XXIV

Marchóse Víctor, apenas tomado el postre, que era, por más señas, miel de la Alcarria, y de sobremesa, doña Pura echó en cara á su marido la incredulidad y desabrimiento con que éste había oído lo expresado por el yerno.

—¿Por qué no ha de ser cierto que se interesa por ti? No debemos ponernos siempre en la mala. Es más: Víctor, si no lo ha hecho, estaba en la obligación de hacerlo.

—Pues es claro...—observó Abelarda, dispuesta á hacer panegírico ardiente de su cuñado, á quien no entendía en la cuestión de amores, pero cuya cacareada maldad estimaba calumniosa.

—¿Pero vosotras—dijo Villaamil sulfurándose—sois tan cándidas que creéis lo que dice ese embustero trapalón?... Apuesto lo que queráis á que, en vez de recomendarme, lo que ha hecho es llevarle al Jefe del Personal algún cuento para que se le quiten las pocas ganas que tiene de servirme...

—¡Jesús, Ramón!

—¡Papá, por Dios!... también usted tiene unas cosas...

—Parece mentira que en tantos años no hayáis aprendido á conocer á ese hombre (exaltándose), el más malo y más traicionero que hay bajo la capa del sol. Para hacerle más temible, Dios, que ha hecho tan hermosos á algunos animales dañinos, le dió á éste el mirar dulce, el sonreir tierno y aquella parla con que engaña á los que no le conocen, para atontarles, fascinarles y comérseles después... Es el monstruo más...

Detúvose Villaamil al reparar que estaba presente Luisito, quien no debía oir semejante apología. Al fin era su padre. Y por cierto que el pobre niño clavaba en el abuelo sus ojos con expresión de terror. Abelarda, como si le arrancaran el corazón á tenazazos, sentía impulsos de echarse á llorar, seguidos de un brutal anhelo de contradecir á su padre, de taparle la boca, de disparar algún denuesto contra su cabeza venerable. Levantóse y se fué á su cuarto, aparentando que entraba á buscar algo, y desde allí oyó aún el murmullo de la conversación... Doña Pura denegaba tímidamente lo dicho por su esposo, y éste, después que se retiró Luisito, llamado por Milagros para lavarle en la cocina boca y manos, reiteró su bárbaro, implacable y sangriento anatema contra Víctor, añadiendo que con él no iba ni á recoger monedas de cinco duros. Era tan hondo el acento del buen Villaamil, y tan lleno de sinceridad y convicción, que Abelarda creyó volverse loca en aquel mismo instante, soñando como único alivio á su desatada pena salir de la casa, correr hacia el Viaducto de la calle de Segovia y tirarse por él. Figurábase el momento breve de desplomarse al abismo, con las enaguas sobre la cabeza, la frente disparada hacia los adoquines. ¡Qué gusto! Después la sensación de convertirse en tortilla, y nada más. Se acabaron todas las fatigas.

Á poco de esto, empezó á llegar la escogida sociedad que frecuentaba en determinadas noches aquella elegante mansión. Milagros, terminada su faena en la cocina, preparó la luz de petróleo para iluminar la sala. Se arregló, dejando en la cocina á la vieja que iba á fregar, pues la pudorosa Ofelia, si se adaptaba con gusto a todos los ramos de la culinaria, no entraba con aquel rudo trajín del fregado, y á poco penetró en sus salones tan bien apañadita que daba gusto verla. Abelarda tardó más en presentarse, y apareció al fin con tan fuerte mano de polvos en la cara, que parecía una molinera. Y aun no bastaba tanto afeite á disimular el tono cadavérico de su faz ni el cerco violado de sus ojos. Virginia Pantoja, su madre y otras señoras la observaron y callaban, guardando sus comentarios para postdata de la tertulia. Ninguna de las amigas dejó de decir para sí: «¡Ajadilla está!» Fue también aquella noche Salvador Guillén, el cual presentó á su compañero de oficina, el elegante Espinosa. Villaamil, desde que empezaba á entrar gente, se iba á la calle, renegando de la tal tertulia, y se pasaba en el café un par de horitas oyendo hablar de crisis ó probando, como dos y tres son cinco, que debía haberla. Solía Pantoja acompañarle, volviendo después con él para recoger á la familia, y por el camino seguían glosando el tema eterno, sin agotarlo nunca ni encontrar jamás la última variación. Conocedor sagaz de la vida burocrática y de las misteriosas energías psicológicas que determinan la elevación y caída de funcionarios, Pantoja trazaba á su amigo un nuevo plan de campaña. Primero, sin perjuicio de buscarse entre la gente política de influencia algún padrinazgo de empuje, convenía no dejar vivir al Ministro, ni al Jefe del Personal; convertirse en su sombra, espiarles las entradas y salidas, acometerles cuando más descuidados estuvieran, ponerles en el terrible dilema de la credencial ó la vida, imponerse por el terror. De esta manera se sacaba siempre tajada, pues al fin, Ministros, Subsecretarios y Jefes del Personal eran hombres, y para poder respirar y vivir daban al moscón lo que pedía, por quitárselo de encima de su alma y perderlo de vista. Reconociendo el profundo sentido humano y político de estos consejos, Villaamil deploraba sinceramente haber llegado al extremo de ser él lo que tantas veces había censurado en otros; acosador importuno y pordiosero inaguantable.

