XLII

Era ya cerca de medio día, y Villaamil, que no se había desayunado, sintió hambre. Tiró hacia la plaza de San Marcial, y al llegar á los vertederos de la antigua huerta del Príncipe Pío, se detuvo á contemplar la hondonada del Campo del Moro y los términos distantes de la Casa de Campo. El día era espléndido, raso y bruñido el cielo de azul, con un sol picón y alegre; de estos días precozmente veraniegos en que el calor importuna más por hallarse aún los árboles despojados de hoja. Empezaban á echarla los castaños de Indias y los chopos; apenas verdegueaban los plátanos; y las soforas, gleditchas y demás leguminosas estaban completamente desnudas. En algunos ejemplares del árbol del amor se veían las rosadas florecillas, y los setos de aligustre ostentaban ya sus lozanos renuevos, rivalizando con los evonymus de perenne hoja. Observó Villaamil la diferencia de tiempo con que las especies arbóreas despiertan de la somnolencia invernal, y respiró con gusto el aire tibio que del valle del Manzanares subía. Dejóse ir, olvidado de su buen apetito, camino de la Montaña, atravesando el jardinillo recién plantado en el relleno, y dió la vuelta al cuartel, hasta divisar la sierra, de nítido azul con claros de nieve, como mancha de acuarela extendida sobre el papel por la difusión natural de la gota, obra de la casualidad más que de los pinceles del artista.

—¡Qué hermoso es esto!—se dijo soltando el embozo de la capa, que le daba mucho calor.—Paréceme que lo veo por primera vez en mi vida, ó que en este momento se acaban de crear esta sierra, estos árboles y este cielo. Verdad que en mi perra existencia llena de trabajos y preocupaciones, no he tenido tiempo de mirar para arriba ni para enfrente... Siempre con los ojos hacia abajo, hacia esta puerca tierra que no vale dos cominos, hacia la muy marrana Administración, á quien parta un rayo, y mirándoles las cochinas caras á Ministros, Directores y Jefes del Personal, que maldita gracia tienen. Lo que yo digo: ¡cuánto más interesante es un cacho de cielo, por pequeño que sea, que la cara de Pantoja, la de Cucúrbitas y la del propio Ministro!... Gracias á Dios que saboreo este gusto de contemplar la Naturaleza, porque ya se acabaron mis penas y mis ahogos, y no cavilo más en si me darán ó no me darán el destino; ya soy otro hombre, ya sé lo que es independencia, ya sé lo que es vida, y ahora me les paso á todos por las narices, y de nadie tengo envidia, y soy... soy el más feliz de los hombres. Á comer se ha dicho, y ole morena mía.

Dió un par de castañetazos con los dedos de ambas manos, y volviendo á liarse la capa, se dirigió hacia la cuesta de San Vicente, que recorrió casi toda, mirando las muestras de las tiendas. Por fin, ante una taberna de buen aspecto se detuvo murmurando: «Aquí deben de guisar muy bien. Entra, Ramón, y date la gran vida». Dicho y hecho. Un rato después hallábase el buen Villaamil sentado ante una mesa redonda, de cuatro patas, y tenía delante un plato de guisado de falda olorosísimo, un cubierto cachicuerno, jarro de vino y pan. «Da gusto—pensaba, emprendiéndola resueltamente con el guisote—encontrarse así, tan libre, sin compromisos, sin cuidarse de la familia... porque, en buena hora lo diga, ya no tengo familia; estoy solo en el mundo, solo y dueño de mis acciones... ¡Qué gusto, qué placer tan grande! El esclavo ha roto sus cadenas, y hoy se pone el mundo por montera, y ve pasar á su lado á los que antes le oprimían, como si viera pasar á Perico el de los Palotes... ¡Pero qué rico está este guisado de falda! En su vida compuso nada tan bueno la simple de Milagros, que sólo sabe hacerse los ricitos, y cantarse y mayarse por todo lo alto aquello de morrríamo, morrríamo... Parece un perrillo cuando le pellizcan el rabo... De veras está rica la falda... ¡Qué gracia tienen para sazonar en esta taberna! ¡Y qué persona tan simpática es el tabernero, y qué bien le sientan los manguitos verdes, los zapatos de alfombra y la gorra de piel! ¡Cuánto más guapo es que Cucúrbitas y que el propio Pantoja!... Pues señor, el vinillo es fresco y picón... Me gusta mucho. Efectos de la libertad de que gozo, de no importárseme un bledo de nadie, y de ver mi cabeza limpia de cavilaciones y pesadumbres. Porque todo lo dejo bien arregladito: mi hija se casa con Ponce, que es buen muchacho y tiene de qué vivir; mi nieto en poder de Quintina, que le educará mejor que su abuela... y en cuanto á esas dos pécoras, que carguen con ellas Abelarda y su marido... En resolución, ya no tengo que mantener el pico á nadie, ya soy libre, feliz, independiente, y me abro al cartaginés incautamente. ¡Qué dicha! Ya no tengo que discurrir á qué cristiano espetarle mañana la cartita pidiendo un anticipo. ¡Qué descanso tan grande haber puesto punto á tanta ignominia! El alma se me ensancha... respiro mejor, me ha vuelto el apetito de mi mocedad, y á cuantas personas veo me dan ganas de apretarles la mano y comunicarles mi felicidad».

