XXXI

Toda aquella noche estuvo la insignificante en un estado próximo á la demencia, dividido su espíritu entre la alegría loca y una tristeza sepulcral. Á ratos sentíase acometida de punzante suspicacia. Había entregado su voluntad sin condiciones, sin exigir en cambio la rendición del albedrío del otro y el término de aquellos amores con mujer desconocida, amores de compromiso sin duda, difíciles de romper. ¿Los rompía y liquidaba todas sus atrasadas cuentas de amor? Así tenía que ser. Y francamente, no estaba de más haberlo dicho. ¡Pero si no había habido tiempo para nada, ni pudieron darse y pedirse las explicaciones propias del caso!... Fué como un relámpago aquel trueque y abandono mutuo de ambas voluntades. Convenía, pues, en la primera coyuntura, despejar la situación, alejando todo temor de duplicidad, y poner para siempre á un lado á la señora aquella de las cartas. Hecho esto, Abelarda se entregaría sin ningún trámite al hombre que le había absorbido el alma; renunciaba á toda libertad, era suya, de él, en la forma y condiciones que él quisiese, con escándalo ó sin escándalo, con honra ó sin honra.

Mientras comían, Villaamil observaba á su hija, poniendo en su rostro los rasgos más enérgicos de aquella ferocidad tigresca que le caracterizaba. Comía sin apetito, y creeríase que devoraba una pieza palpitante y medio viva, que gemía y temblaba con dolores horribles, clavada en su tenedor. Doña Pura y Milagros no osaron hablarle de la colocación de Víctor. Ambas estaban mohínas, lúgubres y con cara de responso, y la misma Abelarda concluyó por formar parte de aquel silencioso coro de sepulcrales figuras. Aquella noche no había Real. El cesante se metió en su despacho, y las tres Miaus fueron á la sala, donde se reunieron el ínclito Ponce y las de Cuevas. Abelarda tuvo momentos de febril locuacidad, y otros de meditación taciturna.

Á las doce se acabó la tertulia, y á dormir... La casa en silencio, Abelarda en vela, esperando á Víctor para decirse lo que por decir estaba, y vaciar de lleno alma en alma, cambiando los vasos su contenido. Pero dió la una, la una y media, y el galán no parecía. Entre dos y tres, la infeliz muchacha se hallaba en estado febril, que encendía en su mente los más peregrinos disparates. Le habían matado... También podía ser que el abrazo, el besuqueo y la declaración de la escalera fueran una burla infame... Esta idea la rechazaba por ser demasiado absurda y no caber, según ella, dentro de los moldes de la humana maldad. Luego pensaba (y eran ya las tres y media) que la elegantona de las cartas coronadas, al enterarse aquella misma noche de que el amante se le iba, ó al oir de su propio labio tristes acentos de ruptura, tramaba contra él horrible venganza, le convidaba á cenar y le envenenaba, echándole en una copa de Jerez el veneno de los Borgias. Con las extrañas cavilaciones mezclaba la sosa mil lances que había visto en las óperas, las conjuraciones que arma la mezzo-soprano contra el tenor, porque éste la desprecia por la tiple; las perrerías del barítono para deshacerse de su aborrecido rival, la constancia sublime del tenor (y eran ya las cuatro), que sucumbiendo á las combinadas artimañas del bajo y la contralto, revienta en brazos de la tiple, y concluyen ambos diciéndose que se amarán en el otro mundo.

Las cinco, y Víctor sin parecer. El cerebro de Abelarda era un volcán, que desfogaba por los ojos en destellos de calentura, por los labios en monosílabos de despecho, de amor, de cólera. Sólo dos veces, en la temporada aquélla, había pasado el hombre superior toda la noche fuera de casa; y la primera vez que esto sucediera, entró á eso de las diez de la mañana en un desorden lamentable, denunciando con su actitud, con sus palabras y hasta con su ropa, los excesos de una noche de festín entre personas de vida poco regular. ¡Si sucedería lo mismo aquella segunda vez!... Pero no; algo había ocurrido. Entre el tiernísimo paso de la escalera y aquella ausencia inexplicable, había un enigma, algo misterioso, quizás una desgracia ó una monstruosidad que la pobre muchacha, en la ofuscación de su inteligencia, no acertaba á comprender. Las seis, y nada. Rompió á llorar, y tan pronto reclinaba su cabeza sobre la almohada, como se sentaba en un baúl ó iba de una parte á otra de la habitación, cual pájaro saltando en su jaula de palito en palito.

Llegó el día, y nada. El primero á quien Abelarda sintió levantarse fué su padre, que pasó camino de la cocina y después del despacho. Las ocho. Doña Pura no tardaría en abandonar las ociosas plumas. Como ya, aunque Víctor entrase, no era posible hablar á solas con él, la dolorida se acostó, no para dormir ni descansar, sino para que su madre no cayese en la cuenta de la noche toledana. Más de las nueve eran ya cuando entró el trasnochador con muy mal cariz. Doña Pura le abrió la puerta sin decirle una sola palabra. Metióse en su cuarto, y Abelarda, que salía del suyo, le sintió revolviéndose en el estrecho recinto, donde apenas cabían la cama, una silla y el baúl. «Si vas á la iglesia—díjole Pura, sacando unos cuartos del portamonedas,—te traes cuatro huevos... Que te acompañe Luis. Yo no salgo. Me duele la cabeza. Tu padre está disgustadísimo, y con razón. ¡Mira que colocar á este perdulario y dejarle á él en la calle, á él, tan honrado y que sabe más de Administración que todo el Ministerio junto! ¡Qué Gobiernos, Señor, qué Gobiernos! ¡Y se espantan luego de que haya revolución! Te traes cuatro huevos. ¡No sé cómo saldremos del día!... ¡Ah! tráete también el cordón negro para mi vestido y los corchetes».

