XLI

No pareció Víctor en toda la noche; pero á la mañana, temprano, fué á reiterar la temida sentencia respecto á Luis, no cediendo ni ante las conminaciones de doña Pura, ni ante las lágrimas de Abelarda y Milagros. El chiquillo, afectado por aquel aparato luctuoso, se mostró rebelde á la separación; no quería dejarse vestir ni calzar; rompió en llanto, y Dios sabe la que se habría armado sin la intervención discreta de Villaamil, que salió de su alcoba diciendo: «Pues es forzoso separarnos de él, no atosigarle, no afligir á la pobre criatura». Asombrábase Víctor de ver á su suegro tan razonable, y le agradecía mucho aquel criterio consolador, que le permitiría realizar su propósito sin apelar á la violencia, evitando escenas desagradables. Milagros y Abelarda, viendo el pleito perdido, retiráronse á llorar al gabinete. Pura se metió en la cocina echando de su boca maldiciones contra los Cabreras, los Cadalsos y demás razas enemigas de su tranquilidad, y en tanto Víctor le ponía las botas á su hijo, tratando de llevársele pronto, antes que surgieran nuevas complicaciones.

—Verás, verás—le decía—qué cosas tan monas te tiene allí la tía Quintina: santos magníficos, grandes como los que hay en las iglesias, y otros chiquitos para que tú enredes con ellos; vírgenes con mantos bordados de oro, luna de plata á los pies, estrellas alrededor de la cabeza, tan majas... verás... Y otras cosas muy divertidas... candeleros, cristos, misales, custodias, incensarios...

—¿Y les puedo poner fuego y menearlos para que den olor?

—Sí, vida mía. Todo es para que tú te entretengas y vayas aprendiendo, y á los santos puedes quitarles la ropa para ver cómo son por dentro, y luego volvérsela á poner.

Villaamil se paseaba en el comedor oyendo todo esto. Como observara que Luis, después de aquel entusiasmo por el uso del incensario, volvió á caer en su morriña, gimoteando: «Yo quiero que la abuela me lleve y se esté allí conmigo», hubo de meter su cuarto á espadas en la catequización, y acariciándole, le dijo:

—Tienes allá también altares chicos con velitas y arañas de este tamaño, custodias así, casullitas bordadas, un sagrario que es una monada, una manga-cruz que la puedes cargar cuando quieras, y otras preciosidades... como, por ejemplo...

No sabía por dónde seguir, y Víctor suplió su falta de inventiva añadiendo:

—Y un hisopo de plata que echa agua bendita por todos lados, y, en fin, un cordero pascual...

—¿De carne?

—No, hombre... Digo, sí, vivo...

Para abreviar la penosa situación y acelerar el momento crítico de la salida, Villaamil ayudó á ponerle la chaqueta; pero aun no le habían abrochado todos los botones, cuando ¡Madre de Dios! sale doña Pura hecha una pantera y arremete contra Víctor, badila en mano, diciendo:

—¡Asesino, vete de mi casa! ¡No me robarás esta joya!... ¡Vete, ó te abro la cabeza!

Y lo mismo fué oir las otras Miaus aquella voz airada, salieron también chillando en la propia cuerda. En suma, que aquello se iba poniendo feo.

—Puesto que ustedes no quieren que sea por buenas, será por malas—dijo Víctor poniéndose á salvo de las uñas de las tres furias.—Pediré auxilio á la justicia. Él aquí no se ha de quedar. Conque ustedes verán...

Villaamil intervino, diciendo con voz conciliadora, sacada trabajosamente del fondo de su oprimido pecho:

—Calma, calma. Ya lo teníamos arreglado, cuando estas mujeres nos lo echan á perder. Váyanse para adentro.

—Eres un estafermo—le dijo la esposa, ciega de ira.—Tú tienes la culpa, porque si te pusieras de nuestra parte, entre todos habíamos ganado la partida.

—Cállate tú, loca, que harto sé yo lo que tengo que hacer. ¡Fuera de aquí todo el mundo!

Pero Luisito, viendo á sus tías y abuela tan interesadas por él, volvió á mostrar resistencia. Pura no se contentaba con menos que con sacarlo los ojos á su yerno, y aquello iba á acabar malamente. La suerte que aquel día estaba Villaamil tan razonable y con tal dominio de sí mismo y de la situación, que parecía otro hombre. Sin saber cómo, su respetabilidad se impuso.

—Mientras tú estés aquí—dijo á Víctor, sacándole con hábil movimiento de la cuna del toro, ó sea de entre las manos tiesas de doña Pura,—no adelantaremos nada. Vete, y yo te doy mi palabra de que llevaré á mi nieto á casa de Quintina. Déjame á mí, déjame... ¿No te fías de mi palabra?

