XXX

Una tarde, ya cerca de anochecido, al volver á su casa, vió á Monserrat abierto, y allá se entró. La iglesia estaba muy obscura. Casi á tientas pudo llegar á un banco de los de la nave central y se hincó juntó á él, mirando hacia el altar, alumbrado por una sola luz. Pisadas de algún devoto que entraba ó salía y silabeo tenue de rezos eran los únicos rumores que turbaban el silencio, en cuyo seno profundo arrojó el cesante su plegaria melancólica, mezcla absurda de piedad y burocracia... «Porque por más que revuelvo en mi conciencia no encuentro ningún pecado gordo que me haga merecer este cruel castigo... Yo he procurado siempre el bien del Estado, y he atendido á defender en todo caso la Administración contra sus defraudadores. Jamás hice ni consentí un chanchullo, jamás, Señor, jamás. Eso bien lo sabes tú, Señor... Ahí están mis libros cuando fuí tenedor de la Intervención... Ni un asiento mal hecho, ni una raspadura... ¿Por qué tanta injusticia en estos jeringados Gobiernos? Si es verdad que á todos nos das el pan de cada día, ¿por qué á mí me lo niegas? Y digo más: si el Estado debe favorecer á todos por igual, ¿por qué á mí me abandona?... ¡Á mí, que le he servido con tanta lealtad! Señor, que no me engañe ahora... Yo te prometo no dudar de tu misericordia como he dudado otras veces; yo te prometo no ser pesimista, y esperar, esperar en ti. Ahora, Padre Nuestro, tócale en el corazón á ese cansado Ministro, que es una buena persona: sólo que me le marean con tantas cartas y recomendaciones».

Transcurrido un rato se sentó, porque el estar de rodillas le fatigaba, y sus ojos, acostumbrándose á la penumbra, empezaron á distinguir vagamente los altares, las imágenes, los confesonarios y las personas, dos ó tres viejas que rezongaban acurrucadas en ruedos al pie de los confesonarios. No esperaba él el buen encuentro que tuvo á la media hora de estar allí. Deslizándose sobre el banco ó andando con las asentaderas sobre la tabla, se le apareció su nieto.

—Hijo, no te había visto. ¿Con quién vienes?

—Con tía Abelarda, que está en aquella capilla... Aquí la estaba esperando y me quedé dormido. No le vi entrar á usted.

—Pues aquí llegué hace un ratito—le dijo el abuelo, oprimiéndole contra sí.—¿Y tú, vienes aquí á dormir la siesta? No me gusta eso; te puedes enfriar y coger un catarro. Tienes las manos heladitas. Dámelas que te las caliente.

—Abuelo—le preguntó Luis cogiéndole la cara y ladeándosela,—¿estaba usted rezando para que le coloquen?

Tan turbado se encontraba el ánimo del cesante, que al oir á su nieto pasó de la risa al lloro en menos de un segundo. Pero Luis no advirtió que los ojos del anciano se humedecían, y suspiró con toda su alma al oir esta respuesta:

—Sí, hijo mío. Ya sabes tú que á Dios se le debe pedir todo lo que necesitamos.

—Pues yo—replicó el chicuelo saltando por donde menos se podía esperar—se lo estoy diciendo todos los días, y nada.

—¿Tú... pero tú también pides?... ¡Qué rico eres! El Señor nos da cuanto nos conviene. Pero os preciso que seamos buenos, porque si no, no hay caso.

Luis lanzó otro suspiro hondísimo que quería decir: «Esa es la dificultad, ¡contro!, que uno sea bueno». Después de una gran pausa, el chiquillo, manoseando otra vez la cara del abuelo para obligarle á mirar para él, murmuró:

—Abuelo, hoy me he sabido la lección.

—¿Sí? Eso me gusta.

—¿Y cuándo me ponen en latín? Yo quiero aprenderlo para cantar misa... Pero mire usted, lo que es esta iglesia no me hace feliz. ¿Sabe usted por qué? Hay en aquella capilla un Señor con pelos largos que me da mucho miedo. No entro allí aunque me maten. Cuando yo sea cura, lo que es allí no digo misa...

Don Ramón se echó á reir.

—Ya se te irá quitando el temor, y verás cómo también al Cristo melenudo le dices tus misitas.

—Y que ya estoy aprendiendo á echarlas. Murillo sabe todo el latinaje de la misa, y cuando se toca la campanilla y cuando se le levanta el faldón al cura.

—Mira—le dijo su abuelo sin enterarse,—ve y avisa á la tía que estoy aquí. No me habrá visto. Ya es hora de que nos vayamos á casa.

Fué Luis á llevar el recado, y el taconeo de sus pisadas resonó en el suelo de la iglesia como alegre nota en tan lúgubre silencio. Abelarda, sentada á la turca en el suelo, miró hacia atrás, después se levantó, y vino á situarse junto á su padre.

—¿Has acabado?—le preguntó éste.