Víctor no solía concurrir a las tertulias; pero aquella noche entró más temprano que de costumbre y pasó á la sala, produciendo la admiración de Virginia Pantoja y de las chicas de Cuevas. ¡Era tan superior por todos conceptos á los tipos que allí se veían! Guillén le tenía ojeriza, y como Víctor le pagaba en la misma moneda, se tirotearon con frases de doble sentido, haciendo reir á la concurrencia.

Al día siguiente, antes de almorzar, hallándose en el comedor Víctor, su suegra, Abelarda y Luisito, que acababa de llegar de la escuela, dijo Cadalso á doña Pura:

—¿Pero cómo reciben ustedes en su casa á ese cojo inmundo? ¿No comprenden que viene por divertirse observando y contar luego en la oficina lo que ve?

—¿Pero acaso tenemos monos pintados en la cara—dijo Pura con desenfado,—para que ese cojitranco venga aquí nada más que á reirse?

—Es un sapo venenoso que en cuanto ve algo que no es sucio como él, se irrita y suelta toda la baba. Cuando papá va á la oficina de Pantoja, ¿en qué creen ustedes que se ocupa Guillén? En hacerle la caricatura. Tiene ya una colección que anda de mano en mano entre aquellos gandules. Ayer, sin ir más lejos, vi una con un letrero al pie que dice: El señor de Miau, meditando su plan de Hacienda. Había ido corriendo de oficina en oficina, hasta que Urbanito Cucúrbitas la llevó al Personal, donde el majadero de Espinosa, hermano de ese cursilón que estuvo aquí anoche, la pegó en la pared con cuatro obleas para que sirviera de chacota á todo el que entraba. Cuando vi aquello me sulfuré, y por poco se arma allí la de San Quintín.

Doña Pura se indignó tanto, que el coraje le cortaba la respiración y la palabra.

—Pues yo le diré á ese galápago que no vuelva á poner los pies en mi casa... ¿Y cómo dices que llaman á mi marido? ¿Habrá desvergüenza?...

—Es que le quieren aplicar ahora el mote que le pusieron á la familia en el Real—dijo Víctor dulcificando su crueldad con una sonrisa;—mote que no tiene maldita gracia.

—¡Á nosotras, á nosotras!—exclamaron á un tiempo, rojas de ira, las dos hermanas.

—Tomémoslo á risa, pues no merece otra cosa. Es público y notorio que cuando toman ustedes posesión de su sitio en el Paraíso, todo el mundo dice: «Ya están ahí las Miaus...» ¡qué tontería!

—¡Y el muy mamarracho se ríe de la gracia!—exclamó doña Pura cogiendo lo primero que encontró á mano, que fué un pan, y apuntando con él á la cabeza de su yerno.

—No, no la emprenda usted conmigo, señora, que no soy yo autor del apodo... Pues si yo las acompañara á ustedes alguna vez y un cursi de aquéllos se atreviera á mayar delante de mí, de la primera boletada todas sus muelas salían á tomar el aire.

—No estás tú mal fantasmón (devorando su ira). Pico, y nada más que pico. ¡Si no tuviéramos nosotras más defensa que tú!...

La ira de las dos hermanas era nada en comparación de la que agitaba el ánimo de Luisito Cadalso, al oir que el cojo Guillén motejaba á su abuelo y le ponía en solfa; y para sí decía: «De todo esto tiene la culpa Posturitas, y le he de dar pa el pelo, porque la ordinariota de su mamá, que es hermana de Guillén, fué la que puso el mote, ¡contro!, y luego se lo dijo al cojo, que es un sapo venenoso, y el muy canalla se lo ha dicho á los de la oficina».

