XXII

¡Ah! ¡Cielos! ¿Qué sería del mundo sin cocido? ¿Y qué de la mísera humanidad sin pagas? La paga era la única forma de bienes terrestres en conformidad con los principios morales, pues para todas las demás clases de bienestar archivaba Pantoja en el fondo de su alma un altivo desprecio. Difícilmente concedía que en la clase de ricos hubiera alguno que fuese propiamente honrado, y á las grandes empresas y á los audaces contratistas les miraba con religioso horror. Labrar en pocos años pingüe fortuna, pasar de la pobreza á la opulencia... era imposible por medios lícitos. Para que tal cosa suceda, es indispensable ensuciarse, quitándole lo suyo á la víctima eterna, al propietario elemental, al Estado. Al millonario que había heredado su fortuna y no hacía más que gastarla, le perdonaba el buen Pantoja; pero aun así no le tenía en olor de santidad, diciendo que si él no robaba, lo habían hecho sus padres, y la responsabilidad, como el dinero, se transmitía de generación en generación.

Cuando veía entrar en el Ministerio y pasar al despacho del Ministro al representante de Rothschild ó de otra opulenta casa española ó extranjera, pensaba cuan útil sería ahorcar á todos aquellos señores que no iban allí sino á tramar algún enjuague. Estas ideas y otras semejantes las vertía Pantoja en el círculo del café adonde concurría, siendo objeto de punzantes burlas por su estrechez de miras; pero él no se daba á partido. ¿Hablábase de Hacienda? Pues en el acto tremolaba Pantoja su banderín con este sencillo y convincente lema: Mucha administración y poca ó ninguna política. Guerra á los grandes negocios, guerra al agio y guerra también á los extranjeros, que no vienen aquí más que á explotarnos y á llevarse el cumquibus, dejándonos más pobres que las ratas. Tampoco ocultaba Pantoja sus simpatías por el rigor arancelario, pues el libre cambio es la protección á la industria de extranjis.

Al propio tiempo sostenía que los propietarios se quejan de vicio, que en ninguna parte se pagan menos contribuciones que en España, que el país es esencialmente defraudador, y la política el arte de cohonestar las defraudaciones y el turno pacífico ó violento en el saqueo de la Hacienda. En suma, las ideas de Pantoja eran tres ó cuatro, pero profundamente incrustadas en su intellectus, como si se las hubieran metido á mazo y escoplo. Su conversación en el círculo de amigos languidecía, porque nunca hablaba mal de sus jefes, ni censuraba los planes del Ministro; no se metía en honduras, ni revelaba ningún secreto de entre bastidores. En el fondo de su cerebro dormía cierto comunismo de que él no se daba cuenta. De este tipo de funcionario, que la política vertiginosa de los últimos tiempos se ha encargado de extinguir, quedan aún, aunque escasos, algunos ejemplares.

En su trabajo era Pantoja puntualísimo, celoso, incorruptible y enemigo implacable de lo que él llamaba el particular. Jamás emitió dictamen contrario á la Hacienda; la Hacienda le pagaba, era su ama, y no estaba él allí para servir á los enemigos de la casa. En cuanto á los asuntos obscuros, de una antigüedad telarañosa y de resolución difícil, su sistema era que no debían resolverse nunca; y cuando llegaba forzosamente el último trámite impuesto por las leyes, buscaba en la ley misma la triquiñuela necesaria para enredarlos de nuevo. Escribir la última palabra de uno de estos pleitos equivalía á una fragilidad de la Administración, á declararse vencida y casi deshonrada. En cuanto á su probidad, no hay que decir sino que recibía á cajas destempladas á los agentes que iban á ofrecerle recompensa por despachar bien y pronto tal ó cual negocio. Conocíanle ya, y no se atrevían con aquel puerco-espín, que erizaba sus púas todas al sentir la aproximación del particular, ó sea del contribuyente.