—Aun me falta un poquito.—Y siguió silabeando, fijos los ojos en el altar.

Confiaba mucho Villaamil en las oraciones de su hija, que creía fuesen por él, y así le dijo:

—No te apresures; reza con calma y cuanto quieras, que hay tiempo todavía. ¿Verdad que el corazón parece que se descarga de un gran peso cuando le contamos nuestras penas al único que las puede consolar?

Esto brotó con espontaneidad nacida del fondo del alma. El sitio y la ocasión eran propicios al dulcísimo acto de abrir de par en par las puertas del espíritu y dar salida á todos los secretos. Abelarda se hallaba en estado psicológico semejante; pero sentía con más fuerza que su padre la necesidad de desahogo. No era dueña de callar en aquel instante, y á poco que se descuidara, le rebosarían de la boca confidencias que en otro lugar y momento por nada del mundo dejaría asomar á sus labios.

—¡Ay, papá!—se dejó decir.—Soy muy desgraciada... Usted no lo sabe bien.

Asombróse Villaamil de tal salida, porque para él no había en la familia más que una desgracia, la cesantía y angustiosa tardanza de la credencial.

—Es verdad—dijo soturnamente;—pero ahora... ahora debemos confiar... Dios no nos abandonará.

—Lo que es á mí—confirmó Abelarda,—bien abandonada me tiene... Es que le pasan á una cosas muy terribles. Dios hace á veces unos disparates...

—¿Qué dices, hija? (alarmadísimo). ¡Disparates Dios...!

—Quiero decir que á veces le infunde á una sentimientos que la hacen infeliz; porque, ¿á qué viene querer, si no van las cosas por buen camino?

Villaamil no comprendía. La miró por ver si la expresión del rostro aclaraba el enigma de la palabra. Pero la menguada luz no permitía al anciano descifrar el rostro de su hija. Y Luisito, en pie ante los dos, no entendía ni jota del diálogo.

—Pues si te he de decir verdad—añadió Villaamil buscando luz en aquella confusión,—no te entiendo. ¿Qué disgusto tienes? ¿Has reñido con Ponce? No lo creo. El pobre chico, anoche en el café, me habló tan natural de la prisa que le corre casarse. No quiere esperar á que se muera su tío, el cual, entre paréntesis, es hombre acabado.

—No es eso, no es eso—dijo la Miau con el corazón en prensa.—Ponce no me ha dado rabieta ninguna.

—Pues entonces...

Callaron ambos, y á poco Abelarda miró á su padre. Le retozaba en el alma un sentimiento maligno, un ansia de mortificar al bondadoso viejo diciéndole algo muy desagradable. ¿Cómo se explica esto? Únicamente por el rechazo de la efusión de piedad en aquel turbado espíritu, que buscando en vano el bien, rebotaba en dirección del mal, y en él momentáneamente se complacía. Algo hubo en ella de ese estado cerebral (relacionado con desórdenes nerviosos, familiares al organismo femenil), que sugiere los actos de infanticidio; y en aquel caso, el misterioso flúido de ira descargó sobre el mísero padre á quien tanto amaba.

—¿No sabes una cosa?—le dijo.—Ya han colocado á Víctor. Hoy al mediodía... á poco de salir tú, llamaron á la puerta: era la credencial. Él estaba en casa. Le han dado el ascenso y le nombran... no sé qué en la Administración Económica de Madrid.

Villaamil se quedó atontadísimo, como si le hubieran descargado un fuerte golpe de maza en la cabeza. Le zumbaron los oídos... creyó delirar, se hizo repetir la noticia, y Abelarda la repitió con acento en que vibraba la saña del parricida.

—Un gran destino—añadió.—El está muy contento, y dijo que si á ti te dejan fuera, puede, por de pronto y para que no estés desocupado, darte un destinillo subalterno en su oficina.

Creyó por un momento el anciano sin ventura que la iglesia se le caía encima. Y en verdad, un peso enorme se le sentaba sobre el corazón no dejándole respirar. En el mismo instante, Abelarda, volviendo en sí de aquella perturbación cerebral que nublara su razón y sus sentimientos filiales, se arrepintió de la puñalada que acababa de asestar á su padre, y quiso ponerle bálsamo sin pérdida de tiempo.

—También á ti te colocarán pronto. Yo se lo he pedido á Dios.

—¡Á mí! ¡colocarme á mí! (con furor pesimista). Dios no protege más que á los pillos... ¿Crees que espero algo ni del Ministro ni de Dios? Todos son lo mismo... ¡Arriba y abajo farsa, favoritismo, polaquería! Ya ves lo que sacamos de tanta humillación y de tanto rezo. Aquí me tienes desairado siempre y sin que nadie me haga caso, mientras que ese pasmarote, embustero y trapisondista...