Tan rabioso se puso, que al ir á la escuela cerraba los puños y apretaba los dientes. De seguro que si encuentra á Posturitas en la calle la emprende con él dándole una morrada buena en mitá la cara. Tocóle después estar á su lado en la clase y le pegó con el codo, diciéndole: «No quio na contigo, sinvergüenza. Tú no eres caballero, ni tu familia tampoco son caballeros». El otro no le contestó, y dejando caer la cabeza sobre el brazo, cerró los ojos como vencido de un profundo sueño. Hubo de notar entonces Cadalso que su amigo tenía la cara muy encendida, los párpados hinchados, la boca abierta, respirando por ella, y á ratos soplando fuertemente por la nariz, como si quisiera desobstruirla. Nuevos y más fuertes codazos de Luisito no le hicieron salir de aquel pesado sopor. «¿Qué tienes, recontro?... ¿estás malo?» La cara de Posturitas echaba fuego. El maestro llegó por allí, y viéndole en tal estado y que no había medio de enderezarle, le observó, le pulsó, le puso la mano en la cara. «Chiquillo, tú estás malo; vete corriendo á tu casa y que te acuesten y te abriguen bien para que sudes». Levantóse entonces el rapaz tambaleándose, y con cara y gesto de malísimo humor, atravesó la sala de la escuela. Algunos compañeros le miraron con envidia porque se iba á su casa antes que los demás. Otros, Cadalsito entre ellos, creían que la enfermedad era farsa, pura comedia para irse de pingo y estarse brincando toda la tarde en el Retiro con los peores gateras de Madrid. Porque era muy pillo, muy embustero, y en poniéndose á inventar y á hacer pamemas, no había quien le ganara.

Al día siguiente, Murillito trajo la noticia de que Paco Ramos estaba enfermo de tabardillo, y que le había entrado tan fuerte, pero tan fuerte, que si no bajaba la calentura aquella noche, se moriría. Hubo discusión á la salida sobre ir ó no á verle. «Que eso se pega, hombre».—«Que no se pega... ¡bah, tú!»—«Morral».—«Morral él». Por fin, Murillito, otro que llamaban Pando y Cadalso con ellos, fueron á verle. Era á dos pasos de la escuela, en la casa que tiene farol y muestra de prestamista. Subieron los tres muy ternes, discutiendo todavía si se pegaba ó no se pegaba la tifusidea, y Murillito, el más farfantón de la partida, les animaba escupiendo por el colmillo. «No seáis gallinas. ¡Si creeréis que por entrar vus vais á morir!...» Llamaron, y les abrió una mujer, quien al ver la talla y fuste de los visitantes, no les hizo maldito caso y les dejó plantados, sin dignarse responder á la pregunta que hizo Murillito. Otra mujer pasó por el recibimiento y dijo: «¿Qué buscan aquí estos monos? ¡Ah! ¿Venís á saber de Paquito? Más animado está esta tarde...» «Que pasen, que pasen—gritó dentro otra voz femenil,—á ver si mi niño les conoce». Vieron, al entrar, el despacho de los préstamos, donde estaba un señor de gorro y espejuelos que parecía un ministro (según pensó Cadalso), y atravesaron luego un cuarto grande donde había ropa, golfos de ropa, la mar de ropa, y por fin, en una habitación toda llena de capas dobladas, cada una con su cartón numerado, yacía el enfermo y á su lado dos enfermeras, la una sentada en el suelo, la otra junto al lecho. Posturitas había delirado atrozmente toda la noche y parte de la mañana. En aquel momento estaba más tranquilo, sin que el recargo se iniciara aún. «Rico—le dijo la mujer ó señora instalada á la cabecera, y que debía de ser la mamá,—aquí están tus amiguitos, que vienen á preguntar por ti. ¿Quieres verles?» El pobre niño exhaló una queja, como si quisiera romper á llorar, lenguaje con que indican las criaturas enfermas lo que les desagrada y molesta, que suele ser todo lo imaginable. «Mírales, mírales. Te quieren mucho». Paquito dió una vuelta en la cama, é incorporándose sobre un codo, echó á sus amigos una mirada atónita y vidriosa. Tenía los ojos, aunque inflamados, mortecinos, los labios tan cárdenos que parecían negros, y en los pómulos manchas de color de vino. Cadalso sentía lástima y también terror instintivo que le mantuvo desviado de la cama. La mirada fija y sin luz de su compañero de escuela le hacía temblar. Paco Ramos sin duda no conoció de los tres más que á Luisito, porque sólo dijo Miau, Miau, después de lo cual su cabeza se derrumbó sobre la almohada. La madre hizo una seña á los chicos para que despejaran, y ellos obedecieron como unos santos. En la habitación próxima tropezaron con dos hermanillos de Posturitas, más chicos que él, carisucios y culirrotos, los zapatos agujereados y los mandiles hechos una sentina. El uno arrastraba un muñeco de trapo amarrado por el pescuezo, y el otro un caballo sin patas, gritando como un desesperado ¡arre! Al ver gente menuda, se fueron detrás, deseando hacer migas con ella; pero Murillo, echándoselas de persona, les reprendió por la bulla que armaban, estando el hermanito malo. Ellos se miraron estupefactos. No comprendían jota. El más pequeño sacó del bolsillo del delantal un pedazo de pan ya muy lamido, todo lleno de babas, y le metió el diente con fe. Al pasar por la sala, el señor aquel que parecía un ministro estaba examinando dos mantones de Manila que lo presentaba una mujer. Los tres amigos lo saludaron con exquisita cortesía, pero él no les contestó.

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