XXIII

Desconcertada para muchos días quedó Abelarda después del largo diálogo aquel con Víctor; pero ponía la infeliz tal arte en evitar que su madre y su tía comprendieran el estado de su ánimo, que lo lograba al fin. Desde el día posterior á las incomprensibles declaraciones de Víctor, notó á éste taciturno. Evitaba encontrarse solo con su cuñada; apenas la miraba, y ni por incidencia le dirigía palabra alguna. Creyérase que un delicado asunto personal le traía caviloso. Transcurrido poco tiempo, observó Abelarda que estaba de mejor temple y que le echaba miradas amorosas y lánguidas, á las que ella, sin poderlo remediar, respondía con otras inflamadas aunque rapidísimas. Delante de la familia le hablaba Víctor; pero á solas ni jota. Estaban, pues, como los que se aman y no se atreven á decírselo: mas ella esperaba ese estallido impensado y súbito de la ocasión que no falta nunca, como si las leyes del tiempo y del espacio tuvieran marcado el necesario instante en que se junten las órbitas de los seres compelidos á ello por la voluntad. En aquella temporada le dió á la insignificante por ir á la iglesia bastante á menudo. Las prácticas religiosas de los Villaamil se concretaban á la misa dominguera en las Comendadoras, y esto no con rigurosa puntualidad. Don Ramón faltaba rara vez; pero doña Pura y su hermana, por aquello de no estar vestidas, por quehaceres ó por otra causa, quebrantaban algunos domingos el precepto. Abelarda se sentía ansiosa de corroborar su espíritu en la religión y meditar en la iglesia; se consolaba mirando los altares, el sagrario donde el propio Dios está guardado, oyendo devotamente la misa, contemplando los santos y vírgenes con sus ahuecadas vestiduras. Estos inocentes consuelos le sugirieron pronto la idea de otro más dulce y eficaz, el confesarse; porque sentía la necesidad imperiosa y punzante de confiar á alguien un secreto que no le cabía en el corazón. Temía que si no lo confiaba, se le escaparía á lo mejor con espontaneidad indiscreta delante de sus padres, y esto le aterraba, porque sus padres se habrían de enfadar cuando tal supieran. ¿Á quién confiarlo? ¿Á Luis? Era muy niño. Hasta se le pasaba por las mientes el disparate increíble de revelar su secreto al buenazo de Ponce. Por último, el mismo sentimiento religioso que se amparaba de su alma le inspiró la solución, y á la mañana siguiente de pensarla acercóse al confesonario y le contó al cura lo que le pasaba, añadiendo pormenores que al sacerdote no le importaba saber. Después de la confesión se quedó la insignificante muy aliviada y con el espíritu bien dispuesto para lo que pudiera sobrevenir.

Como era tiempo de Cuaresma, había ejercicios todas las tardes en las Comendadoras y los viernes en Monserrat y en las Salesas Nuevas. Algo chocaba á la familia la asiduidad con que Abelarda iba á la iglesia, y á doña Pura no se le pudrió en el cuerpo esta observación impertinente: «¡Vaya, hija, á buenas horas mangas verdes!»

La circunstancia de que Ponce estaba complacidísimo y un si es no es entusiasmado con las devociones de su novia, por ser él uno de los chicos más católicos de la generación presente (aunque más de pico que de obras, como suele suceder), acalló las susceptibilidades de doña Pura. El ínclito joven acompañaba á su novia algunas tardes á la iglesia, á pesar de las reiteradas instancias de ella para que la dejara sola. Comúnmente la esperaba al salir, y juntos iban hasta la casa, hablando del predicador, como la noche antes, en la tertulia, hablaban de los cantantes del Real. Si Abelarda iba temprano á la iglesia, la acompañaba Luis, que á poco de probar estas excursiones tomó grandísima afición á ellas. El buen Cadalsito pasaba un rato con devoción y compostura; pero luego se cansaba y se ponía á dar vueltas por la iglesia, mirando los estandartes de la Orden de Santiago que hay en las Comendadoras, acercándose á la reja grande para atisbar á las monjas, inspeccionando los altares recargados de ex-votos de cera. En Monserrat, iglesia perteneciente al antiguo convento que es hoy Cárcel de Mujeres, no se encontraba Luis tan á gusto como en las Comendadoras, que es uno de los templos más despejados y más bonitos de Madrid. Á Monserrat encontrábalo frío y desnudo; los santos estaban mal trajeados; el culto le parecía pobre, y, además de esto, había en la capilla de la derecha, conforme entramos, un Cristo grande, moreno, lleno de manchurrones de sangre, con enaguas y una melena natural tan larga como el pelo de una mujer, la cual efigie le causaba tanto miedo, que nunca se atrevía á mirarla sino á distancia, y ni que le dieran lo que le dieran entraba en su capilla.

