XXIX

Por un instante, Cadalsito no vió ante sí cosa alguna. Todo tinieblas, vacío, silencio. Al poco rato aparecióse enfrente el Señor, sentado, ¿pero dónde? Tras de él había algo como nubes, una masa blanca, luminosa, que oscilaba con ondulaciones semejantes á las del humo. El Señor estaba serio. Miró á Luis, y Luis á él en espera de que le dijese algo. Había pasado mucho tiempo desde que le vió por última vez, y el respeto era mayor que nunca.

—El caballero para quien trajiste la carta—dijo el Padre,—no te ha contestado todavía. La leyó y se la guardó en el bolsillo. Luego te contestará. Le he dicho que te dé un como una casa. Pero no sé si se acordará. Ahora está hablando por los codos.

—Hablando—repitió Luis;—¿y qué dice?

—Muchas cosas, hombre, muchas que tú no entiendes—replicó el Señor, sonriendo con bondad.—¿Te gustaría á ti oir todo eso?

—Sí que me gustaría.

—Hoy están muy enfurruñados. Acabarán por armar un gran rebumbio.

—Y usted—preguntó Cadalso tímidamente, no decidiéndose nunca á llamar á Dios de ,—¿usted no habla?

—¿Dónde, aquí? Hombre... yo... te diré... alguna vez puede que diga algo... Pero casi siempre lo que yo hago es escuchar.

—¿Y no se cansa?

—Un poquitín; ¡pero qué remedio!...

—¿El caballero de la carta contestará que sí? ¿Colocarán á mi abuelo?

—No te lo puedo asegurar. Yo le he mandado que lo haga. Se lo he mandado la friolera de tres veces.

—Pues lo que es ahora (con desembarazo), bien que estudio.

—No te remontes mucho. Algo más aplicado estás. Aquí, entre nosotros, no vale exagerar las cosas. Si no te distrajeras tanto con el álbum de sellos, más aprovecharías.

—Ayer me supe la lección.

—Para lo que tú acostumbras, no estuvo mal. Pero no basta, hijo, no basta. Sobre todo, si te empeñas en ser cura, hay que apretar. Porque figúrate tú, para decirme una misa has de aprender latín, y para predicar tienes que estudiar un sin fin de cosas.

—Cuando sea mayor lo aprenderé todito... Pero mi papá no quiere verme cura, y dice que él no cree nada de usted, ni aunque lo maten. Dígame, ¿es malo mi papá?

—No es muy católico que digamos.

—Y la Quintina, ¿es buena?

—La tía Quintina sí. ¡Si vieras qué cosas tan bonitas tiene en su casa! Debías ir á verlas.

—Abuelita no me deja (desconsolado). Es que á la tía Quintina se le ha metido en la cabeza que me vaya á vivir con ella, y los de casa... que nones.

—Es natural. Pero tú, ¿qué piensas de esto? ¿Te gustaría seguir donde estás y que te dejaran ir á casa de la tía para ver los santos?

—¡Vaya si me gustaría!... Dígame, ¿y mi papá está aquí dentro?

—Sí, por ahí anda.

—¿Y también él hablará?

—También. ¡Pues no faltaba más!...

—Usted perdone. El otro día dijo mi papá que las mujeres son muy malas. Por eso yo no quiero casarme nunca.

—Muy bien pensado (conteniendo la risa). Nada de casorios. Tú vas á ser curita.

—Y obispo, si usted no manda otra cosa...

En esto vió que el Señor se volvía hacia atrás como para apartar de sí algo que le molestaba... El chico estiró el cuello para ver qué era, y el Padre dijo: «¡Largo!; idos de aquí y dejadme en paz». Entonces vió Luisito que por entre los pliegues del manto de su celestial amigo asomaban varias cabecitas de granujas. El Señor recogió su ropa, y quedaron al descubierto tres ó cuatro chiquillos en cueros vivos y con alas. Era la primera vez que Cadalso les veía, y ya no pudo dudar que aquel era verdaderamente Dios, puesto que tenía ángeles. Empezaron á aparecerse por entre aquellas nubes algunos más, y alborotaban y reían, haciendo mil cabriolas. El Padre Eterno les ordenó segunda vez que se largaran, sacudiéndoles con la punta de su manto, como si fuesen moscas. Los más chicos revoloteaban, subiéndose hasta el techo (pues había techo allí) y los mayores le tiraban de la túnica al buen abuelo para que se fuera con ellos. El anciano se levantó al fin, algo contrariado, diciendo: «Bien; ya voy, ya voy... ¡Qué machacones sois! No os puedo aguantar». Pero esto lo decía con acento bonachón y tolerante. Cadalsito estaba embobado ante tan hermosa escena, y entonces vió que de entre los alados granujas se destacaba uno...

