiempo aún de tomar una resolución. Grande, inmensa fué la sorpresa de doña Pura, cuando su marido, irguiendo la frente, respondió estas inverosímiles palabras:

—Que se lo lleve cuando quiera. Será un trance doloroso verle salir de aquí; pero ¡qué remedio!... Por lo demás, no hay que remontarse, y digo más... digo que, en efecto, mejor estará el chiquillo con Quintina que con... vosotras.

Al oir esto, la figura de Fra Angélico examinó en silencio, atónita, el turbado rostro del cesante. La sospecha de que empezaba á perder la razón, confirmóse entonces, oyéndole decir aquel gran desatino. «¡Que estará mejor con Quintina que con nosotras! Tu no estás en tu juicio, Ramón».

—Y dejando á un lado lo que al niño convenga (atenuando su crueldad), Víctor es su padre, y tiene sobre él más autoridad que nosotros. Si él quiere llevársele...

—Es que no querrá... ¡Pues no faltaba otra! Verás cómo arreglo yo á ese truhán...

—Yo no le diría una palabra, ni me rebajaría á tratar con él (cayendo en gran aplanamiento, sedación enérgica de su furia pasada). Yo le dejaría hacer su gusto. Tiene la autoridad, ¿sí ó no? Pues si la tiene, á nosotros nos corresponde callar y sufrir.

—¿Pues no dice que callemos y suframos (espantada y briosa), cuando ese vil nos quiere quitar nuestra única alegría?... Tú no estás bueno. Te aseguro que Víctor se llevará al niño, pero ha de ser á la fuerza, atropellándonos, y no sin que yo le arranque las orejas á ese perro.

—Pues mi opinión es no cuestionar con semejante tipo... Se me figura que si le veo otra vez delante de mí, le muerdo... Siento algo como una ansiedad física de clavar los dientes en alguien. Créelo, mujer, la Administración está deshonrada; ya no podrá decir el probo y sufrido personal de Hacienda, como se decía antes. Y lo que en cuanto á nivelación del presupuesto, que se limpien. Con esta chusma que va invadiendo la casa, es imposible.

—¿Pero á qué me sacas ahora la Administración (exaltada), ni qué tiene que ver el burro con las témporas? ¡Ay, Ramón, tú no estás bueno! Déjame á mí de probos... Que les parta un rayo. Mírate en tu espejo, y abre esos ojos, ábrelos...

—¡Abiertos, muy abiertos los tengo! (Intencionadamente.) ¡Y qué horizontes ante mí!

Viendo que no podía ponerse de acuerdo con su marido, volvió á emprenderla con Víctor, que no había salido aún. Contra la creencia de Pura, el otro continuaba inflexible, sosteniendo su acuerdo con tenacidad digna de mejor causa. Á entrambas Miaus se les habría podido ahogar con un cabello, y Abelarda, confesándose autora del conflicto, lloraba en su lecho como una Magdalena. Entre atender á su hija y discutir con Víctor, doña Pura tenía que duplicarse, corriendo de aquí para allí, mas sin poder dominar la aflicción de la una ni la implacable contumacia del otro. Nunca había visto al guapo mozo tan encastillado en una resolución, ni encontraba el busilis de tanta crueldad y firmeza. Para ello habría sido preciso estar al tanto de lo ocurrido el día anterior en casa de los de Cabrera. Éste ganó en segunda instancia el famoso pleito de la casucha de Vélez-Málaga, siendo Víctor condenado á reintegrar el valor de la finca y al pago de costas. El irreconciliable Ildefonso le había echado ya el dogal al cuello y disponíase á apretar, reteniéndole la paga, persiguiéndole y acosándole sin piedad ni consideración. Pero del fallo judicial tomó pie la muy lagarta de Quintina para satisfacer sus aspiraciones maternales, y engatusando á Cabrera con estudiadas zalamerías y carantoñas, obtuvo de él que aprobara las bases del siguiente convenio: «Se echaría tierra al asunto; Ildefonso pagaría las costas (quedándose con la casa, se entiende). Y Víctor les entregaría á su hijo». Vió el cielo abierto Cadalso, y aunque le hacía mala boca arrancar al chiquillo del poder y amparo de sus abuelos, hubo de aceptar á ojos cerrados. Todo se reducía á pasar un mal rato en casa de las Miaus, á recibir algún arañazo de Pura y otro de Milagros y una dentellada quizás de Villaamil. He aquí muy claro el móvil de la determinación por la cual hubo de cambiar de casa y de familia el célebre Cadalsito.

En lo más recio del trajín que Milagros y Pura traían, corriendo de Abelarda inconsolable á Víctor inflexible, con escala en Luisito, que también había vuelto á gimotear, entró Ponce. No podía venir en peor ocasión, y su presunta suegra, contrariada con la visita, le enchiqueró en la sala para decirle: «Ese trasto de Víctor nos ha hecho una pillada. Hemos tenido aquí hoy una verdadera tragedia. Figúrese usted que ha dado en llevarse al chiquitín, arrancándolo de este hogar, donde se ha criado. Estamos consternadísimas. Abelarda, al ver que ese verdugo se llevaba al niño á viva fuerza, cayó con un síncope atroz, pero atroz. En la cama la tenemos, hecha un mar de llanto. ¡Ay, hijo, qué rato hemos pasado!»