Aquí llegaba del soliloquio, cuando entraron en la taberna tres muchachos, sin duda recién salidos del tren, con sendos morrales al hombro, vara en cinto, vestidos á usanza campesina, iguales en el calzado, que era de alpargata, y distintos en el sombrero, pues el uno lo traía de aparejo redondo, el otro boina y el tercero pañuelo de seda liado á la cabeza.

—¡Qué chicos tan gallardos!—dijo Villaamil contemplándoles embebecido, mientras ellos, bulliciosos y maleantes, pedían al tabernero algo con qué matar la feroz gazuza que traían.—¿Serán jóvenes labradores que han dejado la obscura pobreza de sus aldeas por venir á esta Babel á pretender un destino que les dé barniz de señorío y aire de personas decentes?... ¡Infelices! ¡Y qué gran favor les haría yo en desengañarles!

Sin más deliberación, se fué derecho á ellos diciéndoles:

—Jóvenes, pensad lo que hacéis. Aun estáis á tiempo. Volveos á vuestras cabañas y dehesas, y huid de este engañoso abismo de Madrid, que os tragará y os hará infelices para toda la vida. Seguid el consejo de quien os quiere bien, y volveos al campo.

—¿Qué dice este tío?—contestó el más despabilado de ellos, poniéndose al hombro la chaqueta, que se le había caído.—¡Otra que Dios con el abuelo! Somos quintos de este reemplazo, y como no nos presentemos nos afusilan...

—¡Ah! bueno, bueno... Si sois militares, la cosa muda de aspecto... Á defender la patria. Yo la defendí también, saliendo en una compañía de voluntarios cuando aquel pillo de Gómez se corrió hacia Madrid... Pero también os digo que no hagáis caso de lo que os prediquen vuestros jefes, y que os sublevéis á las primeras de cambio, hijos. Despreciad al gran pindongo del Estado... ¿No sabéis quién es el Estado?

Los tres chicos se reían, mostrando sus dentaduras sanas y frescas: sin duda les hacía mucha gracia la estantigua que tenían delante. Ninguno de ellos supo quién era el Estado, y tuvo Villaamil que explicárselo en esta forma:

—Pues el Estado es el mayor enemigo del género humano, y á todo el que coge por banda lo divide... Mucho ojo... sed siempre libres, independientes, y no tengáis cuenta con nadie.

Uno de los mozos sacó la vara del cinto y dió con ella tan fuerte golpe sobre la mesa, que por poco la parte en dos, gritando:

—Patrona, que tenemos mucha hambre. Por vida del condenado Solimán... Vengan esas magras.

Á Villaamil le cayó en gracia esta viveza de genio, y admiró la juventud, la sangre hirviente de los tres muchachos. El tabernero les rogó que esperasen minutos, y les puso delante pan y vino para que fueran matando el gusanillo. Pagó entonces Villaamil, y el tabernero, ya muy sorprendido de sus maneras originales, y teniéndole por tocado, se corrió á ofrecerle una copita de Cariñena. Aceptó el cesante, reconocido á tanta bondad, y tomando la copa y levantándola en alto, «brindó por la prosperidad del establecimiento». Los quintos berrearon:

—¡Madrid, cinco minutos de parada y fonda!... ¡Viva la Nastasia, la Bruna, la Ruperta y toas las mozas de Daganzo de Arriba!

Y como Villaamil elogiase, al despedirse del tabernero con mucha finura, el buen servicio y lo bien condimentado del guiso, el dueño le contestó:

—No hay otra como ésta. Fíjese en el rétulo: La Viña del Señor.

—No, si yo no he de volver. Mañana estaré muy lejos, amigo mío. Señores (volviéndose á los chicos y saludándoles sombrero en mano), conservarse. Gracias; que les aproveche... Y no olviden lo que les he dicho... ser libres, ser independientes... como el aire. Véanme á mí. Me pongo al Estado por montera... Hasta ahora...

Salió arrastrando la capa, y uno de los mozos se asomó á la puerta gritando:

—¡Eh... abuelo, agárrese, que se cae!... Abuelo, que se le han quedado las narices. Vuelva acá.

