XVI

Siempre que Víctor entraba en la casa, mirábale Abelarda cual si llegase de regiones sociales muy superiores. En su andar lo mismo que en sus modales, en su ropa lo mismo que en su cabellera, traía Víctor algo que se despegaba de la pobre vivienda de las Miaus, algo que reñía con aquel hogar destartalado y pedestre. Y las entradas y salidas de Cadalso eran muy irregulares. Á menudo comía de fonda con sus amigos; iba al teatro un día sí y otro también; y hasta se dió el caso de pasarse toda la noche fuera. No siempre estaba de buen talante; tenía rachas de tristeza, durante las cuales no se le sacaba palabra en todo el día. Pero otros estaba muy parlanchín, y como sus suegros no le hacían maldito caso, despachábase con su hermana política. Los ratos de plática á solas, no eran muchos; pero él sabía aprovecharlos, conociendo el dinamismo de su persona y de su conversación sobre el turbado espíritu de la insignificante.

Luisito andaba malucho, llegando su desazón al punto de guardar cama: doña Pura y Milagros fueron aquella noche al Real, Villaamil al café, en busca de noticias de la combinación, y Abelarda se quedó cuidando al chiquillo. Cuando menos lo pensaba, llaman á la puerta. Era Víctor, que entró muy gozoso, tarareando un tango zarzuelero. Enteróse de la enfermedad de su hijo, que ya estaba durmiendo, le oyó respirar, reconoció que la fiebre, caso de haberla, era levísima, y después se puso á escribir cartas en la mesa del comedor. Su cuñada le vigilaba con disimulo; dos ó tres veces pasó por detrás de él fingiendo tener que trastear algo en el aparador, y echando furtiva ojeada sobre lo que escribía. Carta de amores era sin duda por lo larga, por lo metido de la letra y por la febril facilidad con que Víctor plumeaba. Pero no pudo sorprender ni una frase ni una sílaba. Concluida la misiva, Cadalso trabó conversación con la joven, que salió á coser al comedor.

—Oye una cosa—le dijo, apoyando el codo en la mesa y la cara en la palma de la mano.—Hoy he visto á tu Ponce. ¿Sabes que he variado de opinión? Te conviene; es buen muchacho, y será rico cuando se muera su tío el notario, de quien dicen va á ser único heredero... Porque no hemos de atendernos al criterio del amigo Ruiz según el cual no hay felicidad como estar á la cuarta pregunta... Si Federico tuviera razón, y yo me dejara llevar de mis sentimientos, te diría que Ponce no te conviene, que te convendría más otro; yo, por ejemplo...

Abelarda se puso pálida, desconcertándose de tal modo, que sus esfuerzos por reir no le dieron resultado alguno.

—¡Qué tonterías dices!... ¡Jesús, siempre has de estar de broma!

—Bien sabes tú que esto no lo es (poniéndose muy serio). Hace dos años, una noche, cuando vivíais en Chamberí, te dije: «Abelardilla, me gustas. Siento que el alma se me desmigaja cuando te veo...» ¿Á que no te acuerdas? Tú me contestaste que... No sé cómo fué la contestación; pero venía á significar que si yo te quería, tú... también.

—¡Ay, qué embustero!... ¡Quita allá! Yo no dije tal cosa.

—Entonces, ¿lo soñé yo?... Como quiera que sea, después te enamoraste locamente de esa preciosidad de Ponce.

—Yo... enamorarme... Tú estás malo.. Pues sí, pongamos que me enamoré. ¿Y á ti qué te importa?

—Me importa, porque en cuanto yo me enteré de que tenía un rival, volví mi corazón hacia otra parte. Para que veas lo que es el destino de las personas: hace dos años estuvimos casi á punto de entendernos; hoy la desviación es un hecho. Yo me fuí, tú te fuiste, nosotros nos fuimos. Y al encontrarnos otra vez, ¿qué pasa? Yo estoy en una situación muy rara con respecto á ti. El corazón me dice: «enamórala», y en el mismo momento sale, no sé de dónde, otra voz que me grita: «mírala y no la toques».

—¿Qué me importa á mí nada de eso (ahogándose), si yo no te quiero á ti ni pizca ni te puedo querer?

—Lo sé, lo sé... No necesitas jurármelo. Hemos convenido en que no tiene el diablo por dónde desecharme. Me aborreces, como es lógico y natural. Pues mira tú lo que son las cosas. Cuando una persona me aborrece, á mí me dan ganas de quererla, y á ti te quiero, porque me da la gana, ya lo sabes, ea... y ole morena, como dice tu papá.

