XVII

Luisito empeoró. Tratábase de un catarro gástrico, achaque propio de la infancia, y que no tendría consecuencias, atendido á tiempo. Víctor, intranquilo, trajo al médico, y aunque su vigilancia no era necesaria porque las tres Miaus cuidaban con mucho cariño al enfermito, y hasta se privaron durante varias noches de ir á la ópera, no cesaba de recomendar la esmerada asistencia, observando á todas horas á su hijo, arropándole para que no se enfriara y tomándole el pulso. Á fin de entretenerle y alegrar su ánimo, cosa muy necesaria en las enfermedades de los niños, le llevó algunos juguetes, y su tía Quintina también acudió con las manos llenas de cromos y estampas de santos, el entretenimiento favorito de Luis. Debajo de las almohadas llegó á reunir un sinnúmero de baratijas y embelecos, que sacaba á ciertas horas para pasarles revista. En aquellas noches de fiebre y de mal dormir, Cadalsito se había imaginado estar en el pórtico de las Alarconas ó en el sillar de la explanada del Conde-Duque; pero no veía á Dios, ó, mejor dicho, sólo le veía á medias. Presentábasele el cuerpo, el ropaje flotante y de incomparable blancura; á veces distinguía confusamente las manos, pero la cara no. ¿Por qué no se dejaba ver la cara? Cadalsito llegó á sentir gran aflicción, sospechando que el Señor estaba enfadado con él. ¿Y por qué causa?... En una de las estampitas que su padre le había traído, estaba Dios representado en el acto de fabricar el mundo. ¡Cosa más fácil!... Levantaba un dedo, y salían el cielo, el mar, las montañas... Volvía á levantar el dedo, y salían los leones, los cocodrilos, las culebras enroscadas y el ligero ratón... Pero la lámina aquélla no satisfacía al chicuelo. Cierto que el Señor estaba muy bien pintado; pero no era, no, tan guapo y respetuoso como su amigo.

Una mañana, hallándose ya Luis limpio de calentura, entró su abuelo á visitarle. Parecióle al chico que Villaamil sufría en silencio una gran pena. Ya, antes de llegar el viejo, había oído Luis un run-run entre las Miaus, que le pareció de mal agüero. Se susurraba que no había sitio en la combinación. ¿Cómo se sabía? Cadalsito recordaba que por la mañana temprano, en el momento de despertar, había oído á doña Pura diciendo á su hermana: «Nada por ahora... Valiente mico nos han dado. Y no hay duda ya; me lo ha dicho Víctor, que lo averiguó anoche en el Ministerio».

Estas palabras, impresas en la mente del chiquillo, las relacionó luego con la cara de ajusticiado del abuelo cuando entró á verle. Luis, como niño, asociaba las ideas imperfectamente, pero las asociaba, poniendo siempre entre ellas afinidades extrañas sugeridas por su inocencia. Si no hubiera conocido á su abuelo como le conocía, le habría tenido miedo en aquella ocasión, porque en verdad su cara era cual la de los ogros que se zampan á las criaturas... «No le colocan», pensó Luisito, y al decirlo juntaba otras dos ideas en su mente aún turbada por la mal extinguida calentura. La dialéctica infantil es á voces de una precisión aterradora, y lo prueba esto razonamiento de Cadalsito: «Pues si no le quiere colocar, no sé por qué se enfada Dios conmigo y no me enseña la cara. Más bien debiera yo estar enfadado con él».

Villaamil se puso á dar paseos por la habitación, con las manos en los bolsillos. Nadie se atrevía á hablarle. Luis sintió entonces congojosa pena que le abatía el ánimo: «No le colocan—pensaba,—porque yo no estudio, ¡contro! porque no me sé las condenadas lecciones». Pero al punto la dialéctica infantil resurgió para acudir á la defensa del amor propio: «¿Pero cómo he de estudiar si estoy malo?... Que me ponga bueno él, y verá si estudio»»

Entró Víctor, que venía de la calle, y lo primero que hizo fué darle un abrazo á Villaamil, cortando sus pasos de fiera enjaulada. Doña Pura y Abelarda hallábanse presentes.

—No hay que abatirse ante la desgracia—dijo Víctor al hacer la demostración afectuosa, que Villaamil, por más señas, recibió de malísimo temple.—Los hombres de corazón, los hombres de fibra, tienen en sí mismos la fuerza necesaria para hacer frente á la adversidad... El Ministro ha faltado una vez más á su palabra, y han faltado también cuantos prometieron apoyarle á usted. Que Dios les perdone, y que sus conciencias negras les acusen con martirio horrible del mal que han hecho.

—Déjame, déjame—replicó Villaamil, que estaba como si le fueran á dar garrote.

