XXI

Aunque las esperanzas de los Villaamil, apenas segadas en flor, volvían á retoñar con nueva lozanía, el atribulado cesante las daba siempre por definitivamente muertas, fiel al sistema de esperar desesperando. Sólo que su pesimismo se avenía mal con el furor de escribir cartas y de mover cuantas teclas pudiesen comunicar vibración á la desmayada voluntad del Ministro. «Todo eso de esperar vacante, es música—decía.—Yo sé que cuando quieren hacer las cosas, las hacen saltando por cima de las vacantes y hasta por cima de las leyes. Ni que fuéramos tontos. He visto mil veces el caso de entrar un prohombre en el Ministerio, navaja en mano, pedir una credencial de las gordas; el Ministro ¡zas! llama al Jefe del personal... «No hay vacante...» «Pues hacerla». ¡Pataplún! allá te va, caiga el que caiga... ¿Pero dónde está mi prohombre? ¿Qué personaje de campanillas entrará en el despacho del Ministro con cara feroce diciendo: «De aquí no me muevo hasta que me den... eso?» ¡Ay, Dios mío, qué desgraciado soy y cómo me voy quedando fuera de juego!... Con esta Restauración maldita, epílogo de una condenada Revolución, ha salido tanta gente nueva, que ya se vuelve uno á todos lados sin ver una cara conocida. Cuando un D. Claudio Moyano, un D. Antonio Benavides ó un Marqués de Novaliches le dicen á uno: «Amigo Villaamil, ya estamos mandados recoger», es que el mundo se acaba. Bien dice Mendizábal, que la política ha caído en manos de mequetrefes».

Para distraer su pena y olfatear nombramientos ajenos, ya que en el suyo afectaba no creer, ó realmente no creía, iba por las tardes al Ministerio de Hacienda, en cuyas oficinas tenía muchos amigos de categorías diversas. Allí se pasaba largas horas, charlando, enterándose del expedienteo, fumando algún cigarrillo, y sirviendo de asesor á los empleados noveles ó inexpertos que le consultaban sobre cualquier punto obscuro de la enrevesada Administración.

Profesaba Villaamil entrañable cariño á la mole colosal del Ministerio; la amaba como el criado fiel ama la casa y familia cuyo pan ha comido durante luengos años; y en aquella época funesta de su cesantía, visitábala él con respeto y tristeza, como sirviente despedido que ronda la morada de donde le expulsaron, soñando en volver á ella, Atravesaba el pórtico, la inmensa crujía que separa los dos patios, y subía despacio la monumental escalera, encajonada entre gruesos muros, que tiene algo de feudal y de carcelario á la vez. Casi siempre encontraba por aquellos tramos á algún empleado amigote que subía ó bajaba. «Hola, Villaamil, ¿qué tal?»—«Vamos tirando». Al llegar al principal titubeaba antes de decidir si entraría en Aduanas ó en el Tesoro, pues en ambas Direcciones le sobraban conocidos; pero en el segundo prefería siempre Contribuciones á Propiedades. Los porteros le saludaban; y como Villaamil era tan afable, siempre echaba un párrafo con ellos. Si era tarde, les encontraba con la paletada de brasas, resto de las chimeneas, cuyo último fuego sirve para alimentar los braseros de las porterías; si temprano, llevando papeles de una oficina á otra ó transportando bandejas con vasos de agua y azucarillos. «Hola, Bermejo, ¿cómo va?»—«Tal cual, D. Ramón, y sintiendo mucho no verle á usted todos los días por aquí».—«Dígame, ¿y Ceferino?»—«Ha pasado á Impuestos. El pobre Cruz fué el que cascó».—«¿Qué me cuenta usted? Hombre, ¡si le vi el otro día tan bueno y tan sano!... ¡Qué mundo éste! Vamos quedando pocos de aquella fecha. Cuando yo entré aquí en tiempos de D. Juan Bravo Murillo, ya estaba Cruz en la casa... Mire usted si ha llovido... Pobre Cruz, lo siento».