Por fin, como Abelarda estaba vestida sobre el lecho, se permitió á Ponce pasar á verla. La insignificante no lloraba ya; tenía los ojos encendidos, los miembros desmadejados. El ínclito mancebo se sentó á la cabecera, apretándole la mano y permitiéndose el inefable exceso de besársela cuando no estaba presente la mamá, quien repitió delante de su hija la versión dada al novio sobre el suceso del día.

—¡Pero qué malo es ese hombre!—dijo el crítico á su amada.—Es una bestia apocalíptica.

—No lo sabes tú bien—respondió la chica, mirando fijamente á su novio mientras éste se acariciaba con el pañuelo sus siempre húmedos lagrimales.—Alma más negra no echó Dios al mundo... ¡Mira tú que es maldad; querer quitarnos á Luisito, nuestro encanto, nuestra dicha! Desde que nació está con nosotras. Nos debe la vida, porque le hemos cuidado como á las niñas de nuestros ojos; le sacamos adelante del sarampión y la tos ferina, con mil sacrificios. ¡Qué ingratitud, y qué infamia! Ya ves lo pacífica que soy. Más que pacífica soy cobarde, inofensiva, pues hasta cuando mato una pulga me da lástima del pobre animalito. Pues bien; á ese hombre, si á mano le tuviera, creo que le atravesaría de parte á parte con un cuchillo... Para que veas.

—Sosiégate, minina—dijo Ponce con voz meliflua.—Estás excitada. No hagas caso tú. ¿Me quieres mucho?

—¡Vaya si te quiero!—replicó Abelarda, plenamente decidida á tirarse por el Viaducto, es decir, á casarse con Ponce.

—Tu mamá te habrá dicho que hemos fijado el 3 de Mayo, día de la Cruz. ¡Qué largo me está pareciendo el tiempo y con que lentitud corren noches y días.

—Pero todo llega... Detrás de un día viene otro—dijo Abelarda mirando al techo.—Todos los días son enteramente iguales.

Las conferencias entre las dos Miaus y Víctor duraron hasta que éste salió vestido de etiqueta, y toda la diplomacia de la una y los ruegos quejumbrosos de la otra no ablandaron el duro corazón de Cadalso. Lo más que obtuvieron fué aplazar la traslación de Luis hasta el día siguiente. Enterado Villaamil de esto, salió y dijo á su yerno con sequedad:

—Yo te prometo, te doy mi palabra de que lo llevaré yo mismo á casa de Quintina. No hay más que hablar... No necesitas tú volver más acá.

Á esto respondió el monstruo que por la noche volvería á mudarse de ropa, añadiendo benévolamente que el acto de llevarse al hijo no significaba prohibición de que le vieran sus abuelos, pues podían ir á casa de Quintina cuando gustaran, y que así lo advertiría él á su hermana.

—Gracias, señor elefante—dijo doña Pura con desdén.

Y Milagros:

—Lo que es yo... ¿allá?... ¡Estás tú fresco!

Faltaba todavía un dato importante para apreciar la gravedad del asunto; faltaba conocer la actitud del interesado, si se prestaría de buen grado á cambiar de familia, ó si, por el contrario, se resistiría con la irreductible firmeza propia de la edad inocente. Su abuela, en cuanto el monstruo se fué, empezó á disponer el ánimo del chico para la resistencia, asegurándole que la tía Quintina era muy mala, que le encerraría en un cuarto obscuro, que la casa estaba llena de unas culebronas muy grandes y de bichos venenosos. Oía Cadalsito estas cosas con incredulidad, porque realmente eran papas demasiado gordas para que las tragase un niño ya crecidito y que empezaba á conocer el mundo.

Aquella noche nadie tuvo apetito, y Milagros se llevaba para la cocina las fuentes lo mismo que habían ido al comedor. Villaamil no desplegó los labios sino para desmentir las terroríficas pinturas que su mujer hacía del domicilio de Cabrera. «No hagas caso, hijo mío; la tía Quintina es muy buena, y te cuidará y te mimará mucho. No hay allí sapos ni culebras, sino las cosas más bonitas que puedes imaginarte; santos que parece que están hablando, estampas lindísimas y altares soberbios, y... la mar de cosas. Vas á estar muy á gusto».

Oyendo esto, Pura y Milagros se miraban atónitas, sin poder explicarse que el abuelo se pasase descarada y cobardemente al enemigo. ¿Qué vena le daba de apoyar la inicua idea de Víctor, llegando hasta defender á Quintina y pintando su casa como un paraíso infantil? ¡Lástima que la familia no estuviera en fondos, pues de lo contrario, lo primero sería llamar á un buen especialista en enfermedades de la cabeza para que estudiara la de Villaamil y dijere lo que dentro de ella ocurría.

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