¡Contro! era Posturitas, el mismo Posturas, no tieso y lívido como le vió en la caja, sino vivo, alegre y tan guapote. Lo que llenó de admiración á Cadalso fué que su condiscípulo se le puso delante y con el mayor descaro del mundo le dijo: «Miau, fu, fu...» El respeto que debía á Dios y á su séquito no impidió á Luis incomodarse con aquella salida, y aun se aventuró á responder: «¡Pillo, ordinario... eso te lo enseñaron la puerca de tu madre y tus tías, que se llaman las arpidas!» El Señor habló así, sonriendo: «Callar, á callar todos... Andando...» Y se alejó pausadamente, llevándoselos por delante, y hostigándoles con su mano como á una bandada de pollos. Pero el recondenado de Posturitas, desde gran distancia, y cuando ya el Padre celestial se desvanecía entre celajes, se volvió atrás, y plantándose frente al que fué su camarada, con las patas abiertas, el hocico risueño, le hizo mil garatusas, y le sacó un gran pedazo de lenguaza, diciendo otra vez: «Miau, Miau, fu, fu...» Cadalsito alzó la mano... Si llega á tener en ella libro, vaso ó tintero, le descalabra. El otro se fué dando brincos, y desde lejos, haciendo trompeta con ambas manos, soltó un Miau tan fuerte y tan prolongado, que el Congreso entero, repercutiendo el inmenso mayido, parecía venirse abajo...

Un portero con una carta en la mano despertó al chiquillo, que tardaba mucho en volver en sí. «Niño, niño, ¿eres tú el que ha traído la carta para ese señor? Aquí está la respuesta. Sr. D. Ramón Villaamil».

—Sí, yo soy... digo, es mi abuelo—contestó al fin Luisito, y restregándose los ojos salió. El fresco de la calle despejóle un poco la cabeza. Estaba lloviendo, y su primera idea fué para considerar que se le iba á poner la ropa perdida. Canelo, á todas estas, había matado el tiempo en la Carrera de San Jerónimo, calle arriba, calle abajo, viendo las muchachas bonitas que pasaban, algunas en coche, con sus collares de lujo; y cuando Luis salió del Congreso, ya estaba de vuelta de su correría, esperando al amigo. Unióse á éste, esperando que comprase bollos; pero el pequeño no tenía cuartos, y aunque los tuviera, no estaba él de humor para comistrajos después de las cosas que había visto y con el gran trastorno que en todo su cuerpo le quedara.

¿Y la carta?... ¿qué decía la carta? Con trémula mano abrióla Villaamil (mientras doña Pura se llevaba adentro al chiquillo para mudarle la ropa), y al leerla se le cayeron las alas del corazón. Era una de esas cartas de estampilla, como las que á centenares se escriben diariamente en el Congreso y en los Ministerios. Mucha fórmula de cortesía, mucho trasteo de promesas vagas sin afirmar ni negar nada. Cuando su mujer acudió á enterarse, Villaamil ofrecía un aspecto trágico, mostrando la epístola abierta, arrojada sobre la mesa.

—¡Ya!—dijo la Miau, después de leerla;—las pamplinas de siempre. Pero no te apures, hombre. Vete mañana á verle, y...

—Cuando te digo (con atroz desaliento) que entre unos y otros me están jorobando...

