XXVII

Abelarda se resistió á esta trapisonda, asegurando que ni en pedazos la llevarían á butacas de aquella manera, y así quedó la cuestión. Todo se redujo á ir á delantera de paraíso una noche que dieron La Africana, y al punto de sentarse las tres cundió por la concurrencia de aquellas alturas el comentario propio de tan desusado acontecimiento. «¡Las Miaus en delantera!» En diez años no se había visto un caso igual. La vasta gradería del centro y las laterales estaban llenas de bote en bote. Las Miaus eran conocidas de todo aquel público como puntos fijos del paraíso, siempre en la última fila lateral de la derecha junto á la salida. La noche que faltaban notábase un vacío, como si desaparecieran los frescos de la techumbre. No eran ellas las únicas abonadas á paraíso, pues innumerables personas y aun familias se eternizan en aquellos bancos, sucediéndose de generación en generación. Estos beneméritos y tenaces dilettanti constituyen la masa del entendido público que otorga y niega el éxito musical, y es archivo crítico de las óperas cantadas desde hace treinta años y de los artistas que en las gloriosas tablas se suceden. Hay allí círculos, grupos, peñas y tertulias más ó menos íntimas; allí se traban y conciertan relaciones; de allí han salido infinitas bodas, y los tortoleos y los telégrafos tienen, entre romanza y dúo, atmósfera y ocasión muy propicias. Desde su delantera, las Miaus saludaron con sonrisas á los amigos que en la banda de la derecha y en el centro tenían, y de una y otra parte las saetaron con miradas y frasecitas del tenor siguiente: «Mira qué sílfide está doña Pura. Se ha traído toda la caja de polvos». «Pues ¿y la hermana con su cinta de terciopelo al cuello? Si las tres traen cinta negra, no les faltará el cascabelito para estar en carácter». «Mira, mira con los gemelos á la Miau chica; tiene que ver. Aquel traje café y leche es el que llevaba el año pasado la mamá. Le ha puesto unas cintas coloradas, que parecen de caja de cigarros». «Sí, sí, son de mazos de cigarros». «Pues la otra, la cantante averiada, trae el vestido que debió de sacar en el Liceo Jover cuando hizo la parte de Adalgisa». «Sí, mira, mira; es una túnica romana con grecas y todo. ¡Qué clásica está!»

—Diga usted, Guillén—murmuraban en otro círculo, donde hacía el gasto el maldecido cojo.

—¿Han colocado á ese pobre Miau, el padre de sus amigas de usted? Porque ese lujo asiático de delantera significa que han subido los nuestros.

—Como no le coloquen en Leganés... Viven ahora del sable. El buen señor da unas estocadas... de maestro.

Abelarda, más que en la ópera, que había visto cien veces, fijó su atención en la concurrencia, recorriendo con ansiosa mirada palcos y butacas, reparando en todas las señoras que entraban por la calle del centro con lujosos abrigos, arrastrando la cola é introduciéndose después con todo aquel falderío por las filas ya ocupadas. Poco á poco se iba poblando el patio. Los palcos no aparecían poblados hasta el fin del primer acto, cuando Vasco, incomodado con aquellos fantasmones del Consejo tan retrógrados, les canta cuatro frescas. En el palco regio apareció la reina Mercedes, detrás D. Alfonso. Las señoras inevitables, conocidas del público, aparecieron en el segundo acto, conservando el abrigo hasta el tercero, y aplaudían maquinalmente siempre que había por qué. Las Miaus, conocedoras de toda la sociedad elegante, abonada también, la comentaba como ellas fueron comentadas al ocupar sus asientos. Viéndola una y otra noche, habían llegado á tomarse tanta confianza, que se creería que trataban íntimamente á damas y caballeros. «Ahí está ya la Duquesa. Pero Rosario no ha venido todavía... María Buschental no puede tardar. Ya empiezan á llegar al tranvía sus amigos... Mira, mira, ahora viene María Heredia... ¡Pero qué pálida está Mercedes; pero qué pálida!... Ahí tienes á D. Antonio en el palco de los Ministros, y á ese Cos-Gayón... así le fusilaran».

