XXVI

Allá va otra vez el amigo D. Ramón á la oficina de Pantoja. Él no quiere hablar de su pleito, de su cuita inmensa y desgarradora, pero sin quererlo habla; y cuanto dice va á parar insensiblemente al eterno tema. Le pasa lo que á los amantes muy exaltados, que cuanto hablan ó escriben se convierte en substancia de amor. Aquel día encontró en la oficina de su amigo á cierto sujeto que discutía ardorosamente. Era un señor de provincia, uno de aquellos enemigos de la Administración á quienes el honrado designaba con el desdeñoso nombre de particulares; comerciante de vinos al por mayor, con establecimiento abierto, y la Hacienda le había cogido por banda, haciéndole pagar contribución por dos conceptos. Protestó él alegando que renunciaba á detallar, quedándose sólo con el almacén. El asunto pasó á informe de Pantoja. Quejábase el particular de que se le hiciera pagar por dos conceptos, y va Pantoja ¿y qué hace? Pues informar que pagara por tres. De suerte que mi hombre, hecho un basilisco, dijo allí tales picardías de la Administración, que por poco le echan á la calle. Villaamil comprendía que tenía razón. Nunca había sido él verdugo del particular, como su amigo Pantoja; pero no se atrevió á intervenir por no malquistarse con el honrado. Su flaqueza le llevó hasta apoyar la providencia del Dracón administrativo, diciendo:

—Claro, por tres conceptos: por el de detallista, por el de almacenista y por el de fabricante de vinos.

En fin, que el desgraciado particular se largó trinando como ruiseñor en la época del celo, y cuando se quedaron solos Villaamil y Pantoja, al primero le faltó tiempo para decir:

—¿Ha vuelto Víctor por aquí? ¿Cómo va su expediente?

Pantoja tardó en responder; tenía la boca lo mismo que si se la hubieran cosido. Se ocupaba en abrir pliegos, dentro de los cuales, al ser abiertos, sonaba la arenilla pegada á la tinta seca, y el honrado cuidaba de que los tales polvos no se cayeran ¡lástima de desperdicio! y prolijamente los vertía en la salbadera. Era en él costumbre antigua este aprovechamiento de los polvos empleados ya en otra oficina, y lo hacía con nimio celo, cual si mirase por los intereses de su ama, la señora Hacienda.

—Créeme á mí—replicó al fin, dando permiso á la boca y poniendo la mano por pantalla á fin de que sus oficiales no oyeran.—No le harán nada á tu yerno. El expediente es música. Créeme á mí que conozco el paño.

—Ventura, las influencias lo pueden todo—observó Villaamil con inmensa pena;—absolver á los delincuentes, y aun premiarlos, mientras los leales perecen.

—Y las influencias que vuelven el mundo patas arriba y hacen escarnio de la justicia, no son las políticas... quiero decir que estas influencias no revuelven el cotarro tanto como otras.

—¿Cuáles?—preguntó Villaamil.

—Las faldas—replicó Pantoja tan á media voz, que Villaamil no lo oyó, y tuvo que hacerse repetir el concepto.

—¡Ah!... Noticia fresca... Pero dime. ¿Crees tú que Víctor, por ese lado...?

—Me ha dado en la nariz (con malicia, llevándose el dedo á la punta de aquella facción). No aseguro nada; es que yo, con mi experiencia de esta casa, lo huelo, lo huelo, Ramón... no sé... puede que me equivoque. Al tiempo. Anoche en el café, Ildefonso Cabrera, el cuñado de tu yerno, contó de éste ciertos lances...

—¡Dios, qué cosas ve uno!—dijo Villaamil llevándose las manos á la cabeza. Y en medio de su catoniana indignación, pensando en aquella ignominia de las faldas corruptoras, se preguntaba por qué no habría también faldas benéficas que, favoreciendo á los buenos, como él, sirvieran á la Administración y al país.

—Eso tuno sabe por dónde anda. Acuérdate de lo que te digo: le echarán tierra al expediente...

—Y venga el ascenso... y ole morena.

Sonó el timbre, y Pantoja fué al despacho del Director, que le llamaba. En cuanto salió, los subalternos la emprendieron con el cesante.

—Amigo Villaamil, ni usted ni yo echaremos buen pelo hasta que no suban los nuestros; y los nuestros son los del petróleo.

—Así subieran mañana—dijo D. Ramón agitando las quijadas y poniendo en sus ojos toda la ferocidad de su expresión carnívora.

—No lo diga usted de broma, que esto está muy malo. Hay crisis.

—¿Qué broma? ¡Sí, para bromitas está el tiempo! Así saltara esta noche el cantón de Madrid y la Commune inclusive, y tocaran á pegar fuego... Les digo á ustedes que el amigo Job era un niño mimado y se quejaba de vicio... Que venga el santo petróleo, que venga. Más de lo que nos han quitado no nos han de quitar... Peor que esta gente no lo han de hacer.