—De su palabra sí, pero no de su capacidad para reducir á estos energúmenos.

—Yo los reduciré con razones. Descuida. Vete, y espérame allá.

Habiendo logrado tranquilizar á su yerno, entró en gran parola con la familia, agotando su ingenio en hacerles ver la imposibilidad de impedir la separación del chiquillo.

—¿No veis que si nos resistimos vendrá el propio juez á quitárnosle?

Media hora duró el alegato, y por fin las Miaus parecieron resignadas; convencidas, nunca.

—Lo primero que tenéis que hacer—les dijo, deseando alejarlas en el momento crítico de la salida,—es iros á la sala cantando bajito. Yo me entiendo con Luis. ¡Si él no va á dejar de querernos porque se vaya con Quintina!... y además, su padre me ha prometido que le traerá todos los días á vernos, y los domingos á pasar el día en casa...

Abelarda se retiró la primera, llorando, como quien se aparta de la persona agonizante para no verla morir. Después se fué Milagros, y finalmente Pura, quien no se hubiera resignado, á no domarla su esposo con este último argumento:

—Si porfiamos, vendrá el juez esta tarde. ¡Figúrate qué escena! Apuremos el cáliz, y Dios castigará al infame que nos le ofrece.

Solo con Luis, el abuelo estuvo á punto de perder su estudiada, dificilísima compostura, y echarse á llorar. Se tragó toda aquella hiel, invocando mentalmente al cielo con esta frase:

—Terrible es la separación, Señor, pero es indudable que estará mucho mejor allá, mucho mejor... Vamos, Ramón, ánimo, y no te amilanes.

Pero no contaba con su nieto, que, oyendo el gimoteo de las tías, volvió á las andadas, y cuando se acercaba el instante fiero de la partida, se afligió diciendo:

—Yo no quiero irme.

—No seas tonto, Luis—le amonestó el anciano.—¿Crees tú que si no fuera por tu bien te sacaríamos de casa? Los niños bonitos y dóciles hacen lo que se les manda. Y que no puedes tú figurarte, por mucho que yo te las pondere, las preciosidades que Quintina tiene allí para tu uso particular.

—¿Y puedo yo cogerlo todo para mí, y hacer con ello lo que me dé la gana?—preguntó el chiquillo con la ansiedad avariciosa que en la edad primera revela el egoísmo sin freno.

—¿Pues quién lo duda? Hasta puedes romperlo si te acomoda.

—No, romper no. Las cosas de la iglesia no se rompen—declaró el niño con cierta unción.

—Bueno... vamos ya... Saldremos calladitos para que no nos sientan ésas... y no se alboroten... Pues verás; entre otras cosas, hay una pilita bautismal, que es una monería; yo la he visto.

—Una pila... ¿con mucha agua bendita?

—Cabe tanta agua como en la tinaja de la cocina... Vamos (cargándoselo á cuestas). Mejor será que yo te lleve en brazos...

—¿Y esa pila es para bautizar personas?

—¡Claro!... Con ella puedes tú jugar todo lo que quieras, y de paso vas aprendiendo, para cuando seas cura, la manera de cristianar á un pelón.

Atravesó Villaamil con paso recatado el corredor y recibimiento, llevando á su nieto en brazos, y como durante la peligrosa travesía el chico prosiguiese con su flujo de preguntas, sin bajar la voz, el abuelo le puso una mano por tapaboca, susurrándole al oído: «Sí, puedes bautizar niños, todos los niños que quieras. Y también hay mitras á la medida de tu cabeza y capitas doradas y un báculo para que te vistas de obispín y nos eches bendiciones...»

Con esto franquearon la puerta, que Villaamil no cerró á fin de evitar el ruido. La escalera la bajó á trancos, como ladrón que huye cargando el objeto robado, y una vez en el portal, respiró y dejó su carga en el suelo: ya no podía más. No estaba él muy fuerte que digamos, ni soportaba pesos, aun tan livianos como el de su nietecillo. Temeroso de que Paca y Mendizábal cometiesen alguna indiscreción, esquivó sus saludos. La mujerona quiso decir algo á Luis, condoliéndose de su marcha; pero Villaamil anduvo más listo; dijo volvemos, y salió á la calle más pronto que la vista.