—¡Qué cosas tienes!... ¡Ay, qué tonto! (proponiéndose estar seria, y echándose á reir).

—No, si yo no te engaño ni te engañaré nunca. Créasla ó no la creas, allá va la verdad. Te quiero y no debo quererte, porque eres demasiado angelical para mí. No puedes ser mía sino por el matrimonio, y el matrimonio, esa máquina absurda que sólo funciona bien para las personas vulgares, no nos sirve en estos momentos. Bueno ó malo, como tú quieras suponerme, tengo, aunque parezca inmodestia, una misión que cumplir: aspiro á algo peligroso y difícil, para lo cual necesito ante todo libertad; corro desalado hacia un fin, al cual no llegaría si no fuera solo. Acompañado me quedaré á la mitad del camino. Adelante, adelante siempre (con afectación teatral). ¿Qué impulso me arrastra? La fatalidad, fuerza superior á mis deseos. Vale más estrellarse que retroceder. No puedo volver atrás ni llevarte conmigo. Temo envilecerte. Y si tuvieras la inmensa desgracia de ser mujer de este miserable... (cerrando los ojos y extendiendo la mano como para apartar una sombra). No, rechacemos con energía semejante idea... Te quiero lo bastante para no traerte jamás á mi lado. Si algún día... (con sonsonete declamatorio), si algún día me alucino y cometo la torpeza insigne de decirte que te amo, de pedirte tu amor, despréciame; no te dejes llevar de tu inmensa bondad; arrójame de ti como á un animal dañino, porque más te valiera morir que ser mía.

—Pero di, ¿te has propuesto marearme? (trémula y disimulando su turbación con la tentativa frustrada de enhebrar una aguja). ¿Qué disparates son esos que me dices? Si yo no he de... hacerte caso... ¿Á qué viene eso de que me mate ó que me muera ó que me lleven los demonios?

—Ya sé que no me quieres. Lo único que te pido, y te lo pido como un favor muy grande, es que no me aborrezcas, que me tengas compasión. Déjame á mí, que yo me entiendo solo, guardando con avaricia estas ideas para consolarme con ellas. En medio de mis desgracias, que tú no conoces, tengo un alivio, y es saber vivir en lo ideal y fortificar mi alma con ello. Tu destino es muy diferente al mío, Abelarda. Sigue tu senda, que yo voy por la mía, llevado de mi fiebre y de la rapidez adquirida. No contrariemos la fatalidad que todo lo rige. Quizás no volvamos á encontrarnos. Antes de que nos separemos, te voy á dar un consejo: si Ponce no te es desagradable, cásate con él. Basta con que no te sea desagradable. Si no te gusta, si no encuentras otro que tenga los ojos menos húmedos, renuncia al matrimonio... Es el consejo de quien te quiere más de lo que tú piensas... Renuncia al mundo, entra en un convento, conságrate á un ideal y á la vida contemplativa. Yo no tengo la virtud de la resignación, y si no consigo llegar á donde pienso, si mi sueño se convierte en humo, me pegaré un tiro.

Lo dijo con tanta energía y tal acento de verdad, que Abelarda se lo creyó, más impresionada por aquel disparate que por los otros que acababa de oir.

—No harás tal. ¡Matarte! Eso sí que no me haría gracia... (cazando al vuelo una idea). Pero ¡quiá! todo eso de la desesperación y el tirito es porque tienes por ahí algún amor desgraciado. Alguien habrá que te atormenta. Bien merecido lo tienes, y yo me alegro.

—Pues mira, hija (variando de registro), lo has dicho en broma, y quizás, quizás aciertes...

—¿Tienes novia? (fingiendo indiferencia).

—Novia, lo que se dice novia... no.

—Vamos, algún amor.

—Llámalo fatalidad, martirio...

—Dale con la dichosa fatalidad... Di que estás enamorado.

—No sé qué responderte (afectando una confusión bonita y muy del caso). Si te digo que sí, miento; y si te digo que no, miento también. Y habiéndote asegurado que te quiero á ti, ¿en qué juicio cabe la posibilidad de interesarme por otra? Todo ello se explicará distinguiendo entre un amor y otro amor. Hay un cariño santo, puro y tranquilo, que nace del corazón, que se apodera del alma y llega á ser el alma misma. No confundamos este sentimiento con las ebulliciones enfermizas de la imaginación, culto pagano de la belleza, anhelo de los sentidos, en el cual entra también por mucho la vanidad, fundada en la jerarquía de quien nos ama. ¿Qué tiene que ver esta desazón, accidente y pasatiempo de la vida, con aquella ternura inefable que inspira al alma deseo de fundirse con otra alma, y á la voluntad el ansia del sacrificio...?

