XXVIII

Á la mañana siguiente, Villaamil celebró con su mujer, cuando ésta volvió de la compra, una conferencia interesante. Estaba él en su despacho escribiendo cartas, y al sentir entrar á su costilla, siseó con misterio, y encerrándose con ella, le dijo: «De esto, ni una palabra á Víctor, que es muy perro y me puede parar el golpe. Aunque yo nada espero, he dado ayer algunos pasos. Me apoya un diputado de mucho empuje... Hablamos anoche largamente. Te diré, para que lo sepas todo, que me presentó á él mi amigo La Caña. Le relaté mis antecedentes, y se admiró de que me tuvieran cesante. Así como quien no quiere la cosa, le expuse mis ideas sobre Hacienda, y mira tú qué casualidad: son las mismas que tiene él. Piensa igualito que yo. Que deben ensayarse nuevas maneras de tributación, tirando á simplificar, apoyándose en la buena fe del contribuyente y tendiendo á la baratura de la cobranza. Pues prometió apoyarme á rajatabla. Es hombre que vale mucho y parece que no le niegan nada.

—¿Es de oposición?

—No; ministerialísimo, pero disidente, ahí está el chiste, y cada día le da una desazón al Gobierno. Vale, vale. Y es de estos que no se ocupan más que del bien del país. Cuando se levanta á hablar, el banco azul tiembla. Como que les prueba, ce por be, que el país corre á la perdición si siguen las cosas como van, y que la agricultura está arruinada, la industria muerta y la nación toda en la más espantosa miseria. Esto salta á los ojos. Pues el Gobierno, que ve en él su acusador, le tiene un miedo, hija, un canguelo tal, que cosa que él pida es otorgada. Saca las credenciales á espuertas... Bueno; hemos quedado en que yo le avisaría si se hace hoy una vacante que me indicaron Sevillano y Pantoja. Voy al Ministerio en cuanto almuerce, me entero de si hay ó no la vacante, y como la haya, le escribo á su casa ó al Congreso, según la hora. Me ha dado palabra de hablar esta tarde al Ministro, el cual le está agradecidísimo, por haber renunciado á explanar una interpelación sobre cierta contrata en que hay sapos y culebras. Ya se ve, el Ministro le daría hoy el arpa de David si se la pidiera. ¿Te vas enterando?

—Sí, hombre, sí (radiante de satisfacción); y me parece que lo que es ahora, no hay quien nos quite el bollo.

—¡Oh! lo que es confianza, lo que se llama confianza, yo no la tengo. Ya sabes que me pongo siempre en lo peor. Pero vamos á hacer nuestro plan: Yo al Ministerio. Que Luis no vaya á la escuela esta tarde, y que espere aquí, porque con él le tengo que mandar la carta. No le veré yo mismo, porque Víctor se ha empeñado en que visitemos juntos esta tarde al Jefe del Personal. Quiero ir con él para despistarle. ¿Entiendes? Cuidado como le dejas entender á ese pillo de dónde sopla ahora el viento.

Levantándose excitadísimo, se puso á dar paseos por el angosto aposento. Su mujer, gozosa, le dejó solo, y á pesar de la reserva que se impuso, su hija y hermana le conocieron en la cara las buenas nuevas. Era de esas personas que atesoran en sí mismas un arsenal de armas espirituales contra las penas de la vida y poseen el arte de transformar los hechos, reduciéndolos y asimilándoselos en virtud de la facultad dulcificante que en sus entrañas llevan, como la abeja, que cuanto chupa lo convierte en miel.