El temor de que Luis cerdease otra vez, le estimuló á reforzar en la calle sus mentirosas artimañas de catequista:

—Tienes allí tan gran cantidad de flores de trapo para altares, que sólo para verlas todas necesitas un año... y velas de todos colores... y la mar de cirios... Pues hay un San Fernando vestido de guerrero, con armadura, que te dejará pasmado, y un San Isidro con su yunta de bueyes, que parecen naturales. El altar chico para que tú digas tus misas es más bonito que el de Monserrat...

—Dime, abuelito, y confesionario, ¿no tengo?

—¡Ya lo creo!... y muy majo... con rejas, para que las mujeres te cuenten sus pecados, que son muchísimos... Te digo que vas á estar muy bien, y cuando crezcas un poquito, te encontrarás hecho cura sin sentirlo, sabiendo tanto como el padre Bohigas, de Monserrat, ó el propio capellán de las Salesas Nuevas, que ahora sale á canónigo.

—Y yo, ¿seré canónigo, abuelito?

—¿Pues qué duda tiene?... y obispo, y hasta puede que llegues á Papa.

—¿El Papa es el que manda en todos los curas?...

—Justamente... ¡Ah! también verás allí un monumento de Semana Santa, que lo menos tiene mil piezas, qué sé yo cuántas estatuas, todo blanco y como de alfeñique. Parece que acaba de salir de la confitería.

—¿Y se come, abuelo, se come?—preguntó Cadalsito, tan vivamente interesado en todo aquello, que su casa, su abuela y sus tías se le borraron de la mente.

—¿Quién lo duda? Cuando te canses de jugar le pegas una dentellada—respondió Villaamil, ya vuelto tarumba, pues su imaginación se agotaba, y no sabía de qué echar mano.

Andaba el abuelo rápidamente por la acera de la calle Ancha, y á cada paso suyo daba Cadalsito tres, cogido de la mano paterna, ó más bien colgado. Don Ramón se detuvo bruscamente y giró sobre sí mismo, dirigiéndose hacia la parte alta de la calle, donde está el Hospital de la Princesa. Fijóse Luis en la incongruencia de esta dirección, y observó, impacientándose:

—Pero, abuelo, ¿no vamos á casa de la tía Quintina en la calle de los Reyes?

—Sí, hijo mío; pero antes daremos una vuelta por aquí para que tomes el sol.

En el cerebro del afligido anciano se determinó un retroceso súbito, semejante al rechazo de la enérgica idea que informaba todos los actos referentes á la cesión y traslado de su nieto. Éste seguía charla que te charla, preguntando sin cesar, tirándole á su abuelo del brazo cuando las respuestas no empalmaban inmediatamente con las interrogaciones. El abuelo contestaba por monosílabos, evasivamente, pues todo su espíritu se reconcentraba en la vida interior del pensar. Cabizbajo, fijos los ojos en el suelo como si contara las rayas de las baldosas, apechugaba con la cuesta, tirando de Luisito, el cual no advertía la congoja de su abuelo, ni el temblor de sus labios, articulando en baja voz la expresión de las ideas. «¿No es un verdadero crimen lo que voy á hacer, ó, mejor dicho, dos crímenes?... Entregar á mi nieto, y después... Anoche, tras larga meditación, me parecieron ambas cosas muy acertadas, y consecuencia la una de la otra. Porque si yo voy á... cesar de vivir muy pronto, mejor quedara Luis con los Cabreras que con mi familia... Y pensé que mi familia le criaría mal, con descuido, consintiéndole mil resabios... eso sin contar el peligro de que esté al lado de Abelarda, que volverá á las andadas cualquier día. Los Cabreras me son antipáticos; pero les tengo por gente ordenada y formal. ¡Qué diferencia de Pura y Milagros! Éstas, con su música y sus tonterías, no sirven para nada. Así pensé anoche, y me pareció lo más cuerdo que á humana cabeza pudiera ocurrirse... ¿Por qué me arrepiento ahora y me entran ganas de volver á casa con el chico? ¿Es que estará mejor con las Miaus que con Quintina? No, eso no... ¿Es que desmaya en mí la resolución salvadora que ha de darme libertad y paz? ¿Es que te da ahora el antojillo de seguir viviendo, cobarde? ¿Es que te halagan el cuerpo los melindres de la vida?»

Atormentado por cruelísima duda, Villaamil echó un gran suspiro, y sentándose en el zócalo de la verja del hospital que cae al paseo de Areneros, cogió las manos del niño y le miró fijamente, cual si en sus inocentes ojos quisiera leer la solución del terrible conflicto. El chico ardía de impaciencia; pero no se atrevió á dar prisa á su abuelo, en cuyo semblante notaba pena y cansancio.