En su vida privada, era Pantoja el modelo de los modelos. No había casa más metódica que la suya, ni hormiga comparable á su mujer. Eran el reverso de la medalla de los Villaamil, que se gastaban la paga entera en los tiempos bonancibles, y luego quedaban pereciendo. La señora de Pantoja no tenía, como doña Pura, aquel ruinoso prurito de suponer, aquellos humos de persona superior á sus medios y posición social. La señora de Pantoja había sido criada de servir (creo que de D. Claudio Antón de Luzuriaga, al cual debió Pantoja su credencial primera), y lo humilde de su origen la inclinaba á la obscuridad y al vivir modesto y esquivo. Nunca gastaron más que los dos tercios de la paga, y sus hijos iban adoctrinados en el amor de Dios y en el supersticioso miedo al fausto y pompas mundanales. Á pesar de la amistad íntima que entre Villaamil y Pantoja reinaba, nunca se atrevió el primero á recurrir al segundo en sus frecuentes ahogos; le conocía como si le hubiese parido; sabía perfectamente que el honrado ni pedía ni daba, que la postulación y la munificencia eran igualmente incompatibles con su carácter, arcas cuyas puertas jamás se abrían ni para dentro ni para fuera.

Sentados los dos, el uno ante un pupitre, el otro en la silla más próxima, Pantoja se ladeó el gorro, que resbalaba sobre su cabeza lustrosa al menor impulso de la mano, y dijo á su amigo:

—Me alegro que hayas venido hoy. Ha llegado el expediente contra tu yerno. No le he podido echar un vistazo. Parece que no es nada limpio. Dejó de incluir dos ó tres pueblos en la nota de apremios, y en los repartos del último semestre hay sapos y culebras.

—Ventura, mi yerno es un pillo; demasiado lo sabes. Habrá hecho cualquier barrabasada.

—Y me enteró ayer el Director de que anda por ahí dándose la gran vida, convidando á los amigachos y gastando un lujo estrepitoso, con un surtidito de sombreros y corbatas que es un asco, y hecho un figurín el muy puerco. Dime una cosa: ¿vive contigo?

—Sí—respondió secamente Villaamil, que sentía la ola de la vergüenza en las mejillas, al considerar que también su ropa, por flaqueza de Pura, procedía de los dineros de Cadalso.—Pero estoy deseando que se largue de mi casa. De su mano, ni la hostia.

—Porque... verás, me alegro de tener esta ocasión de decírtelo: eso te perjudica, y basta que sea yerno tuyo y que viva bajo tu techo, para que algunos crean que vas á la parte con él.

—¡Yo... con él! (horrorizado). Ventura, no me digas tal cosa...

—No; si yo no soy quien lo dice, ni me pasa por el magín. Pero la gente de esta casa... Ya ves, ¡hay tanto pillo! Y cuando tocan á pensar mal, los más pillos son los que descueran al inocente.

—Pues aunque Víctor es mi yerno, tan ajeno soy á sus trapacerías, que si en mi mano estuviera el impedirle ir á presidio, no lo impediría... Figúrate.

—¡Ah! No irá, no irá; no te dé cuidado. No irá por lo mismo que lo merece. Tiene pararrayos y paracaídas. Se están poniendo los tiempos tan corruptos, que estos granujas como tu yerno son los que cobran el barato. Verás cómo le echan tierra al expediente, aprueban su conducta y le dan el jeringado ascenso. Por cierto que es de lo más atrevido que conozco. Ayer estuvo aquí; luego bajó á ver al Subsecretario, y como tiene aquella labia y aquel buen ver, el Subsecretario... (me lo ha dicho quien estaba presente) le recibió con palmas, y allí estuvieron los dos de cháchara más de media hora.

—¿Y el señor Ministro le ha visto? (con grandísimo desconsuelo).

—No te lo puedo decir; pero me consta que ha venido á recomendárselo un diputado de la provincia en que servía la alhajita de tu yerno. Es de estos que mientras más le dan más quieren. No sale de aquí nunca el tal sin apandar dos ó tres credenciales gordas, pero gordas, y eso que es disidente; pero por lo mismo, por la disidencia, le atienden más.

—¿Crees tú que le darán el ascenso á Víctor? (con ansiedad profunda).

—Yo no puedo asegurarte nada.

—Y de lo mío, ¿qué sabes? (con ansiedad mayor aún).

—El Jefe del Personal no suelta prenda. Cuando le hablo de ti, me echa un veremos, y un yo haré lo que pueda, que es tanto como no decir nada. ¡Ah! entre paréntesis: ayer, después de hablar con el Subsecretario, se coló Víctor en el Personal. Vino á contármelo el hermano de Espinosa. El Jefe le enseñó las vacantes de provincias, y tu yernito se dejó decir con arrogancia que á provincias no iba ni atado.