Para Cadalsito fué aquel día de huelga, pues por la mañana, según disposición del maestro, debían ir todos al sepelio del malogrado Posturitas. Y uno de los designados para llevar las cintas del féretro era Luis, á causa de ser tal vez el que mejor ropa tenía, gracias á su papá Víctor. Su abuela le puso los trapitos de cristianar, con guantes y todo, y salió muy compuesto y emperejilado, gozoso de verse tan guapo, sin que atenuara su contento el triste fin de tales composturas. La mujer del memorialista le hizo mil caricias encareciendo lo majo que estaba, y el niño se dirigió hacia la casa de préstamos, seguido de Canelillo, que también quiso meter su hocico en el entierro, aunque no era fácil le dieran vela en él. Al entrar en la calle del Acuerdo, se encontró Cadalso á su tía Quintina, que le llenó de besos, ensalzó mucho su elegancia, le estiró el cuerpo de la chaqueta y las mangas, y le arregló el cuello para que resultara más guapo todavía. «Esto me lo debes á mí, pues le dije á tu padre que te comprara ropita. Á él no se le hubiera ocurrido nunca tal cosa; anda muy distraído. Por cierto, corazón, que estoy bregando ahora más que nunca con tu papá para que te lleve á vivir conmigo. ¿Qué es eso? ¿qué cara me pones? Estarás conmigo mucho mejor que con esas remilgadas Miaus... ¡Si vieras qué cosas tan bonitas tengo en casa! ¡Ay, si las vieras!... Unos niños Jesús que se parecen á ti, con el mundito en la mano; unos nacimientos tan preciosos, pero tan preciosos... tienes que verlos. Y ahora estamos esperando cálices chiquititos, custodias que son una una monada, casullas así... para que los niños buenos jueguen á las misas; santos de este tamaño, así, mira, como los soldados de plomo, y la mar de candeleritos y arañitas que se encienden en los altares de juguete. Todo lo tienes que ver, y si vas á casa, puedes hacer con ello lo que quieras, pues es para tu diversión. ¿Irás, rico mío?»

Cadalsito, abriendo cada ojo con aquellas descripciones de juguetes sacros, decía que sí con la cabeza, aunque afligido por la dificultad de ver y gozar tales cosas, pues abuelita no le dejaba poner los pies allá. En esto llegaron á la puerta de la casa mortuoria, donde Quintina, después de besuquearle otra vez refregándole la cara, le dejó en compañía de los demás chicos, que ya estaban allí, alborotando más de lo que permitían las tristes circunstancias. Unos por envidia, otros porque eran en toda ocasión muy guasones, empezaron á tomarle el pelo al amigo Cadalso por la ropa flamante que llevaba, por las medias azules y más aún por los guantes del mismo color, que, dicho sea entre paréntesis, le entorpecían las manos. No dejaba él que le tocasen, resuelto á defender contra todo ataque de envidiosos y granujas la limpieza de sus mangas. Tratóse luego de si subían ó no á ver á Paco Ramos muerto, y entre los que votaron por la afirmativa, se coló también Luis, movido de la curiosidad. Nunca tal hiciera.

Porque le impresionó tan vivamente la vista del chiquillo difunto, que á poco se cae al suelo. Le entró una pena en la boca del estómago, como si le arrancasen algo. El pobre Posturistas parecía más largo de lo que era. Estaba vestido con sus mejores ropas; tenía las manos cruzadas, con un ramo en ellas: la cara muy amarilla, con manchas moradas, la boca entreabierta y de un tono casi negro, viéndose los dos dientes de en medio, blancos y grandes, mayores que cuando estaba vivo... Tuvo que apartarse Luisín de aquel espectáculo aterrador. ¡Pobre Posturas!... ¡Tan quieto el que era la misma viveza, tan callado el que no cesaba de alborotar un punto, riendo y hablando á la vez! ¡Tan grave el que era la misma travesura y á toda la clase la traía siempre al retortero! En medio de aquel inmenso trastorno de su alma, que Luis no podía definir, ignorando si ora pena ó temor, hizo el chico una observación que se abría paso por entre sus sentimientos, como voz del egoísmo, más categórico en la infancia que la piedad. «Ahora—pensó—no me llamará Miau». Y al deducir esto, parecía quitársele un peso de encima, como quien resuelve un arduo problema ó ve conjurado un peligro. Al descender la escalera, procuraba consolarse de aquel malestar que sentía, afirmando mentalmente: «Ya no me dirá Miau... Que me diga ahora Miau».