Sucedió más de una vez que Cadalsito, en su inquieta vagancia dentro de la iglesia, se sentaba en algún banco solitario, sintiéndose acometido del mal precursor de la extraña visión. Más de una vez se dijo que en tal sitio, á poco que se adormilase, había de ver al Señor de la barba blanca, por ser aquélla una de sus casas. Pero cerraba los ojos, haciendo como una mental evocación de la extraordinaria visita, y ésta no se presentaba. En alguna ocasión, no obstante, creyó ver al augusto anciano saliendo por una puerta de la sacristía y perdiéndose en el altar, como si se introdujera por invisible hueco. También le pareció que el mismo Señor salía revestido de la sacerdotal túnica y casulla bordada, á decir misa, á decirse á sí mismo la misa, cosa que á Cadalsito le pareció por demás extraña. Pero no estaba muy seguro de que esto fuera así, y bien podía ser que se engañase; al menos, grandes dudas tenía sobre el particular. Una tarde, oyendo en Monserrat el rosario que rezaba el cura, al cual contestaban en la iglesia unas dos docenas de mujeres y en el coro las presas, que debían ser más de ciento por el murmullo intensísimo que sus voces hacían, Luisito se sintió con los síntomas de somnolencia. En la iglesia había muy poca luz, y todo en ella era misterio, sombras que la cadencia tétrica del rezo hacía más cerradas y tenebrosas. Desde donde Cadalsito estaba, veía un brazo del Cristo aquel, y la lamparilla que junto al brazo colgaba del techo. Le entró tal pánico, que se habría marchado á la calle si hubiera podido; pero no se pudo levantar. Hizo propósito de vencer el sopor, y se pellizcó los brazos diciendo: «¡Ay! ¡contro! Si me duermo y se me pone al lado el Cristo de las melenas, del miedo me caigo muerto». Y el miedo y los esfuerzos por despabilarse vencían al fin su insano sopor.

En cambio de estos malos ratos, Monserrat se los proporcionaba buenos, cuando se aparecía por allí su amigo y condiscípulo Silvestre Murillo, hijo del sacristán. Silvestre inició á Luis en algunos misterios eclesiásticos, explicándole mil cosas que éste no comprendía; por ejemplo: qué era la Reserva del Santísimo, qué diferencia hay entre el Evangelio y la Epístola, por qué tiene San Roque un perro y San Pedro llaves, metiéndose en unas erudiciones litúrgicas que tenían que oir. «La hostia, verbigracia, lleva dentro á Dios, y por eso los curas, antes de cogerla, se lavan las manos para no ensuciarla; y dominus vobisco es lo mismo que decir: cuidado, que seáis buenos». Metidos los dos en la sacristía, Silvestre le enseñaba las vestiduras, las hostias sin consagrar, que Cadalso miraba con respeto supersticioso, las piezas del monumento que pronto se armaría, el palio y la manga-cruz, revelando en el desenfado con que lo enseñaba y en sus explicaciones un cierto escepticismo del cual no participaba el otro. Pero no pudo Murillito hacerle entrar en la capilla del Cristo de las melenas, ni aun asegurándole que él las había tenido en la mano cuando su madre se las peinaba, y que aquel Señor era muy bueno y hacía la mar de milagros.

Como la mente de los chicos se impresiona con todo, y á esta impresión se amolda con energía y prontitud su naciente voluntad, aquellas visitas á la iglesia despertaron en Cadalsito el deseo y propósito de ser cura, y así lo manifestaba á sus abuelos una y otra vez. Todos se reían de esta precoz vocación, y al mismo Víctor le hizo mucha gracia. Sí, Luisito aseguraba que ó no sería nada ó cantaría misa, pues le entusiasmaban todas las funciones sacerdotales, incluso el predicar, incluso el meterse en el confesonario para oir los pecados de las mujeres. Díjolo con ingenuidad tan graciosa, que todos se partieron de risa, y de ello tomó pie Víctor para romper á hablar á solas con la insignificante por primera vez después de la conferencia de marras. No estaba presente ninguna persona mayor, y el único que podía oir era Luis, y estaba engolfado en su álbum filatélico.

—Yo no diré, como mi hijo, que quiero ordenarme; ¡pero ello es que de algún tiempo á esta parte siento en mí una necesidad tan viva de creer!... Este sentimiento, júzgalo como quieras, me viene de ti, Abelarda (aquí una mirada amplia, sostenida, tiernísima), de ti, y de la influencia que tu alma tiene sobre la mía.

—Pues cree, ¿quién te lo impide?—repuso la joven, que se sentía aquella tarde con facilidades para hablar, y esperaba mayor claridad en él.

—Me lo impiden las rutinas de mi pensamiento, las falsas ideas adquiridas en el trato social, que forman una broza difícil de extirpar. Me convendría un maestro angélico, un ser que me amase y que se interesara por mi salvación. ¿Pero dónde está ese ángel? Si existe, no es para mí. Soy muy desgraciado. Veo el bien muy próximo, y no me puedo acercar á él. Dichosa tú si no comprendes esto.

Encontrábase la señorita de Villaamil con fuerzas para tratar aquel asunto, porque la religión se las diera hasta para confesar su secreto á quien no debía oírlo de sus labios.