—Amigo Ventura—indicó Villaamil con dolorosa consternación,—acuérdate de lo que te anuncio. Tú lo has de ver, y si lo dudas, apostemos algo... ¿Á que ascienden á Víctor y á mí no me colocan? Otra cosa sería justicia y razón, y la razón y la justicia andan ahora de paseo por las nubes.

Pantoja volvió á ladear el gorro. Era una manera especial suya de rascarse la cabeza. Dando un gran suspiro, que salió muy oprimido de la boca, porque ésta no se abría sino con cierta solemnidad, trató de consolar á su amigo en la forma siguiente:

—No sabemos si podrán arreglar lo del expediente de Víctor, á pesar de las ganas que parece tienen de ello sus protectores. Y por lo que hace á ti, yo que tú, sin dejar de machacar en el Director, el Subsecretario y el Ministro, me buscaría un buen faldón entre la gente que manda.

—Pero si me cojo y tiro, y... como si no.

—Pues sigue tirando, hombre, hasta que te quedes con el faldón en la mano. Arrímate á los pájaros gordos, sean ó no ministeriales; dirígete á Sagasta, á Cánovas, á D. Venancio, á Castelar, á los Silvelas; no repares si son blancos, negros ó amarillos, pues al paso que vas, tal como se han puesto las cosas, no conseguirás nada. Ni Pez ni Cucúrbitas te servirán: están abrumados de compromisos, y no colocan más que á su pandilla, á sus paniaguados, á sus ayudas de cámara, y hasta á los barberos que les afeitan. Esa gente que sirvió á la Gloriosa primero y después á la Restauración, está con el agua al cuello, porque tiene que atender á los de ahora, sin desamparar á los de antes, que andan ladrando de hambre. Pez ha metido aquí á alguien que estuvo en la facción y á otros que retozaron con la cantonal. ¿Cómo puede olvidar Pez que los del gorro colorado le sostuvieron en la Dirección de Rentas, y que los amadeístas casi casi le hacen Ministro, y que los moderados del tiempo de Sor Patrocinio le dieron la gran cruz?

Villaamil oía estos sabios consejos, los ojos bajos, la expresión lúgubre, y sin desconocer cuán razonables eran. Mientras que los dos amigos departían de este modo, totalmente abstraídos de lo que en la oficina pasaba, el maldito cojo Salvador Guillén trazaba en una cuartilla de papel, con humorísticos rasgos de pluma, la caricatura de Villaamil, y una vez terminada, y habiendo visto que era buena, puso por debajo: El señor de Miau, meditando sus planes de Hacienda. Pasaba el papel á sus compañeros para que se riesen, y el monigote iba de pupitre en pupitre, consolando de su aburrimiento á los infelices condenados á la esclavitud perpetua de las oficinas.

Cuando Pantoja y Villaamil hablaban de generalidades tocantes al ramo, no sonaban con armonioso acuerdo sus dos voces. Es que discrepaban atrozmente en ideas, porque el criterio del honrado era estrecho y exclusivo, mientras Villaamil tenía concepciones amplias, un plan sistemático, resultado de sus estudios y experiencia. Lo que sacaba de quicio á Pantoja era que su amigo preconizara el income tax, haciendo tabla rasa de la Territorial, la Industrial y Consumos. El impuesto sobre la renta, basado en la declaración, teniendo por auxiliares el amor propio y la buena fe, resultaba un disparate aquí donde casi casi es preciso poner al contribuyente delante de una horca para que pague. La simplificación, en general, era contraria al espíritu del probo funcionario, que gustaba de mucho personal, mucho lío y muchísimo mete y saca de papeles. Y por último, algo había de recelo personal en Pantoja, pues aquella manía de suprimir las contribuciones era como si quisiesen suprimirle á él. Sobre esto discutían acaloradamente hasta que á los dos se les agotaba la saliva. Y cuando Pantoja tenía que salir porque le llamaba el Director, y se quedaba Villaamil solo con los subalternos, éstos se distraían y solazaban un rato á cuenta de él, distinguiéndose el cojo Guillén por su intención maligna.

—Dígame, D. Ramón, ¿por qué no publica usted su plan para que lo conozca el país?