Poco tardó en bajar la caja azul para ser puesta en el carro. En todos los balcones de la casa, sin exceptuar los del establecimiento de préstamos, se asomaron no pocas mujeres para ver salir el entierro. El cojo Guillén apareció con los ojos encendidos de llorar y la cara tan seria, que no se parecía á sí mismo. Él fué quien dispuso todo y distribuyó las cintas, confiándole una á Cadalso. Después se metió en el coche, donde iba también el maestro, con su bastón roten y su chistera lacia; el tendero vecino, con limpia camisa de cuello corto sin corbata, y un señor viejo á quien no conocía Cadalso. En marcha, pues, Luis pensó que su ropa daba golpe, y no fué insensible á las satisfacciones del amor propio. Iba muy consentido en su papel de portador de cinta, pensando que si él no la llevase, el entierro no sería, ni con mucho, tan lucido. Buscó á Canelo con la mirada; pero el sabio perro de Mendizábal, en cuanto entendió que se trataba de enterrar, cosa poco divertida y que sugiere ideas misantrópicas, dió media vuelta y tomó otra dirección, pensando que le tenía más cuenta ver si se parecía alguna perra elegante y sensible por aquellos barrios.

En el cementerio, la curiosidad, más poderosa que el miedo, impulsó á Cadalso á ver todo... Bajaron del carro el cadáver, le entraron entre dos, abrieron la caja... No comprendía Luis para qué, después de taparle la cara con un pañuelo, le echaban cal encima aquellos brutos... Pero un amigo se lo explicó. Cadalsito sentía, al ver tales operaciones, como si le apretasen la garganta. Metía su cabeza por entre las piernas de las personas mayores, para ver, para ver más. Lo particular era que Posturitas se estuviese tan callado y tan quieto mientras le hacían aquella herejía de llenarle la cara de cal. Luego cerraron la tapa... ¡Qué horror quedarse dentro! Le daban la llave al cojo, y después metían la caja en un agujero, allá, en el fondo, allá... Un albañil empezó á tapar el hueco con yeso y ladrillos. Cadalso no apartaba los ojos de aquella faena... Cuando la vió concluida, soltó un suspiro muy grande, explosión del respirar contenido largo tiempo. ¡Pobre Posturitas! «Pues señor, á mí me dirán Miau todos los que quieran; pero lo que es éste no me lo vuelve á decir».

Cuando salieron, los amigos le embromaron a vez por su esmerado atavío. Alguno dejó entrever la intención malévola de hacerle caer en una zanja, de la cual habría salido hecho una compasión. Varias manos muy puercas le tocaron con propósitos que es fácil suponer, y ya Cadalso no sabía qué hacerse de las suyas, aprisionadas en los guantes, entumecidas é incapaces de movimiento. Por fin se libró de aquella apretura, quitándose los guantes y guardándolos en el bolsillo. Antes de llegar á la calle Ancha, los chicos se dispersaron y Luisito siguió con el maestro, que le dejó á la puerta de su casa. Ya estaba allí Canelo de vuelta de sus depravadas excursiones, y subieron juntos á almorzar, pues el can no ignoraba que había repuesto fresco de víveres arriba.

—¿Y los guantes?—preguntó doña Pura á su nieto cuando le vió entrar con las manos desnudas.

—Aquí están... No los he perdido.

Villaamil, á eso de las tres, entró de la calle, afanadísimo, y metiéndose en su despacho, escribió una carta delante de su esposa, que veía con gusto en él la excitación saludable, síntoma de que la cosa iba de veras.

—Bueno. Que Luis lleve esta carta y espere la contestación. Me ha dicho Sevillano que tenemos vacante, y quiero saber si el diputado la pide para mí ó no. De la oportunidad depende el éxito. Yo estoy citado con Víctor, y para desorientarle no quiero faltar... Es labor fina la que traigo entre manos, y hay que andar con muchísimo tiento. Dame mi sombrero... mi bastón, que ya estoy otra vez en la calle. Dios nos favorezca. Á Luis que no se venga sin la respuesta. Que dé la carta á un portero y se aguarde en el cuarto aquél, á la derecha conforme se entra. Yo no espero nada; pero es preciso, es preciso echar todos los registros, todos...