—Yo quise creer, y creí—dijo.—Yo busqué un alivio en Dios, y lo encontré. ¿Quieres que te cuente cómo?

Víctor, que, sentado junto á la mesa, se oprimía la cabeza entre las manos, levantóse de pronto, diciendo con el tono y gesto de un consumado histrión:

—No hables: me atormentarías sin consolarme. Soy un réprobo, un condenado...

Estas frases de relumbrón, espigadas sin criterio en diferentes libros, las traía muy preparaditas para espetarlas en la primera ocasión. Apenas dichas, acordóse de que había quedado en juntarse en el café con varios amigos, y buscó la fórmula para cortar la hebra que su cuñada había empezado á tender entre boca y boca.

—Abelarda, necesito alejarme, porque si estoy aquí un minuto más... yo me conozco: te diré lo que no debo decirte... al menos todavía... Dame tu permiso para retirarme. Voy á dar vueltas por las calles, sin dirección fija, errante, calenturiento, pensando en lo que no puede ser para mí... al menos todavía...

Dió un suspiro, y hasta otra... Dejó á la insignificante confusa y con un palmo de morros, procurando desentrañar el significado de aquel al menos todavía, frase de risueños horizontes.

Por la noche, antes de comer, Víctor entró muy gozoso y dió un abrazo á su suegro, al cual no le hicieron gracia tales confianzas, y estuvo por decirle: «¿En qué pícaro bodegón hemos comido juntos?» No tardó el otro en explicar los móviles de su enhorabuena. Había estado en el Ministerio aquella tarde, y el Jefe del Personal le dijo que Villaamil iba en la primera hornada.

—¡Otra vez el mismo cuento!—exclamó don Ramón furioso.—¿De cuándo acá es permitido que te burles de mí?

—No es burla, hombre—manifestó doña Pura, alentada por dulces esperanzas.—Cuando él te lo dice es porque lo sabe.

—Créalo usted ó no lo crea, es verdad.

—Pues yo lo niego, yo lo niego—declaró Villaamil, rayando el aire con el dedo índice de la mano derecha.—Y de mí no se ríe nadie, ¿estamos? ¿Cuándo y por dónde te has ocupado tú de mí en el Ministerio? Tú vas allá por tus asuntos propios, por trabajar tu ascenso, que te darán... ¡Ah! Yo estoy cierto de que te lo dan... Bueno fuera que no.

—Pues yo lo digo á usted (con gran energía) que podré haber ido otras veces con ese objeto; pero hoy por hoy fuí, y por cierto en compañía de dos diputados de muchísima influencia, exclusivamente á interceder por usted, á hablarle gordo al Jefe del Personal, después de teclear al Ministro. Si no se lo digo á usted porque me lo agradezca; si esto no tiene mérito ninguno... Y tan cierto como es luz esa que nos alumbra (con solemne acento), lo es que yo dije á los amigos que me apoyan: «Señores, antes que mi ascenso, pídase la colocación de mi suegro». Repito que no lo digo para que me lo agradezca nadie. Vaya un puñado de anís...

Doña Pura estaba radiante, y Villaamil, desconcertado en su pesimismo, parecía un combatiente á quien le destruyen de improviso las defensas que le amparan, dejándole inerme y desnudo ante las balas enemigas. Esforzábase en recobrar su aplomo pesimista... «Historias... Bueno, y aunque fuese verdad que Juan, Pedro y Diego me recomendaran, ¿de eso se sigue que me coloquen? Déjame en paz, y pide para ti, pues sin abrir la boca te lo han de dar, mientras que yo, aunque vuelva loco al género humano, nada alcanzaré».

Abelarda, aunque no desplegó los labios, sentía su pecho inundado de gratitud hacia Víctor y se congratulaba de amarle, declarándose que ninguna duda podía existir de la bondad de sus sentimientos. Imposible que aquel acento noble y hermoso no fuera el acento de la verdad. Mientras comían, se discutió lo mismo: Villaamil opinando tercamente que jamás habría piedad para él en las esferas ministeriales, y la familia entera sosteniendo con denuedo lo contrario. Entonces soltó Luisito aquella frase que fué célebre en la familia durante una semana y se comentó y repitió hasta la saciedad, celebrándola como gracia inapreciable, ó como uno de esos rasgos de sabiduría que de la mente divina pueden descender á la de los seres cuyo estado de gracia les comunica directamente con aquélla. Lo dijo Cadalsito con ingenuidad encantadora y cierto aplomo petulante que aumentaba el hechizo de sus palabras. «Pero abuelito, parece que eres tonto. ¿Por qué estás pidiendo y pidiendo á esos tíos de los Ministerios, que son unos cualisquieras y no te hacen caso? Pídeselo á Dios, ve á la iglesia, reza mucho, y verás cómo Dios te da el destino».

Todos se echaron á reir; pero en el ánimo de Villaamil hizo efecto muy distinto la salida del inspirado niño. Por poco se le saltan al buen viejo las lágrimas, y dando un golpe en la mesa con el cabo del tenedor, decía: «Ese demonches de chiquillo sabe más que todos nosotros y que el mundo entero».

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