—¿Sabe usted la que corre hoy? Que van á ceder las Islas Baleares á Alemania... Y que quieren arrendar las Aduanas á no sé qué empresa belga, recibiendo el primer plazo en unos puentes viejos para ferrocarriles.

—Como si lo viera, hombre, como si lo viera... Todo lo que sea un disparate tiene aquí su fundamento. Francamente, el D. Antonio tendrá mucho pesquis, pero no se le conoce... Digo, cualquiera que estuviese en su puesto, me parece á mí que lo había de hacer mejor.

—¡Pues claro!—dijo el caballero de Felipe IV atusándose el bigotillo embetunado.—Y si no, figúrese usted que los que estamos aquí formamos un Ministerio. Villaamil, Presidencia; Espinosa, por la buena lámina, iría á Estado á poner varas á las diplomáticas.

—Y que las hay de buten. Á Guillén le encajamos en Guerra.

—¡Madre de Dios! ¡Un cojo en Guerra! Mejor es en Marina.

—Sí, para que reme con las muletas.

—Ó por lo que tiene de tortuga—dijo Argüelles, que no perdonaba ocasión de tirar una china al cojo.—Y para mí, venga la carterita de Gobernación.

—Clavado. Para que pueda colocar de temporeros á su cáfila de hijos, los de teta inclusive.

—Y para que expida una Real orden mandando que se toque la trompa en todos los entierros. ¿Y Hacienda, señores?

—Hacienda, Villaamil, con la Presidencia.

—¿Y qué le damos al insine Pantoja?

—Hacienda, Ventura, ¿qué duda tiene?—apuntó Villaamil, que no tomaba aquello en serio, pero dejaba correr la broma para prestar un poco de esparcimiento á su angustiado espíritu.

—Sí, ¡buena se iba á armar!... ¿Y el income tax?

—Lo que es eso...—observó Villaamil sonriendo triste y descorazonado—no me lo pasaba.

—No; fuera Pantoja, que es capaz de imponer una contribución sobre las pulgas que lleva cada quisque. Viva el income tax, dogma del nuevo Gabinete, y la unificación de la Deuda.

—Eso... (con seriedad, bostezando) es fácil que me lo admitiera Ventura... Vaya, caballeros (como quien vuelve en sí, levantándose con ademán diligente), ustedes tienen que hacer, y yo ídem. Á trabajar se ha dicho.

Y pasó á Propiedades (el mismo piso á la derecha), donde era segundo Jefe D. Francisco Cucúrbitas, y de allí bajó para caer como una bomba en el Personal, donde tenía varios conocidos, entre ellos un tal Sevillano, que á veces le informaba de las vacantes efectivas ó presuntas. Después bajaba á Tesorería, dando una vuelta por el Giro Mutuo, previo el consabido palique de los porteros al entrar en cada oficina. En algunas partes le recibían con cordialidad un tanto helada; en otras, la constancia de sus visitas empezaba á ser molesta. No sabían ya qué decirle para darle esperanzas, y los que le habían aconsejado que machacase sin tregua, se arrepentían ya, viendo que sobre ellos se ponía en práctica el socorrido consejo. En el Personal era donde Villaamil se mostraba más tenaz y jaquecoso. El Jefe de aquel departamento, sobrino de Pez y sujeto de mucha escama, le conocía, aunque no lo bastante para apreciar y distinguir las excelentes prendas del hombre, bajo las importunidades del pretendiente. Así, cuando las visitas arreciaron, el Jefe no ocultaba su desabrimiento ni sus pocas ganas de conversación. Villaamil era delicado, y sufría lo indecible con tales desaires; pero la imperiosa necesidad le obligaba á sacar fuerzas de flaqueza y á forrar de vaqueta su cara. Con todo, á veces se retiraba consternado, diciendo para su capote: «¡No puedo, Señor, no puedo! El papel de mendigo porfiado no es para mí». Y la consecuencia de este abatimiento era no parecer unos días por el Personal. Luego volvía la ley tiránica de la necesidad á imponerse brutalmente; el amor propio se sublevaba contra el olvido, y á la manera del lobo en ayunas, que sin reparar en el peligro de muerte se echa al campo y se aproxima impávido al caserío en busca de una res ó de un hombre, así D. Ramón se lanzaba otra vez, hambriento de justicia, á la oficina del Personal, arrostrando desaires, malas caras y peores respuestas. Quien mejor le recibía y más le alentaba, ofreciéndole cordialmente su ayuda, era D. Basilio Andrés de la Caña (Impuestos). Terminada la excursión, Villaamil volvía á su rasa rendido de cuerpo y espíritu. Su mujer le interrogaba con arte; pero él, firme en su dignidad estudiada, sostenía no haber ido al Ministerio más que á fumar un cigarro con los amigos: que no esperando nada, no formulaba pretensiones, y que la familia no debía edificar castillos en el aire, sino irse preparando para un viaje de recreo á San Bernardino. Replicaba á esto Pura que si él no hacía por colocarse, entraría ella á funcionar, apelando á la intercesión de la señora de Pez, Carolina de Lantigua, pues hasta los gatos saben que donde acaba la eficacia de las recomendaciones políticas, empieza la de las faldas.

