XXV

Muy pensativo se fué Cadalsito á su casa aquella tarde. El sentimiento de piedad hacia su compañero no era tan vivo como debiera, porque el mameluco de Ramos le había insultado, arrojándole á la cara el infamante apodo, delante de gente. La infancia es implacable en sus resentimientos, y la amistad no tiene raíces en ella. Con todo, y aunque no perdonaba á su mal educado compañero, pensó pedir por él en esta forma: «Ponga usted bueno á Posturitas. Á bien que poco le cuesta. Con decir levántate, Posturas, ya está». Acordándose después de que la mamá de su amigo, aquella misma señora que estaba junto al lecho tan afligida, era la inventora del ridículo bromazo, renovóse en él la inquina que le tenía. «Pero no es señora—pensó.—No es más que mujer, y ahora Dios la castiga de firme por poner motes».

Aquella noche estuvo muy intranquilo; dormía mal, se despertaba á cada instante, y su cerebro luchaba angustiosamente con un fenómeno muy singular. Habíase acostado con el deseo de ver á su benévolo amigo el de la barba blanca; los síntomas precursores se habían presentado, pero la aparición no. Lo doloroso para Cadalsito era que soñaba que la veía, lo que no era lo mismo que verla. Al menos no estaba satisfecho, y su mente forcejeaba en un razonar penoso y absurdo, diciendo: «No es éste, no es éste... porque yo no le veo, sino sueño que le veo, y no me habla, sino sueño que me habla». De aquella febril cavilación pasaba á estotra: «Y no podrá decir ya que no estudio, porque hoy sí que me supe la lección, ¡contro! El maestro me dijo: «Bien, bien, Cadalso». Y la clase toda estaba turulata. Largué de corrido lo del adverbio, y no me comí más que una palabra. Y cuando dije lo de que caía el maná en el desierto, también me lo supe, y sólo me trabuqué después en aquello de los Mandamientos, por decir que los trajo encima de un tablero, en vez de una tabla». Luis exageraba el éxito de su lección de aquel día. La dijo mejor que otras veces, pero no había motivo fundado para tanto bombo.

Mala noche fué aquélla para los dos habitantes del estrecho cuarto, pues Abelarda no hacía más que dar vueltas en su catre, rebelde al sueño, conciliándolo breves minutos, sintiéndose acometida por bruscos estremecimientos, que la hacían pronunciar algunas palabras, de cuyo sonido se asombraba ella propia. Una vez dijo: «Huiré con él». Y al punto le respondió un acento suspirón: «Con el que tenía los anillos de puros». Al oir esto, dió un salto aterrada. ¿Quién le respondía? Todo era silencio en la alcoba; pero al poco rato la voz volvió á sonar, diciendo: «Le castiga usted por malo, por poner motes». Al fin, la mente de Abelarda se esclarecía, pudiendo apreciar la realidad y reconocer la vocecilla de su sobrino. Volvióse del otro lado y se durmió. Luis murmuraba gimiendo, como si quisiera llorar y no pudiese. «Que sí me supe la lección... que sí». Y al cabo de un rato: «No me mojes el sello con tu boca negra... ¿Ves? Eso te pasa por malo. Tu mamá no es señora, sino mujer...» Á lo que contestó Abelarda: «Esa elegantona que te escribe cartas no es dama, sino una tía feróstica... Tonto, y me desprecias á mí por ella, á mí, que me dejaría matar por...! Mamá, mamá, yo quiero ser monja». «No...—decía Luis,—ya sé que no le dió usted al Sr. de Moisés los Mandamientos en un tablero, sino en una tabla... Bueno, en dos tablas... Posturas se va á morir. Su padre le envolverá en aquel mantón de Manila... Usted no es Dios, porque no tiene ángeles... ¿En dónde están los ángeles?»

Y Abelarda: «Ya pesqué la llave de la puerta. Quiero escapar. ¡Con el frío que hace, esperándome en la calle!... ¡Vaya un llover!»