—Déjame á mí de publicar planes (paseándose agitadamente por la oficina). ¡Sí; buen caso me haría ese puerco de país! El Ministro los ha leído y les ha dado un vistazo el Director de Contribuciones. Como si no... Y no es la dificultad de enterarse pronto, porque en las Memorias que he escrito he atendido: primero, á la sencillez; segundo, á la claridad; tercero, á la brevedad.

—Yo creí que eran muy largas, pero muy largas—dijo Espinosa con gravedad.—Como abrazan tantos puntos...

—¿Quién le ha dicho á usted semejante cosa? (enfadándose). Si cada una no abraza más que un punto, y son cuatro. Y basta y sobra. ¡Ojalá no me hubiera ocupado de escribirlas! Bienaventurados los brutos...

—Porque de ellos es la nómina de los cielos... Bien dicho, señor don Ramón—observó Argüelles, mirando con ojeriza á Guillén, á quien detestaba.—Á mí también se me ocurrió un plan; pero no quise darlo á luz. Más cuenta me tenía componer el solo de trompa.

—Eso, toque usted la trompa, y déjese de arreglar la Hacienda, que al paso que va, pronto, ni los rabos. Mire usted, amigo Argüelles (parándose ante la mesa del caballero de Felipe IV, la capa terciada, la mano derecha muy expresiva). Yo he consagrado á esto mi experiencia de tantos años. Podré acertar ó no; pero que aquí hay algo, que aquí hay una idea, no puede dudarse. (Todos le oían con gran atención.) Mi trabajo consta de cuatro Memorias ó tratados, que llevan su título para más fácil inteligencia. Primer punto: Moralidad.

—Muy bien. Rompe plaza la moralidad, que es lo primero.

—Es el fundamento del orden administrativo. Moralidad arriba, moralidad abajo, á izquierda y a derecha. Segundo punto: Income tax.

—Que es la madre del cordero.

—Fuera Territorial, Subsidio y Consumos. Lo substituyo con el impuesto sobre la renta, con su recarguito municipal, todo muy sencillo, muy práctico, muy claro; y expongo mis ideas sobre el método de cobranza, apremios, investigación, multas, etc... Tercer punto: Aduanas. Porque, fíjense ustedes, las Aduanas no son sólo un arbitrio, son un método de protección al trabajo nacional. Establezco un arancel bien remontadito, para que prosperen las fábricas y nos vistamos todos con telas españolas.

Superior de Holanda... Don Ramón, Bravo Murillo era un niño de teta... Siga usted...

—Cuarto punto: Unificación de la Deuda. Recojo todo el papel que anda por ahí con diferentes nombres: Tres consolidado, Diferido, Bonos, Banco y Tesoro, Billetes hipotecarios, y lo canjeo por un 4 por 100, emitido al tipo que convenga... Se acabaron los quebraderos de cabeza...

—Sabe usted más, D. Ramón, que el muy marrano que inventó la Hacienda.

(Coro de plácemes. El único que callaba era Argüelles, que no gustaba de reírle mucho las gracias á Guillén.)

—No es que sepa mucho (con modestia), es que miro las cosas de la casa como mías propias, y quisiera ver á este país entrar de lleno por la senda del orden. Esto no es ciencia, es buen deseo, aplicación, trabajo. Ahora bien: ¿ustedes me hicieron caso? Pues ellos tampoco. Allá se las hayan. Llegará día en que los españoles tengan que andar descalzos y los más ricos pedir para ayuda de un panecillo... digo, no pedirán limosna, porque no habrá quien la dé. Á eso vamos. Yo les pregunto á ustedes: ¿tendría algo de particular que me restituyesen á mi plaza de Jefe de Administración? Nada, ¿verdad? Pues ustedes verán todo lo que quieran, pero eso no lo han de ver. Vaya, con Dios.

Salía encorvado, como si no pudiera soportar el peso de la cabeza. Todos le tenían lástima; pero el despiadado Guillén siempre inventaba algún sambenito que colgarle á la espalda después que se iba.

—Aquí he copiado los cuatro puntos conforme los decía: señores, oro molido. Vengan acá. ¡Qué risa, Dios! Vean, vean los cuatro títulos, escritos uno bajo el otro.

Moralidad.

Income tax.

Aduanas.

Unificación de la Deuda.

Juntadas las cuatro iniciales, resulta la palabra M I A U».

Una explosión de carcajadas retumbó en la oficina, poniéndola tan alegre como si fuera un teatro.

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