El mejor amigo entre los muchos buenos que Villaamil tenía en aquella casa era D. Buenaventura Pantoja, de quien algo sabemos ya, padre de Virginia Pantoja, una de las actrices del coliseo doméstico de las Miaus. Visitaba con preferencia D. Ramón la oficina de tan excelente y antiguo compañero (Contribuciones), del cual había sido jefe: tomaba asiento en la silla más próxima á la mesa; le revolvía los papeles si no estaba allí, y si estaba, trabábase entre los dos sabroso coloquio de chismografía burocrática.

«—¿Sabes...?—decía Pantoja.—Hoy salieron calentitos dos oficiales primeros y un jefe de Administración. Ayer estuvo ese fantoche (aquí el nombre de cualquier célebre político), y claro, á rajatabla. Lo que yo te digo: cuando quieren hacer las cosas, saltan por cima de todo.

—Sea por amor de Dios—respondía Villaamil, dando un doliente suspiro que ponía trémulas las hojas de papel más cercanas».

Aquel día tardó mucho el buen hombre en fondear ante la mesa de Pantoja. Á cada paso saltaban conocidos. Uno salía por aquí, aferrando legajos atados con balduque; otro entraba presuroso por allá, retrasado y temiendo un regaño del jefe. «¿Cuánto bueno?... ¿Qué tal, Villaamil?»—«Hijo, defendiéndonos». La oficina de Pantoja formaba parte de un vastísimo salón, dividido por tabiques como de dos metros de alto. El techo era común á los distintos departamentos, y en la vasta capacidad se veían los tubos de las estufas, largos y negros, quebrados en ángulo recto para tomar la horizontal, horadando las paredes. Llenaba aquel recinto el estridor sonoro de los timbres, voz lejana de los jefes, llamando sin cesar á sus subalternos. Como era la hora en que entran los rezagados, en que los madrugadores almuerzan, en que otros toman café, que mandan traer de la calle, no reinaba allí el silencio propicio al trabajo mental; antes, todo se volvía cierres de puertas, risas, traqueteo de loza y cafeteras, gritos y voces impacientes.

Villaamil entró en la sección, saludando á diestro y siniestro. Allí estaba de oficial tercero el cojo Guillén, muy amigo de la familia Villaamil, tertuliano asiduo, apuntador en la pieza que se iba á representar. Era, por más señas, tío del famoso Posturitas, amigo y émulo de Luisito Cadalso, y vivía con sus hermanas, dueñas de la casa de empréstamos. Tenía fama Guillén de mordaz y maleante, capaz de tomarle el pelo al lucero del alba. En la oficina escribía juguetes cómicos groseros y verdes, algún dramón espeluznante, que nunca llegaría á arrostrar las candilejas; dibujaba caricaturas y rimaba sátiras contra la mucha gente ridícula de la casa. También había por allí un aspirantillo, hijo del Director del Tesoro, que apenas frisaba en los diez y seis y cobraba sus cinco mil reales, listo como una pólvora, apto para traer y llevar recados de oficina en oficina. Oficial segundo era un tal Espinosa, señorito elegante, de carrera improvisada y raya en el polo, con mucho requilorio en el vestir y bastantes gazapos en la ortografía; buen muchacho, que no se formalizaba nunca por las cargantes bromas de Guillén. Pero el más característico de todos era un tal Argüelles y Mora, oficial segundo, perfecta parodia de un caballero del tiempo de Felipe IV: pequeño, genuino gato de Madrid, rostro enjuto y color de cera, bigote y perilla teñidos de negro, melenas largas y bien atusadas. Para que el tipo resultase más cabal, usaba cierta capita corta y negra, que parecía un desecho del guardarropa de Quevedo. El sombrero era hongo chato, achambergado, con un dedo de grasa. Lástima que no llevara golilla; mas aun sin ella, era un acabado tipo de alguacil. En sus tiempos tuvo pretensiones de guapeza, originalidad y elegancia; pero ya sus espaldas tiraban á corcovarse, y su rostro, con los pelos pintados, tenía un sello de vigilia forzoso que daba compasión. Tocaba la trompa en un teatro. Llamábanle sus compañeros el padre de familia, porque en todas las conversaciones burocráticas traía á colación la multitud de bocas que tenía que mantener con el mezquino y descontado sueldo de doce mil reales. Había tres ó cuatro empleados más, algunos taciturnos y atentos á su obligación, repartidos en varias mesas, á distancia respetuosa de la del jefe, próxima á la ventana que daba al patio.