Luis: «Es un ratón lo que Posturas echa por la boca, un ratón negro y con el rabo mu largo. Me escondo debajo de la mesa. ¡Papá!»

Abelarda en voz alta: «Qué... ¿qué es eso, Luis? ¿qué tienes? Pobrecito... esas pesadillas que le dan. Despierta, hijo, que estás diciendo disparates. ¿Por qué llamas á tu papá?»

Despierto también Luis, aunque no con el sentido muy claro: «Tiíta, no duermo. Es que... un ratón. Pero mi papá lo ha cogido. ¿No ves á mi papá?

—Tu papá no está aquí, tontín; duérmete.

—Sí que está... Mírale, mírale... Estoy despierto, tiíta. ¿Y tú?

—Despéjate, hijo... ¿Quieres que encienda luz?

—No... Tengo sueño. Es que todo es muy grande, todas las cosas grandes, y mi papá estaba acostado contigo, y cuando yo le llamé vino á cogerme.

—Prenda, acuéstate de ladito y no tendrás malos sueños. ¿De qué lado estás acostado?

—Del lado de la mano izquierda... ¿Por qué es todo grandísimo, del tamaño de las cosas mayores?

—Acuéstate del lado derecho, alma mía.

—Estoy del lado de la mano izquierda y del pie derecho... ¿Ves? éste es el pie derecho, ¡tan grande! Por eso la mamá de Posturas no es señora. Tiíta...

—¿Qué?

—¿Estás dormida?... Yo me duermo ahora. ¿Verdad que no se muere Posturas?

—¡Qué se ha de morir, hombre! No pienses en eso.

—Díme otra cosa. ¿Y mi papá se va á casar contigo?

En la excitación cerebral que producen la obscuridad y el insomnio, Abelarda no pudo responder lo que habría respondido á la luz del día con la cabeza serena; por cuya razón se dejó decir: «No sé todavía... verdaderamente no sé nada... Puede...»

Poco después murmuró Luis «bueno» en tono de conformidad, y se quedó dormido. Abelarda no pegó los ojos en el resto de la noche, y al día siguiente se levantó muy temprano, la cabeza pesadísima, los párpados encendidos y el humor destemplado, deseando hacer algo extraordinario y nuevo, reñir con alguien, así fuese el mismísimo cura cuya misa pensaba oir pronto, ó el monago que había de ayudarla. Se fué á la iglesia, y en ella tuvo muy malos pensamientos, tales como escabullirse de la casa sin saber para qué, casarse con Ponce y pegársela después, meterse monja y amotinar el convento, hacerle una declaración burlesca de amor al cojo Guillén, empezar la representación de la comedia y retirarse á la mitad, dejándoles á todos plantados; envenenar á Federico Ruiz, tirarse del paraíso del Real á las butacas en lo mejor de la ópera... y otros disparates por el estilo. Pero la permanencia en el templo, silencioso y plácido, las tres misas que oyó, sosegaron poco á poco sus nervios, estableciendo en su cerebro la normalidad de las ideas. Al salir se asustaba y aun se reía de aquellas extravagancias sin sentido. Pasara lo de tirarse del paraíso á las butacas en un momento de desesperación; pero envenenar al pobre Federico Ruiz, ¿á qué santo?