Se dió con la palma de la mano un golpe tan recio en el cráneo, que Luisito se asustó, mirando consternado á su abuelo. Entonces volvió á sentir Abelarda la malignidad parricida, uniéndola á un cierto instinto defensivo de la pasión que llenaba su alma. Los grandes errores de la vida, como los sentimientos hondos, aunque sean extraviados, tienden á conservarse y no quieren en modo alguno perecer. Abelarda salió á la defensa de sí misma defendiendo al otro.

—No, papá, malo no es (con mucho calor), malo no. ¡En qué error tan grande están usted y mamá! Todo consiste en que le juzgan de ligero, en que no le comprenden.

—¿Tú qué sabes, tonta?

—¿Pues no he de saberlo? Los demás no le comprenden, yo sí.

—¡Tú, hija...!—y al decirlo, una sospecha terrible cruzó por su mente, atontándole más de lo que estaba. Pronto se rehizo, diciéndose: «No puede ser; ¡qué absurdo!» Pero como notara la excitación de su hija, el extravío de su mirar, volvió á sentirse acometido de la cruel sospecha.

—¡Tú... dices que le comprendes tú!

Resistiéndose á penetrar el misterio, éste, al modo de negra sima, más profunda y temerosa cuanto más mirada, le atraía con vértigo insano. Comparó rápidamente ciertas actitudes de su hija, antes inexplicables, con lo que en aquel momento oía; ató cabos, recordó palabras, gestos, incidentes, y concluyó por declararse que estaba en presencia de un hecho muy grave. Tan grave era y tan contrario á sus sentimientos, que le daba terror cerciorarse de él. Más bien quería olvidarlo ó fingirse que era vana cavilación sin fundamento razonable.

—Vámonos—murmuró.—Es tarde, y yo tengo que hacer antes de ir á casa.

Abelarda se arrodilló para decir sus últimas oraciones, y el abuelo, cogiendo á Luisito de la mano, se dirigió lentamente hacia la puerta, sin hacer genuflexión alguna, sin mirar para el altar ni acordarse de que estaba en lugar sagrado. Pasaron junto á la capilla del Cristo melenudo, y como Cadalsito tirase del brazo de su abuelo para alejarle lo más posible de la efigie que tanto miedo le daba, Villaamil se incomodó y le dijo con cruel aspereza:

—Que te come... Tonto...

Salieron los tres, y en la esquina de la calle de Quiñones se encontraron á Pantoja, que detuvo á D. Ramón para hablarle del inaudito ascenso de Cadalso. Abelarda siguió hacia la casa. Al subir por la mal alumbrada escalera, sintió pasos descendentes. Era él... Su andar con ningún otro podía confundirse. Habría deseado esconderse para que no la viera, impulso de vergüenza y sobresalto que obedecía á misterioso presentimiento. El corazón le anunciaba algo inusitado, desarrollo y resultante natural de los hechos, y aquel encuentro la hacía temblar. Víctor la miró y se detuvo tres ó cuatro escalones más arriba del rellano en que la chica de Villaamil se paró, viéndole venir.

—¿Vuelves de la iglesia?—le dijo.—Yo no como hoy en casa. Estoy de convite.

—Bueno—replicó ella, y no se le ocurrió nada más ingenioso y oportuno.

De un salto bajó Víctor los cuatro escalones, y sin decir nada, cogió á la insignificante por el talle y la oprimió contra sí, apoyándose en la pared. Abelarda dejóse abrazar sin la menor resistencia, y cuando él la besó con fingida exaltación en la frente y mejillas, cerró los ojos, descansando su cabeza sobre el pecho del guapo monstruo, en actitud de quien saborea un descanso muy deseado, después de larga fatiga.

—Tenía que ser—dijo Víctor con la emoción que tan bien sabía simular.—No hemos hablado con claridad, y al fin nos entendemos. Vida mía, todo lo sacrifico por ti. ¿Estás dispuesta á hacer lo mismo por este desdichado?

Abelarda respondió que sí con voz que sólo fué un simple despegar de labios.

—¿Abandonarías casa, padres, todo, por seguirme?—dijo él en un rapto de infernal inspiración.

Volvió la sosa á responder afirmativamente, ya con voz más clara y con acentuado movimiento de cabeza.

—¿Por seguirme para no separarnos jamás?

—Te sigo como una tonta, sin reparar...

—¿Y pronto?

—Cuando quieras... Ahora mismo.

Víctor meditó un rato.

—Alma mía, todo puede hacerse sin escándalo. Separémonos ahora... Me parece que viene alguien. Es tu padre... Súbete. Hablaremos.

Al sentir los pasos de su padre, Abelarda despertó de aquel breve sueño. Subió azorada, trémula, sin mirar hacia atrás. Víctor siguió bajando lentamente, y al cruzarse con su suegro y el niño, ni les dijo nada, ni ellos le hablaron tampoco. Cuando Villaamil llegaba al segundo, ya la joven había llamado presurosa, deseando entrar antes de que su padre pudiera sorprender la turbación de criminal que desencajaba su rostro.

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