Salió Cadalsito á eso de las cuatro con la epístola y sin guantes, seguido de Canelo y conservando la ropita del entierro, pues su abuela pensó que ninguna ocasión más propicia para lucirla. No fué preciso indicarle hacia dónde caía el Congreso, pues había ido ya otra vez con comisión semejante. En veinte minutos se plantó allá. La calle de Florida-Blanca estaba invadida de coches que, después de soltar en la puerta á sus dueños, se iban situando en fila. Los cocheros de chistera galonada y esclavina charlaban de pescante á pescante, y la hilera llegaba hasta el teatro de Jovellanos. Junto á las puertas del edificio, por la calle del Sordo, había filas de personas formando cola, que los de Orden público vigilaban, cuidando de que no se enroscase mucho. Examinado todo esto, el observador Cadalsito se metió por aquella puerta coronada de un techo de cristales. Un portero con casaca le apartó suavemente para que entrasen unos señorones con gabán de pieles, ante los cuales abría la mampara roja. Cadalsito se encaró después con el sujeto aquel de la casaca, y quitándose la gorra (pues él, siempre cortés en viendo galones, no distinguía de jerarquías), le dió la carta, diciendo con timidez: «Aguardo contestación». El portero, leyendo el sobre: «No sé si ha venido. Se pasará». Y poniendo la carta en una taquilla, dijo á Luis que entrase en la estancia á mano derecha.

Había allí bastante gente, la mayor parte en pie junto á la puerta, hombres de distintas cataduras, algunos muy mal de ropa, la bufanda enroscada al cuello, con trazas de pedigüeños; mujeres de velo por la cara, y en la mano enrollado papelito que á instancia trascendía. Algunos acechaban con airado rostro á los señores entrantes, dispuestos á darles el alto. Otros, de mejor pelo, no pedían más que papeletas para las tribunas, y se iban sin ellas por haberse acabado. Cadalsito se dedicó también á mirar á los caballeros que entraban en grupos de dos ó de tres, hablando acaloradamente. «Muy grande debe de ser esta casona—pensó Luis,—cuando cabe tanto señorío». Y cansado al fin de estar en pie, se metió para dentro y se sentó en un banco de los que guarnecen la sala de espera. Allí vió una mesa donde algunos escribían tarjetas ó volantes, que luego confiaban á los porteros, y aguardaban sin disimular su impaciencia. Había hombre que llevaba tres horas, y aun tenía para otras tres. Las mujeres suspiraban inmóviles en el asiento, soñando una respuesta que no venía. De tiempo en tiempo abríase la mampara que comunicaba con otra pieza; un portero llamaba: «El señor Tal», y el señor Tal se erguía muy contento.

Transcurrió una hora, y el niño bostezaba aburridísimo en aquel duro banco. Para distraerse, levantábase á ratos y se ponía en la puerta á ver entrar personajes, no sin discurrir sobre el intríngulis de aquella casa y lo que irían á guisar en ella tantos y tantos caballerotes.

El Congreso (bien lo sabía él) era un sitio donde se hablaba. ¡Cuántas veces había oído á su abuelo y á su padre: «Hoy habló Fulano ó Mengano, y dijeron esto, lo otro y lo de más allá. ¿Y cómo sería la casa por dentro? Gran curiosidad. ¿Cómo sería? ¿Dónde hablaban? Ello debía de ser una casa grandona como la iglesia, con la mar de bancos, donde se sentaban para charlar todos á un tiempo. ¿Y á qué era tanta habladuría? Pues también entraban allí los Ministros. ¿Y quiénes eran los Ministros? Los que gobernaban y daban los destinos. Igualmente recordó haber oído á su abuelo, en frecuentes ratos de mal humor, que las Cortes eran una farsa y que allí no se hacía más que perder el tiempo. Pero otras veces se entusiasmaba el buen viejo, elogiando un discurso de alboroto. Total, que Luisín no podía formar juicio exacto, y su mente era toda confusión.

Volvió al banco, y desde él vió entrar á uno que se le figuró su padre. «¡Mi papá también aquí!» Y le franquearon la mampara como á los demás. Por poco sale tras él gritando: «Papá, papá», pero no hubo tiempo, y donde estaba se quedó. «¿Y será mi papá de los que hablan? Quien debía venir aquí á explicarse es Mendizábal, que sabe tanto, y dice unas cosas tan buenas...» En esto sintió que se le nublaba la vista, y le entraba el intenso frío al espinazo. Fué tan brusca y violenta la acometida del mal, que sólo tuvo tiempo de decirse: que me da, que me da; y dejando caer la cabeza sobre el hombro, y reclinando el cuerpo en la esquina próxima, se quedó profundamente dormido.

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