Al llegar á su casa, lo primero que hizo, según costumbre, fué enterarse de si Víctor había salido ó no. Resultó que sí, y doña Pura dijo con alegría no disimulada que su yerno almorzaba fuera. Los recursos se le habían ido agotando á la señora con la rapidez solutiva de esa sal puesta en agua que se llama dinero. ¡Cosa más rara! Lo mismo era cambiar un duro que desleírsele pieza á pieza. Y ya veía próximo el aterrador lindero que separa la escasez de la carencia absoluta. Detrás de aquel lindero se alzaban los espectros familiares mirando á doña Pura y haciéndole muecas. Eran sus terribles compañeros de toda la vida, el deber, el pedir y el empeñar, resueltos á acompañarla hasta la tumba. Ya estaba la señora tirando sus líneas á ver si Víctor le daba medios de zafarse de aquellos socios insufribles. Pero Víctor, á las primeras indirectas, se había hecho el mal entendedor, señal de que no encerraba ya su cartera los tesoros de mejores días. Además, pudo observar doña Pura que por dos ó tres veces habían venido á cobrarle á su yerno cuentas de zapateros ó sastres, y que Víctor no había pagado, diciendo que volvieran ó que él pasaría por allá. Este olor á chamusquina puso á la señora sobre ascuas.

Fueron aquella tarde doña Pura y su hermana á visitar unas amigas. Milagros encargó á Abelarda que diese una vuelta por la cocina; pero la exaltada joven, al quedarse sola, pues Villaamil había ido al Ministerio y Luis á la escuela, echó al olvido cacerolas y sartenes, y metióse en el cuarto de Víctor, con el fin de revolver, de escudriñar, de ponerse en íntimo contacto con su ropa y los objetos de su uso. Sentía la insignificante, en esta inspección vedada, los estímulos de la curiosidad mezclados con un goce espiritual de los más profundos. El examen de la indumentaria, la exploración de todos los bolsillos, aunque en ellos no encontrara cosa de verdadero interés, era un gusto que no cambiaría ella por otros más positivos é indiscutibles. Porque manoseando las camisas se suponía por momentos en una intimidad á la cual su viva imaginación daba apariencias reales. Soñaba actos de los más nobles, como el cuidar la ropa de su hombre, fuera marido ó no, deseando algo que arreglar en ella, botón suelto ó forro descosido; y en tanto reconocía en el olor la persona, por más señas limpia y elegante, gozando en olfatearla á menor distancia que en familia y ante el mundo. Las pocas veces que Abelarda podía darse estos atracones de idealidad y sensaciones rebuscadas, sus registros de bolsillos no arrojaban ninguna luz sobre el misterio que á su parecer envolvía la existencia de Cadalso. Á veces, encontraba en el bolsillo del pantalón perros grandes ó chicos, billetes de tranvía y butacas de teatro; en los de la americana ó levita, alguna nota del Ministerio, alguna carta indiferente. Al concluir, cuidaba de volver todo á su sitio para que no fuera notado el escrutinio, y se sentaba sobre el baúl á meditar. No había sido posible poner en el cuarto de Víctor cómoda ni armario ropero, de modo que tenía su equipo en la misma maleta de viaje, como si estuviera por pocos días en una fonda. Lo que desesperaba á la insignificante, era encontrar el baúl siempre cerrado. Allí sí que habría querido ella meter manos y ojos. ¡Qué de secretos guardaría aquella cavidad misteriosa! Varias veces había probado á abrirla con llaves diferentes, pero en vano.