—¡Ah! No es esa faldamenta la que hace y deshace la fortuna—respondía Villaamil con profundo escepticismo, hijo de su conocimiento del mundo burocrático.—Carolina Pez es una señora honrada, es decir, para el caso, la carabina de Ambrosio. Además... hazte cargo: los Peces no privan ahora; se defienden, y nada más. Ya hay quien habla de dejarles en seco. Figúrate una gente que ha mamado en todas las ubres y que ha sabido empalmar la Gloriosa con Alfonsito... Pues el turrón que ellos comen es el que corresponde á tantos leales como estamos mirando á la luna. Ya principia á levantarse un runrún contra ellos. Y digo más: la Administración necesita de servidores fieles, identificados, fíjate bien, identificados con la política monárquica; es preciso que no se vinculen los destinos; es menester que hay a turno. Si no, ¿adónde vamos á parar? Y ahí tienes al Jefe del Personal, sobrino de Pez, vendiendo protección á los que, por no servir á la jeringada República, sacrificaron sus destinos. Esto es escandaloso y no se ha visto nunca. De esta manera no se puede evitar que haya trifulcas, y que á España se la lleve Pateta. ¿Conque te vas enterando? Por el lado de Pez, ya se trate de Peces con faldas ó con pantalones, no esperes tanto así. Por supuesto (volviendo á su tema, del cual se había olvidado en el calor del discurso), con Peces y sin Peces, para mí no habrá nada. La Caña es el único que se interesa ahora por mí. Algo haría si pudiera. Pero tengo enemigos ocultos, que en la sombra trabajan por hundirme. Alguien me ha jurado guerra á muerte. Quién podrá ser, no lo sé; pero el traidor existe, no lo dudes.

Por aquellos días, que eran ya primeros de Marzo, volvió la infortunada familia á notar los pródromos de la sindineritis. Hubo una semana de horrible penuria, mal disimulada ante los íntimos, sobrellevada por Villaamil con estoica entereza y por doña Pura con aquella ecuanimidad valerosa que la salvaba de la desesperación. Pero el remedio vino inopinadamente y por el mismo conducto que en otra ocasión no menos aflictiva. Víctor volvió a estar boyante. Su suegra fué sorprendida cuando menos lo pensaba por nuevos ofrecimientos de metálico, que no vaciló en aceptar, sin meterse en la filosofía de inquirir la procedencia. Ni creyó discreto contarle á su marido que había visto la cartera de Víctor reventando de billetes. ¡Como que se le habían encandilado los ojos! Embolsó los cuartos recibidos y las consideraciones que el caso le sugería. Si aun no le habían colocado, ¿de dónde sacaba tanto dinero? Y aunque le hubieran colocado... Por fuerza había mano oculta... En fin, ¿á qué escarbar en el temido enigma? No gustaba ella de averiguar vidas ajenas.

Víctor andaba otra vez muy fachendoso. Se había encargado más ropa, tenía butaca una y otra noche en diferentes teatros, y en el mismo Real; hacía frecuentes regalitos á toda la familia, y su esplendidez llegó hasta convidar á las tres Miaus á la ópera, á butaca nada menos.

Lo que produjo en Villaamil verdadera indignación, pues era un escarnio de su pobreza y un insulto á la moral pública. Pura y su hermana se rieron del ofrecimiento, pues aunque rabiaban por ir, carecían de los perendengues necesarios á semejante exhibición. Abelarda se negó resueltamente. Armóse gran disputa sobre esto, y la mamá sugirió algunas ideas para obviar las grandes dificultades con que el pensamiento de su yerno tropezaba en la práctica. Véase lo que discurrió el cacumen arbitrista de la figura de Fra Angélico. Sus amigas y vecinas las de Cuevas se ayudaban, como se ha dicho antes, con la confección de sombreros. En cierta ocasión que las Miaus pescaron tres butacas de periódico para el Español, Abelarda, doña Pura y Bibiana Cuevas se encasquetaron los mejores modelos que aquellas amigas tenían en su taller, después de arreglarlos cada cual á su gusto. ¿Por qué no hacer lo mismo en la ocasión que se discutía? Bibiana no se había de oponer. Y por cierto que tenía en aquel entonces tres ó cuatro prendas, una de la marquesa A, otra de la condesa B, á cual más bonitas y elegantes. Se las disfrazaba, pues para eso había en el taller cantidad de alfileres, hebillas, cintas y plumas, y aunque sus dueñas estuvieran en el teatro, no habían de conocer las mascaritas. En cuanto á los vestidos, ellas lo arreglarían, con ayuda de las amigas, procurándose además algún abrigo, traído de la tienda para probarlo, y como Víctor se había brindado á regalarles también los guantes, no era un arco de iglesia el ir á butacas, ¡Cuántos no irían disimulando con menos gracia la tronitis!

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