Cerca de las mesas veíanse las perchas donde los funcionarios colgaban capas y sombreros. Guillén tenía las muletas junto á sí. Entre mesa y mesa, estantes y papeleras, trastos de forma y aspecto que sólo se ven en las oficinas, viejos los unos, con no sé qué olor y color de Paja y Utensilios, de donde tal vez procedían; los otros nuevos, pero no semejantes á ningún mueble usado fuera de las regiones burocráticas. Sobre todos los pupitres abundaban legajos atados con cintas rojas, los unos amarillentos y polvorosos, papel que tiene algo de cinerario y encierra las esperanzas de varias generaciones; los otros de hojas flamantes y reciente escritura, con notas marginales y firmas ininteligibles. Eran las piezas más modernas del pleito inmenso entre el pueblo y el fisco.

Pantoja no estaba: le había llamado el Director.

—Tome usted asiento, D. Ramón. ¿Quiere un cigarrito?

—¿Y tú qué te traes entre manos? (acercándose á la mesa del cojo y apoderándose de un papel). ¿Á ver, á ver...? Drama original y en verso. ¿Título? La hijastra de su hermanastra. Muy bien, zánganos; así perdéis las horas.

—Don Ramón, D. Ramón—dijo el elegante, que acababa de paladear su café.—¿No sabe? Á Cañizares, ¿se acuerda usted, el que estaba en Propiedades, aquel á quien llamábamos don Simplicio?, le han dado los doce mil. ¿Ha visto usted polacada mayor?

—Lo tuve yo en mi oficina con cinco mil hace catorce años—dijo el padre de familia, esgrimiendo su puño cerrado y revelando toda la aflicción del mundo en su cara alguacilesca.—Era tan asno, que le ocupábamos en traer leña para la estufa. Ni para eso servía. ¡Cáscaras, qué hombre más animal! Yo cobraba entonces doce mil, lo mismo que ahora. Vean ustedes si esto es justicia ó qué. ¿Tengo ó no tengo razón cuando digo que vale más recoger boñiga en las calles que servir al gran pindongo del Estado? Convengamos en que se acabó la vergüenza.

—Amigo Argüelles—suspiró Villaamil con tristeza estoica,—no hay más remedio que tragar bilis. Dígamelo usted á mí, que he tenido á mis órdenes, en provincias, con seis mil, al propio Director del ramo... Estaba la criatura en Estancadas... y no valía ni para pegar precintos en las cajas de cigarros.

—Dame, paloma mía, de lo que comes... ¡Cuando me acuerdo, ¡cascarones!, de que mi padre quería colocarme de hortera en una tienda, y yo me remonté creyendo que esto no era cosa fina!... ¡Vamos, cuando me acuerdo de esto, me dan ganas de arrancarme á puñados estos condenados mechones que á uno le quedan!... Era allá por el 51. Pues no sólo no quise oir hablar de mostrador, sino que me metí á empleado por aquello de ser caballero; y para acabar de ensuciarla, me casé. ¡Si sería yo pillín!... Después, pian pianino, nueve de familia, suegra y dos sobrinos huérfanos. Y defienda usted el garbanzo de tanta gente... Y gracias que la trompa ayuda, señores. El 64 llegué á los doce mil reales, y allí me planté. ¿Saben ustedes quién me sacó los doce mil? Julián Romea. No me veré en otra. Catorce años llevo en esta plaza. Ya ni siquiera pido el ascenso. ¿Para qué? Como no lo pida á tiros...