—Dime, Luis—propuso Villaamil, abrazándole con cariño.—¿Quieres tú de veras irte con la tía Quintina? ¿Crees que estarás bien con ella, y que te educarán é instruirán los Cabreras mejor que en casa? Háblame con franqueza.

Puesta la cuestión en el terreno pedagógico, y descartado el aliciente de la juguetería eclesiástica, Luis no supo qué contestar. Buscó una salida, y al fin la halló:

—Yo quiero ser cura.

—Corriente; tú quieres ser cura y yo lo apruebo... Pero suponiendo que yo falte, que Pura y Milagros se vayan á vivir con Abelarda, señora de Ponce, ¿con quién te parece á ti que estarías mejor?

—Con la abuela y la tía Quintina juntas.

—Eso no puede ser.

Cadalsito alzó los hombros.

—«¿Y no temerías tú, si siguieras donde estabas, que mi hija se alborotase otra vez y te quisiera matar?

—No se alborotará—dijo Cadalsito con admirable sabiduría.—Ahora se casa y no volverá á pegarme.

—¿De modo que tú... no tienes miedo? Y entre la tía Quintina y nosotros, ¿qué prefieres?

—Prefiero... que vosotros viváis con la tía.

Ya tenía Villaamil abierta la boca para decirle: «Mira, hijo, todo eso que te he contado de los altaritos es música. Te hemos engañado para que no te resistieses á salir de casa»; pero se contuvo, esperando que el propio Luis esclareciese con alguna idea primitiva, sugerida por su inocencia, el problema tremendo. Cadalsito montó una pierna sobre la rodilla de su abuelo, y echándole una mano al hombro para sostenerse bien, se dejó decir:

—Lo que yo quiero es que la abuela y la tía Milagros se vengan á vivir con Quintina.

—¿Y yo?—preguntó el anciano, atónito de la preterición.

—¿Tú? Te diré. Ya no te colocan... ¿entiendes? ya no te colocan, ni ahora ni nunca.

—¿Por dónde lo sabes? (con el alma atravesada en la garganta).

—Yo lo sé. Ni ahora ni nunca... Pero maldita la falta que te hace.

—¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?

—Pues... yo... Te lo contaré; pero no lo digas á nadie... Veo á Dios... Me da así como un sueño, y entonces se me pone delante y me habla.

Tan asombrado estaba Villaamil, que no pudo hacer ninguna observación. El chico prosiguió:

—Tiene la barba blanca, es tan alto como tú, con un manto muy bonito... Me dice todo lo que pasa... y todo lo sabe, hasta lo que hacemos los chicos en la escuela...

—¿Y cuándo le has visto?

—Muchas veces: la primera en las Alarconas, después aquí cerca, y en el Congreso y en casa... Me da primero como un desmayo, me entra frío, y luego viene él y nos ponemos á charlar... ¿Qué, no lo crees?

—Sí, hijo, sí lo creo (con emoción vivísima); ¿pues no lo he de creer?

—Y anoche me dijo que no te colocarán, y que este mundo es muy malo, y que tú no tienes nada que hacer en él, y que cuanto más pronto te vayas al cielo, mejor.

—Mira tú lo que son las cosas: á mí me ha dicho lo mismo.

—¿Pero tú le ves también?

—No, tanto como verlo... no soy bastante puro para merecer esa gracia... pero me habla alguna vez que otra.

—Pues eso me dijo... Que morirte pronto es lo que te conviene, para que descanses y seas feliz.

El estupor de Villaamil fué inmenso. Eran las palabras de su nieto como revelación divina, de irrefragable autenticidad.

—¿Y á ti qué te cuenta el Señor?

—Que tengo que ser cura... ¿ves? lo mismo, lo mismito que yo deseaba... y que estudie mucho latín y aprenda pronto todas las cosas...

La mente del anciano se inundó, por decirlo así, de un sentido afirmativo, categórico, que excluía hasta la sombra de la duda, estableciendo el orden de ideas firmísimas á que debía responder en el acto la voluntad con decisión inquebrantable.

—Vamos, hijo, vamos á casa de la tía Quintina—dijo al nieto, levantándose y cogiéndole de la mano.

Le llevó aprisa, sin tomarse el trabajo de catequizarle con descripciones hiperbólicas de juguetes y chirimbolos sacro-recreativos. Al llamar á la puerta de Cabrera, Quintina en persona salió á abrir. Sentado en el último escalón, Villaamil cubrió de besos á su nieto, entrególe á su tía paterna, y bajó á escape sin siquiera dar á ésta los buenos días. Como al bajar creyese oir la voz del chiquillo que gimoteaba, avivó el paso y se puso en la calle con toda la celeridad que sus flojas piernas le permitían.

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