No siguió, porque con sutil instinto comprendía que la excesiva sutileza le llevaba á la ridiculez. Para la pobre Abelarda, estos conceptos ardorosos, pronunciados con cierta mímica elegante por aquel hombre guapísimo que, al decirlos, ponía en sus ojos negros expresión tan dulce y patética, eran lo más elocuente que había oído en su vida, y el alma se le desgarraba al escucharlos. Comprendiendo el efecto, Víctor buscaba en su mente discursiva nuevos arbitrios para seguir sorbiendo el seso á la cuitada joven. Allí le soltó algunas frases más, paradójicas y acaloradas, en contradicción con las anteriores; pero Abelarda no se fijaba en lo contradictorio. La honda impresión de los últimos conceptos borraba en su mente la de los primeros, y se dejaba arrastrar por aquel torbellino, entre un hervidero de sentimientos encontrados, curiosidad, amor, celos, gozo y rabia. Víctor doraba sus mentiras con metáforas y antítesis de un romanticismo pesimista que está ya mandado recoger. Mas para la señorita Villaamil, la quincalla deslucida y sin valor era oro de ley, pues su escasa instrucción no le permitía quilatar los textos olvidados de que Víctor tomaba aquella monserga de la fatalidad. El volvió á la carga, diciéndole en tono un tanto lúgubre:

—No puedo seguir hablando de esto. Lo que no debe ser, no es. Comprendo que convendría más entregarme á ti... quizás me salvarías. Pero no, no me quiero salvar. Debo perderme, y llevarme conmigo este sentimiento que no merecí, este rayo celestial que guardo con susto como si lo hubiera robado.. En mí tienes un trasunto del Prometeo de la fábula. He arrebatado el fuego celeste, y en castigo de esto, un buitre me roe las entrañas.

Abelarda, que no sabía nada de Prometeo, se asustó con aquello del buitre; y el otro, satisfecho de su triunfo, prosiguió así:

—Soy un condenado, un réprobo... No puedo pedirte que me salves, porque la fatalidad lo impediría. Por tanto, si ves que me llego á ti y te digo que te quiero, no me creas... es mentira, es un lazo infame que te tiendo; despréciame, arrójame de tu lado; no merezco tu cariño, ni tu compasión siquiera...

La insignificante, con inmensa pena y desaprobación de sí misma, pensó: «Soy tan pava y tan vulgar, que no se me ocurre nada qué responder á estas cosas tan remontadas y tan sentidas que me está diciendo». Dió un gran suspiro y le miró, con vivos deseos de echarle los brazos al cuello exclamando: «Te quiero yo á ti más de lo que tú puedes suponer. Pero no hagas casos de mí, no merezco nada, ni valgo lo que tú. Quiero gozarme en la amargura de quererte sin esperanza».

Víctor, sosteniéndose la cabeza con ambas manos, espaciaba sus distraídos ojos por el hule de la mesa, ceñudo y suspirón, haciéndose el romántico, el no comprendido, algo de ese tipo de Manfredo, adaptado á la personalidad de mancebos de botica y oficiales de la clase de quintos. Después la miró con extraordinaria dulzura, y tocándole el brazo, le dijo: «¡Ah! ¡cuánto te hago sufrir con estas horribles misantropías que no pueden interesarte! Perdóname; te ruego que me perdones. No estoy tranquilo si no dices que sí. Eres un ángel, no soy digno de ti, lo reconozco. Ni siquiera aspiro á merecerte; sería insensato atrevimiento. Sólo pretendo por ahora que me comprendas... ¿Me comprenderás?»

Abelarda llegaba ya al límite de sus esfuerzos por disimular el ansia y la turbación. Pero su dignidad podía mucho. No quería entregar el secreto de su alma, sin defenderlo hasta morir; y al cabo, con supremo heroísmo, soltó una risa que más bien parecía la hilaridad espasmódica que precede á un ataque de nervios, diciendo á Cadalso:

—Vaya si te comprendo... Te haces el pillo, te haces el malo... sin serlo, para engañarme. Pero á mí no me la pegas... Tonto de capirote... yo sé más que tú. Te he calado. ¿Qué manía de que te aborrezcan, si no lo has de conseguir?...

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