Las lamentaciones del trompista padre de familia eran oídas siempre con deleite. Entró en aquel punto Pantoja, y conticuere omnes. Cubría la cabeza del jefe de la sección un gorrete encarnado, con unas al modo de alcachofas bordadas de oro, y borla deshilachada que caía con gracia. Vestía gabán pardo y muy traído, pantalón con rodilleras, rabicorto, dejando ver la caña de las botas recién estrenadas, sin lustre aún. Después de saludar al amigo, ocupó su asiento. Arrimóse Villaamil, y charlaron. Pantoja no olvidaba por el palique los deberes, y á cada instante daba órdenes á su tropa. «Oiga usted, Argüelles, haga el favor de ponerme una orden á la Administración Económica de la Provincia pidiendo tal cosa... Usted, Espinosa, sáqueme en seguida el estado de débitos por Industrial». Y deshacía con mano experta el lazo de balduque para destripar un legajo y sacarle el mondongo. En atarlos también mostraba singular destreza, y parecía que los acariciaba al mudarlos de sitio en la mesa ó al ponerlos en el estante.

El tipo fisiognómico de este hombre consistía en cierta inercia espiritual que en sus facciones se pintaba. Su frente era ancha, lisa, y tan sin sentido como el lomo de uno de esos libros rayados para cuentas, donde no se lee rótulo alguno. La nariz era gruesa en el arranque, resultando tan separados los ojos, que parecían estar reñidos y mirar cada uno por su cuenta y riesgo, sin hacer caso del otro. Su gran boca no se sabía dónde acababa. Las orejas lo sabrían. Sus labios fruncidos parecía que se violentaban al desplegarse para hablar, cual si fuesen expresamente creados para la discreción.

Moralmente, era Pantoja el prototipo del integrismo administrativo. Lo de probo funcionario iba tan adscrito á su persona como el nombre de pila. Se le citaba de tenazón y por muletilla, y decir Pantoja era como evocar la propia imagen de la moralidad. Hombre de pocas necesidades, vivía obscuramente y sin ambición, contentándose con su ascenso cada seis ó siete años, ni ávido de ventajas, ni temeroso de cesantía, pues era de esos pocos á quienes, por su conocimiento práctico, cominero y minucioso de los asuntos oficinescos, no se les limpia nunca el comedero. Había llegado á considerar su inmanencia burocrática como tributo pagado á su honradez, y esta idea se transformaba en sentimiento exaltado ó superstición. Era un alma ingenuamente honrada, una conciencia tan angosta, que se asustaba si oía hablar de millones que no fuesen los de la Hacienda. Las cifras muy altas, no siendo las del presupuesto del Estado, le producían un estremecimiento convulsivo; y si en el Ministerio se preparaba algún proyecto relacionado con fuertes empresas industriales ó bancarias, se le subía á la boca, sin poderlo remediar, la palabra chanchullo. Nunca iba á la Tesorería Central sin experimentar sensación de espanto, como en presencia de un abismo ó sima pavorosa donde anidan el peligro y la muerte; y cuando veía entrar en la Dirección del Tesoro ó en la Secretaría á los altos personajes de la Banca, temblaba por la riqueza del Erario, de quien se creía perro de presa. Según Pantoja, no debía ser verdaderamente rico nadie más que el Estado. Todos los demás caudales eran producto del fraude y del cohecho. Siempre había servido en Contribuciones, y durante su larga y laboriosa carrera fué cultivando en su alma el insano goce de perseguir al contribuyente moroso ó maligno, placer que tiene algo del cruel entusiasmo de la caza: para él era deleite inefable ver á la grande y á la pequeña propiedad defenderse, pataleando, de la persecución del Fisco, y sucumbir siempre ante la superioridad del cazador. En todos los conflictos entre la Hacienda y el contribuyente, la Hacienda tenía siempre razón, según el dictamen inflexible de Pantoja, y este criterio se mostraba en sus notas, que jamás reconocieron el derecho de ningún particular contra el Estado. Para él la Propiedad, la Industria, el consumo mismo, eran organismos ó instrumentos de defraudación, algo de disolvente y revolucionario, que tenía por objeto disputar sus inmortales derechos á la única entidad dueña y propietaria de todo: la Nación. Pantoja no poseyó nunca más que su ropa y sus muebles; era hijo de un portero de la Sala de Mil y Quinientas; se había criado en un desván de los Consejos, sin salir nunca de Madrid; no conocía más mundo que las oficinas, y para él la vida era una sucesión no interrumpida de menudos servicios al Estado, recibiendo de éste, en recompensa, el garbanzo y la santa rosca de cada día.

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