Pues señor, aquel día, al sentarse en el baúl, ¡tlin!, un rumorcillo metálico. Miró, y... ¡las llaves estaban puestas! Víctor se había olvidado de quitarlas, faltando á sus hábitos cautelosos y previsores. Ver las llaves, abrir y levantar la tapa casi fueron actos simultáneos. Gran desorden en la parte superior del contenido. Había allí un sombrero chafado, de los que llaman livianillos, cuellos y puños sueltos, cigarros, una caja de papel y sobres, ropa blanca y de punto, periódicos doblados, corbatas ajadas y otras nuevecitas. Abelarda observó todo un buen rato sin tocar, enterándose bien, como es uso de curiosos y ladrones, de la colocación de los objetos para volver á ponerlos lo mismo. Luego deslizó la mano por un lado, explorando la segunda capa. No sabía por dónde empezar. Al propio tiempo, la presunción de que Víctor andaba en líos con alguna señora de mucho lustre y empinadísimo copete, se imponía y destacaba sobre las ideas restantes. Pronto se descubriría todo; allí se encontraban de fijo las pruebas irrecusables. De tal modo dominaba este prejuicio la mente de Abelarda, que antes de descubrir el cuerpo del delito ya creía olfatearlo, porque el olfato era quizás su sentido más despierto en aquellas pesquisas. «¡Ah! ¿no lo dije? ¿Qué es esto? Un ramito de violetas». En efecto, al levantar con cuidado una pieza de ropa, encontró el ramo ajado y oloroso. Siguió explorando. Su instinto, su intuición ó corazonada, que tenía la fuerza de una luz precursora ó de indicador misterioso, la guiaba por aquellas revueltas honduras. Sacó varias cosas cuidadosamente, las puso en el suelo, y adelante; busca de aquí, busca de allí, su mano convulsa dió con un paquete de cartas. ¡Ah! por fin había parecido la clave del secreto. ¡Si no podía ser de otro modo! Cogió el paquete, y al sentirlo entre sus dedos infundióle terror su propio hallazgo.

Sin quitar la goma leyó algo ya, pues las cartas no tenían envoltura que las cubriese. Lo primero que se echó á la cara fué una coronita estampada en el membrete de la carta superior; y como no era fuerte en heráldica, no supo si la corona era de marquesa ó de condesa... Pensó entonces la insignificante en su mucho acierto y sagacidad. No, no podía ella equivocarse al suponer que la misteriosa persona con quien él estaba en relaciones era de alta categoría. Había nacido Víctor para las esferas superiores de la vida, como el águila para remontarse á las alturas. Pensar que hombre de tales condiciones descendiese á las esferas de cursilería y pobreza en que ella vivía... ¡absurdo! y raciocinando así, persuadíase también de que lo incomprensible y tenebroso de la conducta y del lenguaje de Víctor no era falta de él, sino de ella, por no alcanzar con sus cortas luces y su apreciación vulgar de la vida á la superioridad de semejante hombre.

Á leer tocan. No sabía la joven por dónde empezar. Hubiera querido echarse al coleto en un santiamén todas las cartas de cruz á fecha. El tiempo apremiaba; su madre y su tía no tardarían en entrar. Leyó rápidamente una, y cada frase fué una cuchillada para la lectora. Allí se trataba de negativa de rompimiento, se daban descargos como respondiendo á una acusación celosa: allí se prodigaban los términos azucarados que Abelarda no había leído nunca más que en las novelas; allí todo era finezas y protestas de amor eterno, planes de ventura, anuncios de entrevistas venideras, y recuerdos dulces de las pasadas, refinamientos de precaución para evitar sospechas, y al fin derrames de ternezas en forma más ó menos velada. Pero el nombre, el nombre de la sinvergüenzona aquélla, por más que la lectora lo buscaba con ansia, no parecía en ninguna parte. La firma no rompía el anónimo; á veces una expresión convencional, tu chacha, tu nenita; á veces un simple garabato... Pero lo que es nombre, ni rastros de él. Leyendo todo, todo cuidadosamente, se habría podido sacar en limpio, por referencias, quién era la chacha; pero Abelarda no podía detenerse; ya era tarde, llamaban á la puerta... Había que colocar todo en su sitio de modo que no se conociese la mano revoltijera. Hízolo rápidamente, y fué á abrir. Ya no se borró más de su mente, en aquel día ni en los que le siguieron, la fingida imagen de la odiada señora. ¿Quién sería? La insignificante se la figuraba hermosota, muy chic, mujer caprichosa y desenfadada, como á su parecer lo eran todas las de las altas clases. «¡Qué guapa debe de ser!... ¡qué perfumes tan finos usará!—se decía á todas horas con palabras de fuego que del cerebro le salían para estampársele en el corazón.—¡Y cuántos vestidos tendrá, cuántos sombreros, cuántos coches!...»

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