Pero Villaamil no oía nada, y siguió hacia arriba, buscando camino ó vereda por donde escalar la Montaña segunda vez. Encontróla al fin, atravesando un solar vacío y otro ya cercado para la edificación, y por último, después de dar mil vueltas y de salvar hondonadas y de trepar por la movediza tierra de los vertederos, llegó á la explanada del cuartel y lo rodeó, no parando hasta las vertientes áridas que desde el barrio de Argüelles descienden á San Antonio de la Florida. Sentóse en el suelo y soltó la capa, pues el vino por dentro y el sol por fuera le sofocaban más de lo justo.

—¡Qué tranquilo he almorzado hoy! Desde mis tiempos de muchacho, cuando salimos en persecución de Gómez, no he sido tan dichoso como ahora. Entonces no era libre de cuerpo; pero de espíritu sí, como en el momento presente; y no me ocupaba de si había ó no había para mandar mañana á la plaza. Esto de que todos los días se ha de ir á la compra es lo que hace insoportable la vida... Á ver, esos pajarillos tan graciosos que andan por ahí picoteando, ¿se ocupan de lo que comerán mañana? No; por eso son felices; y ahora me encuentro yo como ellos, tan contento, que me pondría á piar si supiera, y volaría de aquí á la Casa de Campo, si pudiese. ¿Por qué razón Dios, vamos á ver, no le haría á uno pájaro, en vez de hacerle persona?... Al menos que nos dieran á elegir. Seguramente nadie escogería ser hombre, para estar descrismándose luego por los empleos y obligado á gastar chistera, corbata, y todo este matalotaje que, sobre molestar, le cuesta á uno un ojo de la cara... Ser pájaro sí que es cómodo y barato. Mírenlos, mírenlos tan campantes, pillando lo que encuentran, y zampándoselo tan ricamente... Ninguno de éstos estará casado con una pájara que se llame Pura, que no sabe ni ha sabido nunca gobernar la casa, ni conoce el ahorro...

Como viera los gorriones delante de sí, á distancia de unas cuatro varas, acercándose á brincos, cautelosos y audaces, para rebuscar en la tierra, sacó el buen hombre de su bolsillo el pan sobrante del almuerzo que había guardado en la taberna, y desmigajándolo, lo arrojó á las menudas aves. Aunque el movimiento de sus manos espantó á los animalitos, pronto volvieron, y descubierto el pan, ya se colige que cayeron sobre él como fieras. Villaamil sonreía y se esponjaba observando su voracidad, sus graciosos meneos y aquellos saltitos tan cucos. Al menor ruido, á la menor proyección de sombra ó indicio de peligro, levantaban el vuelo; pero su loco apetito les traía pronto al mismo lugar.

—Coman, coman tranquilos—les decía mentalmente el viejo, embelesado, inmóvil, para no asustarlos...—Si Pura hubiera seguido vuestro sistema, otro gallo nos cantara. Pero ella no entiende de acomodarse á la realidad. ¿Cabe algo más natural que encerrarse en los límites de lo posible? Que no hay más que patatas... pues patatas... Que mejora la situación y se puede ascender hasta la perdiz... pues perdiz. Pero no señor, ella no está contenta sin perdiz á diario. De esta manera llevamos treinta años de ahogos, siempre temblando; cuando lo había, comiéndonoslo á trangullones como si nos urgiese mucho acabarlo; cuando no, viviendo de trampas y anticipos. Por eso, al llegar la colocación ya debíamos el sueldo de todo un año. De modo que perpetuamente estábamos lo mismo, á ti suspiramos, y mirando para las estrellas... ¡Treinta años así, Dios mío! Y á esto llaman vivir. «Ramón, ¿qué haces que no te diriges á tal ó cual amigo?... Ramón, ¿en qué piensas? ¿Crees que somos camaleones?... Ramón, determínate á empeñar tu reloj, que la niña necesita botas... Ramón, que yo estoy descalza, y aunque me puedo aguantar así unos días, no puedo pasarme sin guantes, pues tenemos que ir al beneficio de la Furranguini... Ramón, dile al habilitado que te anticipe quinientos reales; son tus días, y es preciso convidar á las de tal ó cual... Ramón...» ¡Y que yo no haya sido hombre para trincar á mi mujer y ponerle una mordaza en aquella boca, que debió de hacérsela un fraile, según es de pedigüeña! ¡Cuidado que soportar esto treinta años!... Pero ya, gracias á Dios, he tenido valor para soltar mi cadena y recobrar mi personalidad. Ahora yo soy yo, y nadie me tose, y por fin he aprendido lo que no sabía: á renegar de Pura y de toda su casta, y á mandarlos á todos á donde fué el padre Padilla.

No pudiendo reprimir su entusiasmo y alegría, dió tales manotadas, que los pájaros huyeron.

Share on Twitter Share on Facebook