Pasó la noche sumido en negra tristeza, y á la mañana inmediata, cambio completo de decoración. En la afanosa vida del pretendiente ocurren estos rudos contrastes que les hacen pasar del desconsuelo á la esperanza. Recibió Villaamil una esquela del prohombre citándole para su casa, de doce á una. Con la prisa y el anhelo que le entró á mi hombre, no acertaba á ponerse el gabán. «Me llamará para decirme alguna tontería—pensaba, arrimándose siempre á lo peor.—Vamos, vamos allá». Y salió, dejando á su mujer excitadísima con la ilusión de un próximo triunfo. Por el camino procuraba compenetrarse bien de su fatalismo pesimista. Según su teoría, siempre sucede lo contrario de lo que uno piensa. Véase por qué no nos sacamos nunca la lotería; bien claro está: porque compra uno el billete con el intento firme de que le ha de caer el premio gordo. Lo previsto no ocurre jamás, sobre todo en España, pues por histórica ley, los españoles viven al día, sorprendidos de los sucesos y sin ningún dominio sobre ellos. Conforme á esta teoría del fracaso de toda previsión, ¿qué debe hacerse para que suceda una cosa? Prever la contraria, compenetrarse bien de la idea opuesta á su realización. ¿Y para que una cosa no pase? Figurarse que pasará, llegar á convencerse, en virtud de una sostenida obstinación espiritual, de la evidencia de aquel supuesto. Villaamil había experimentado siempre con éxito este sistema, y recordaba multitud de ejemplos demostrativos. En uno de sus viajes á Cuba, corriendo furioso temporal, se compenetró absolutamente de la idea de morir, arrancó de su espíritu toda esperanza, y el vapor hubo de salvarse. Otra vez, hallándose amenazado de una cesantía, se empapó de la persuasión de su desgracia; no pensaba más que en el fatídico cese; lo veía delante de sí día y noche, manifestándose con brutal laconismo. ¿Y qué sucedió? Pues sucedió que me le ascendieron.

En resumidas cuentas, al ir á casa del padre de la patria, Villaamil se impregnó bien en el convencimiento de un desastre, y pensaba así: «Como si lo viera; este señor me va á dar ahora la puntilla, diciéndome: «Amigo, lo siento mucho; el Ministro y yo no nos entendemos, y me es imposible hacer nada por usted».

Pero las palabras del aprovechado personaje fueron muy distintas, y jamás habría podido barruntar D. Ramón que el otro saliese por este registro: «Pues ayer tarde, después de escribir á usted, hablé con su yerno, el cual me manifestó que á usted le convendría más servir en provincias. Eso ya varía de especie, porque en provincias es mucho más fácil. Hoy mismo me ocuparé del asunto».

En medio de la sorpresa grata que tan expresivas razones le causaron, sintió mi hombre el disgusto de la ingerencia de Víctor en aquel negocio. Retiróse á su casa intranquilo; pues le hacía muy poca gracia ver mezcladas la persona y recomendaciones de Cadalso con las suyas. No participó doña Pura de estos recelos, y el sol de su regocijo brilló sin nubes. Cierto que les contrariaba tener que hacer el hatillo; pero no estaban en situación de escoger lo mejor, sino de apechugar con lo posible, dando gracias á Dios.

Desde aquel día, Villaamil frecuentaba la iglesia de un modo vergonzante. Al salir de casa, si las Comendadoras estaban abiertas, se colaba un rato allí, y oía misa si era hora de ello, y si no, se estaba un ratito de rodillas, tratando sin duda de armonizar su fatalismo con la idea cristiana. ¿Lo conseguiría? ¡Quién sabe! El cristianismo nos dice: Pedid y se os dará; nos manda que fiemos en Dios y esperemos de su mano el remedio de nuestros males; pero la experiencia de una larga vida de ansiedad sugería al buen Villaamil estas ideas: No esperes y tendrás; desconfía del éxito para que el éxito llegue. Allá se las compondría en su conciencia. Quizás abdicaba de su diabólica teoría, volviendo al dogma consolador; tal vez se entregaba con toda la efusión de su espíritu al Dios misericordioso, poniéndose en sus manos para que le diera lo que más le convenía, la muerte ó la vida, la credencial ó el eterno cese, el bienestar modesto ó la miseria horrible, la paz dichosa del servidor del Estado ó la desesperación famélica del pretendiente. Quizás anticipaba su acalorada gratitud para el primer caso ó su resignación para el segundo, y se proponía aguardar con ánimo estoico el divino fallo, renunciando á la previsión de los acontecimientos, resabio pecador del orgullo del hombre.

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