—Bien sé que el varón fuerte no necesita consuelos de un hombre vulgar como yo. ¿Qué ha sucedido aquí? Lo natural, lo lógico en estas sociedades corrompidas por el favoritismo. ¿Qué ha pasado? Que al padre de familia, al hombre probo, al funcionario de mérito, envejecido en la Administración, al servidor leal del Estado que podría enseñar al Ministro la manera de salvar la Hacienda, se le posterga, se le desatiende y se le barre de las oficinas como si fuera polvo. Otra cosa me sorprendería; esto no. Pero hay más. Mientras se comete tal injusticia, los osados, los ineptos, los que no tienen conciencia ni título alguno, apandan la plaza en premio de su inutilidad. Contra esto no queda más recurso que retirarse al santuario de la conciencia y decir: «Bien. Me basta mi propia aprobación».

Víctor, al expresarse con tanta filosofía, miraba á doña Pura y á Abelarda, que estaban muy conmovidas y á dos dedos de llorar. Villaamil no decía palabra, y con la cara lívida y la mandíbula temblorosa había vuelto á sus paseos.

—Nada me sorprende—añadió Víctor, desbordándose en sacrosanta indignación.—Esto está tan podrido, que va á resultar la cosa más chocante del mundo: mientras á este hombre, que debiera ser Director general, lo menos, se le desatiende y se le manda á paseo, yo, que ni valgo nado, ni soy nada y tengo tan cortos servicios, yo... créanlo ustedes, yo, cuando esté más descuidado, me encontraré con el ascenso que he pedido. Así es el mundo, así es España y así nos vamos educando todos en el desprecio del Estado, y atizando en nuestra alma el rescoldo de las revoluciones. Al que merece, desengaños; al que no, confites. Esta es la lógica española. Todo al revés; el país de los viceversas... Y yo, que estoy tranquilo, que no me apuro, que no tengo tampoco necesidades, que desprecio la credencial y á quien me la ofrece, seré colocado, mientras el padre de familia, cargado de obligaciones, el que por su respetabilidad, por sus servicios, se hacía tan fundadamente la ilusión de que...

—Yo no me hacía ilusiones, ni ese es el camino—dijo bruscamente y con arrebato de ira don Ramón, elevando las manos hasta muy cerca del techo.—Yo no tuve nunca esperanzas... yo no creí que me colocasen, ni lo volveré á creer jamás. ¡Vaya, que es tema el de esta gente! Si yo no esperé nada... ¿Cómo se ha de decir? De veras parece que entre todos os proponéis freirme la sangre.

—Hijo, cualquiera diría que es crimen tener esperanzas—observó doña Pura.—Pues las tengo, y ahora más que nunca. Habrá otra combinación. Te lo han prometido, y á la fuerza te lo han de cumplir.

—¡Claro!—dijo Víctor, contemplando á Villaamil con filial interés.—Y, sobre todo, no conviene apurarse. Venga lo que viniere, puesto que todo es injusticia y sinrazón, si á mí me ascienden, como espero, mi suerte compensará la desgracia de la familia. Yo soy deudor á la familia de grandes favores. Por mucho que haga, no los podré pagar. He sido malo; pero ahora me da, no diré que por ser bueno, pues lo veo difícil, pero sí porque se vayan olvidando mis errores... La familia no carecerá de nada mientras yo tenga un pedazo de pan.

Agobiado por sentimientos de humillación, que caían sobre su alma como un techo que se desploma, Villaamil dió un resoplido y salió del cuarto. Siguióle su mujer, y Abelarda, dominada por impresiones muy distintas de las de su padre, se volvió hacia la cama de Luis, fingiendo arroparle, para esconder su emoción, mientras discurría: «No, lo que es de malo no tiene nada. No lo creeré, dígalo quien lo diga».

—Abelarda—insinuó él melosamente, después de un rato de estar solos con el pequeño.—Yo bien sé que á ti no necesito repetirte lo que he manifestado á tus padres. Tú me conoces algo, me comprendes algo; tú sabes que míentras yo tenga un mendrugo de pan, vosotros no habéis de carecer de sustento; poro á tus padres he de decírselo y aun probárselo para que lo crean. Tienen muy triste idea de mí. Verdad que no se pierde en dos días una mala reputación. ¿Y cómo no había de brindar á ustedes ayuda, á no ser un monstruo? Si no lo hiciera por los mayores, tendría que hacerlo por mi hijo, criado en esta casa, por este ángel, que más os quiere á vosotros que á mí... y con muchísima razón.

Abelarda acariciaba á Luis, tratando de ocultar las lágrimas que se le agolpaban á los ojos, y el pequeñuelo, viéndose tan besuqueado y oyendo aquellas cosas que papá decía y que le sonaban á sermón ó parrafada de libro religioso, se enterneció tanto, que rompió á llorar como una Magdalena. Ambos se esforzaron en distraer su espíritu, riendo, diciéndole chuscadas festivas ó inventando cuentos.

Por la tarde, el muchacho pidió sus libros, lo que admiró á todos, pues no comprendían que quien tan poco estudiaba estando bueno, quisiese hacerlo hallándose encamado. Tanto se impacientó él, que le dieron la Gramática y la Aritmética, y las hojeaba, cavilando así: «Ahora no, porque se me va la vista; pero en cuanto yo pueda, ¡contro! me lo aprendo enterito... y veremos entonces... ¡veremos!»

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