Abelarda fué á la iglesia, y al volver con los encargos de su madre, halló á ésta, su tía y Víctor en el comedor, enzarzados en furiosa disputa. La voz de Cadalso sobresalía, diciendo:

—Pero, señoras mías, ¿yo qué culpa tengo de que me hayan colocado á mí antes que á papá? ¿Es esto razón bastante para que todos en esta casa me pongan cara de cuerno? Pues ganas me dan, como hay Dios, de tirar la credencial á la calle. Antes que nada, la paz de la familia. Yo desviviéndome porque me quieran, yo tratando de hacer olvidar los disgustos que les he causado, y ahora, ¡válgame Dios!, porque al Ministro se le antoja colocarme, ya falta poco para que mi suegra y la hermana de mi suegra me saquen los ojos! Bueno, señoras; arañen, peguen todo lo que gusten; yo no he de quejarme. Mientras más perrerías me digan, más he de quererles yo á todos.

—¡Como si no supiéramos—objetó doña Pura hecha un áspid—que tú tienes vara alta en el Ministerio, y que si hubieras querido, ya Ramón tendría plaza...!

—¡Por Dios, mamá, por Dios!—replicó Víctor revelando verdadera consternación.—Eso es del género inocente... No puedo creer que usted lo diga con formalidad. ¡Que yo...! vamos; ¡tengo entre la familia una reputacioncita...! ¿Y si yo jurase que he gestionado por papá más que por mí? ¿Si yo lo jurase? Claro, no me creerían. Pero, créanlo ó no, lo digo y lo sostengo.

Abelarda no intervino en la reyerta, pero mentalmente se ponía de parte de su hermano político. En esto entró Villaamil, y Víctor se fué resueltamente á él: «Usted que es un hombre razonable, dígame si cree, como estas señoras, que yo he gestionado ó trabajado ó intrigado porque me colocaran á mí y á usted no. Porque aquí me están calentando las orejas con esa historia, y francamente, me aflige oirme tratar como un Judas sin conciencia. (Con noble acento.) Yo, Sr. D. Ramón, me he portado lealmente. Si he tenido la desgracia de ir por delante de otros, no es culpa mía. ¿Sabe usted lo que yo haría ahora?... y que me muera si no digo verdad. Pues cederle á usted mi plaza.»

—Si nadie habla del asunto—replicó Villaamil con serenidad, que obtenía violentándose cruelmente.—¡Colocarme á mí! ¿Crees que alguien piensa en tal cosa? Ha pasado lo natural y lógico. Tú tienes allá... no sé dónde... buenos padrinos ó madrinas... Yo no tengo á nadie... Que te aproveche.

Cerró la puerta de su despacho, dejando en el pasillo á Víctor, algo confuso y con una respuesta entre labio y labio, que no se atrevió á soltar. Aun quiso engatusar á doña Pura en el comedor, tratando de rendir su ánimo con expresiones servilmente cariñosas. «¡Qué desgracia tan grande, Dios mío, no ser comprendido! Me consumo por esta familia, me sacrifico por ella, hago mías sus desgracias y suyos mis escasos posibles, y como si nada. Soy y seré siempre aquí un huésped molesto y un pariente maldito. Paciencia, paciencia».

Dijo esto con afectación hábil, en el momento de sacar papel y disponerse á escribir sobre la mesa del comedor. Ausentarse vió ante sí á su cuñada, de pié y mirándole, sosteniendo la barba entre los dedos de la mano derecha, actitud atenta, pensativa y cariñosa semejante, salva la belleza, á la de la célebre estatua de Polimnia en el grupo antiguo de las Musas. No era preciso ser lince para leer en las pupilas y expresión de la insignificante estas ó parecidas reconvenciones: «¿Pero qué haces ahí sin atenderme? ¿No sabes que soy la única persona que te ha comprendido? Vuélvete hacia mí, y no hagas caso de los demás,.. Estoy aguardándote desde anoche, ¡ingrato!, y tú tan distraído. ¿Qué se hicieron tus planes de escapatoria? Estoy pronta... Me iré con lo puesto».

Al verla en tal actitud y al leer en sus ojos la reconvención, cayó Víctor en la cuenta de que estaba en descubierto con ella. Maldito si desde la noche anterior se había vuelto á acordar del paso de la escalera, y si lo recordaba era como un hecho baladí, cual humorada estudiantil sin consecuencias para la vida. Su primera impresión, al despertarse la memoria, fué de disgusto, cual si recordase la precisión impertinente de pagar una visita de puro cumplido. Pero al instante compuso la fisonomía, que para cada situación tenía una hermosa máscara en el variado repertorio de su histrionismo moral; y cerciorándose de que no andaba por allí su suegra, puso una cara muy tierna, miró al techo, después á su cuñada, y entre ambos se cruzaron estas breves cláusulas:

—Vida mía, tengo que hablarte... ¿dónde y cuándo?

—Esta tarde... en las Comendadoras... á las seis.

Y nada más. Abelarda se escapó á arreglar la sala, y Víctor se puso á escribir, arrojando con desdén la careta y pensando de este modo: «La chiflada ésta quiere saber cuándo tocan á perderse... ¡Ah!... pues si tú lo cataras... Pero no lo catarás».

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