Después de mucho rebuscar, descubrió la insignificante á su cuñadito en la segunda fila de butacas. Estaba de frac, tan elegante como el primero. ¡Qué cosas hay en la vida! ¿Quién había de decir que aquel hombre parecido á un duque, aquel apuesto joven que charlaba desenfadadamente con su vecino de butaca, el Ministro de Italia, era un empleado obscuro y cesante, alojado en la casa de la pobreza, en cuartucho humilde, guardando su ropa en un baúl! «¿No es aquél Víctor?—dijo Pura, echándole los gemelos.—¡Buen charol se está dando!... ¡Si le conocieran!... ¡Parece un potentado! ¡Cuánto hay de esto en Madrid! Yo no sé cómo se las compone. Él buena ropa, él butacas en todos los teatros, él cigarros magníficos. Mira, mira con qué desparpajo habla. ¡Pobre señor, qué papas le estará encajando! Y esos extranjeros son tan inocentes, que todo se lo creerá».

Abelarda no le quitaba los ojos, y cuando le veía mirar para algún palco, seguía la dirección de sus miradas, creyendo que ellas venderían el amoroso secreto. «¿Cuál de éstas que aquí están será?—pensaba la insignificante.—Porque alguna de éstas tiene que ser. ¿Será aquella vestida de blanco? ¡Ah! Puede. Parece que le mira. Pero no; él mira á otro lado. ¿Será alguna cantante? ¡Quiá!, no, cantante no. Es de éstas, de estas elegantonas de los palcos, y yo la he de descubrir». Fijábase en alguna, sin saber por qué, por mera indicación de su avizor instinto; pero luego, desechando la hipótesis, se fijaba en otra, y en otra, y en otra más, concluyendo por asegurar que no era ninguna de las presentes. Víctor no manifestaba preferencias en sus ojeadas á butacas y palcos. Podría ser que hubieran concertado no mirarse de una manera descarada y delatora. También echó el joven una visual hacia la delantera de paraíso, é hizo un saludito á la familia. Doña Pura estuvo un cuarto de hora dando cabezadas, en respuesta á la salutación que del noble fondo del teatro subía hasta las pobres Miaus.

En los entreactos, algunos amigos, abonados como ellas á paraíso limpio, se acercaron á saludarlas, abriéndose paso por entre la apretada muchedumbre. Federico Ruiz era uno de ellos, y él y todos querían oir la opinión crítica de Milagros sobre la soprano que se estrenaba aquella noche en el papel de Selika. Cuando ésta espichó bajo el manzanillo, retiráronse las Miaus, que nunca perdonaban nota, y no se marchaban sino después de la última llamada á la escena. Durante el penoso descenso por las anchas escaleras invadidas del público, se les aproximaron varios íntimos, entre ellos el cojo Guillén, y algunas amigas de las que tan acerbamente pusieron en solfa su aparición en delantera.

Al regresar á su casa, encontraron á Villaamil en vela; Víctor no había entrado aún ni lo hizo hasta muy tarde, cuando todos dormían menos Abelarda, que sintió el ruido del llavín, y echándose de la cama y mirando por un resquicio de la puerta, le vió entrar en el comedor y meterse en su alcoba, después de beber un vaso de agua. Venía de buen humor, tarareando, el cuello del gabán alzado, pañuelo de seda al cuello, anudado con negligencia, y la felpa del sombrero ajadísima y con chafaduras. Era la viva imagen del perfecto perdis de buen tono.

Al día siguiente molestó bastante á la familia solicitando pequeños servicios de aguja, ya pegadura de botón, ya un delicado zurcido, ó bien algo referente á las camisas. Pero Abelarda supo atender á todo con gran diligencia. Á la hora de almorzar, entró doña Pura diciendo que se había muerto el chico de la casa de préstamos, noticia que confirmó Luis con más acento de novelería que de pena, condición propia de la dichosa edad sin entrañas. Villaamil entonó al difuntito la oración fúnebre de gloria, declarando que es una dicha morirse en la infancia para librarse de los sufrimientos de esta perra vida. Los dignos de compasión son los padres, que se quedan aquí pasando la tremenda crujía, mientras el niño vuela al cielo á formar en el glorioso batallón de los ángeles. Todos apoyaron estas ideas, menos Víctor, que las acogía con sonrisa burlona, y cuando su suegro se retiró y Milagros se fué á su cocina y doña Pura empezó á entrar y salir, encaróse con Abelarda, que continuaba de sobremesa, y le dijo:

—¡Felices los que creen! No sé qué daría por ser como tú, que te vas á la iglesia y te estás allí horas y horas, ilusionada con el aparato escénico que encubre la mentira eterna. La religión, entiendo yo, es el ropaje magnífico con que visten la nada para que no nos horrorice... ¿No crees tú lo mismo?

—¿Cómo he de creer eso?—clamó Abelarda, ofendida de la tenacidad artera con que el otro hería sus sentimientos religiosos siempre que encontraba coyuntura favorable.—Si lo creyera no iría á la iglesia, ó sería una farsante hipócrita. Á mí no tienes que salirme por ese registro. Si no crees, buen provecho te haga.

—Es que yo no me alegro de ser incrédulo, fíjate bien; yo lo deploro, y me harías un favor si me convencieras de que estoy equivocado.

—¿Yo? No soy catedrática ni predicadora. El creer nace de dentro. ¿Á ti no se te pasa por la cabeza alguna vez que puede haber Dios?

—Antes sí; hace mucho tiempo que semejante idea voló.

—Pues entonces... ¿qué quieres que yo te diga? (Tomándolo en serio.) ¿Y piensas tú que cuando nos morimos no nos piden cuenta de nuestras acciones?

—¿Y quién nos la va á pedir? ¿Los gusanitos? Cuando llega la de vámonos, nos recibe en sus brazos la señora Materia, persona muy decente, pero que no tiene cara, ni pensamiento, ni intención, ni conciencia, ni nada. En ella desaparecemos, en ella nos diluímos totalmente. Yo no admito términos medios. Si creyese lo que tú crees, es decir, que existe allá por los aires, no sé dónde, un Magistrado de barba blanca que perdona ó condena y extiende pasaportes para la Gloria ó el Infierno, me metería en un convento y me pasaría todo el resto de mi vida rezando.

—Y es lo mejor que podías hacer, tonto. (Quitándole la servilleta á Luis, que tenía fijos en su padre los atónitos ojuelos.)

—¿Por qué no lo haces tú?

—¿Y qué sabes si lo haré hoy ó mañana? Estáte con cuidado. Dios te va á castigar por no creer en él; te va á sentar la mano, y una mano muy dura; verás.

En este momento, Luisito, muy incomodado con los dicharachos de su padre, no se pudo contener, y con infantil determinación agarró un pedazo de pan y se lo arrojó á la cara al autor de sus días, gritando: «¡Bruto!»

Todos se echaron á reir de aquella salida, y doña Pura dió muchos besos á su nieto, azuzándole de este modo: «Dale, hijo, dale, que es un pillo. Dice que no cree para hacernos rabiar. ¿Pero veis qué chico? Si vale más que pesa. Si sabe más que cien doctores. ¿Verdad que mi niño va á ser eclesiástico, para subir al púlpito y echar sus sermoncitos y decir sus misitas? Entonces estaremos todos hechos unos carcamales, y el día que Luisín cante misa, nos pondremos allí de rodillas para que el cleriguito nuevo nos eche la bendición. Y el que estará más humilde y cayéndosele la baba será este zángano, ¿verdad? Y tú le dirás: «Papá, ya ves como al fin has llegado á creer».

—¡Qué guapo es este hijo y qué talento tiene!—dijo Víctor, levantándose gozoso y besando al pequeño, que escondía la cara para rehuir el halago.—¡Si le quiero yo más!... Te voy á comprar un velocípedo para que pasees en la plazuela de enfrente. Verás qué envidia te van á tener tus compañeros.

La promesa del velocípedo trastornó por un momento las ideas del pequeño, quien calculó con rudo egoísmo que sus deseos de ser cura y de servir á Dios y aun de llegar á santo no estaban reñidos con tener un velocípedo precioso, montarse en él y pasárselo por los hocicos á sus compañeros, muertos de dentera.

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