XXXII

Puntual, como la hora misma, entró Abelarda, á la de la cita, en las Comendadoras. La iglesia, callada y obscura, estaba que ni de encargo para el misterioso objeto de una cita. Quien hubiera visto entrar á la chica de Villaamil, se habría pasmado de notar en ella su mejor ropa, los verdaderos trapitos de cristianar. Se los puso sin que lo advirtiera su madre, que había salido á las cinco. Sentóse en un banco, rezando distraída y febril, y al cuarto de hora entró Víctor, que al pronto no veía gota, y dudaba á qué parte de la iglesia encaminarse. Fué ella á servirle de guía, y le tocó el brazo. Diéronse las manos y se sentaron cerca de la puerta, en un lugar bastante recogido y el más tenebroso de la iglesia, á la entrada de la capilla de los Dolores.

Á pesar de su pericia y del desparpajo con que solía afrontar las situaciones más difíciles, Víctor, no sabiendo cómo desflorar el asunto, estuvo mascando un rato las primeras palabras. Por fin, resuelto á abreviar, encomendándose mentalmente al demonio de su guarda, dijo:

—Empiezo por pedirte perdón, vida mía; perdón, sí, lo necesito, por mi conducta... imprudente... El amor que te tengo es tan hondo, tan avasallador, que anoche, sin saber lo que hacía, quise lanzarte por las... escabrosidades de mi destino. Estarás enojadísima conmigo, lo comprendo, porque á una mujer de tu calidad, proponer yo como propuse...! Pero estaba ciego, demente, y no supe lo que me dije. ¡Qué idea habrás formado de mí! Merezco tu desprecio. Proponerte que abandonaras tus padres, tu casa, por seguirme á mí, á mí, cometa errante (recordando frases que había leído en otros tiempos y enjaretándolas con la mayor frescura), á mí que corro por los espacios, sin dirección fija, sin saber de dónde he recibido el impulso ni adónde me lleva mi carrera loca...! Me estrellaré; de fijo me estrellaré. Pero sería un infame, Abelarda (tomándole una mano), sería el último de los monstruos si permitiera que te estrellaras conmigo... tú, que eres un ángel: tú, que eres el encanto de tu familia... ¡Oh! te pido perdón, y me pondría de rodillas para alcanzarlo. Cometí gravísimo atentado contra tu dignidad, ultrajé tu candor, proponiéndote aquella atrocidad nacida en este cerebro calenturiento... en fin, perdóname, y admite mis honradas excusas. Te amo, te amo, y te amaré siempre, sin esperanza, porque no puedo aspirar á poseer tan... rica joya. Insultaría á Dios si tal aspiración tuviese...

No acortaba la Miau á comprender bien aquella palabrería, de sentido tan opuesto á lo que esperaba escuchar. Mirábale á él, y después á la imagen más próxima, un San Juan con cordero y banderola, y le preguntaba al santo si aquello era verdad ó sueño.

—Estás, estás perdonado—murmuró respirando muy fuerte.

—No extrañes, amor mío—prosiguió él, dueño ya de la situación,—que en tu presencia me vuelva tímido y no sepa expresarme bien. Me fascinas, me anonadas, haciéndome ver mi pequeñez. Perdóname el atrevimiento de anoche. Quiero ahora ser digno de ti, quiero imitar esa serenidad sublime. Tú me marcas el camino que debo seguir, el camino de la vida ideal, de las acciones perfectamente ajustadas á la ley divina. Te imitaré; haré por imitarte. Es preciso que nos separemos, mujer incomparable. Si nos juntamos, tu vida corre peligro y la mía también. Estamos cercados de enemigos que nos acechan, que nos vigilan... ¿Qué debemos hacer?... Separarnos en la tierra, unirnos en las esferas ideales. Piensa en mí, que yo ni un instante te apartaré de mi pensamiento...

Abelarda, inquietísima, se movía en el banco como si éste se hallara erizado de púas.

—¿Cómo olvidar que cuando toda la familia me despreciaba, tú sola me comprendías y me consolabas? ¡Ah! no se olvida eso en mil años. Te aseguro que eres sublime. Soy un miserable. Déjame abandonado á mi triste suerte. Sé que has de pedir á Dios por mí, y esto me consuela. Si yo creyera, si yo pudiera prosternarme ante ese altar ó ante otro semejante, si yo rezar pudiese, rezaría por ti... Adiós, amor mío.

Quiso cogerle una mano, pero Abelarda la retiró, volviendo la cara hacia el opuesto lado.

—Tu esquivez me mata. Bien sé que la merezco... Anoche estuve contigo irrespetuoso, grosero, indelicado. Pero ya has dicho que me perdonabas. ¿Á qué ese gesto? Ya, ya sé... Es que te estorbo, es que te soy aborrecible... Lo merezco; sé que lo merezco. Adiós. Estoy expiando mis culpas, porque ahora quiero separarme de ti, y ya ves, no puedo... ¡Clavado en este banco!... (impaciente, y atropellándose por concluir pronto). ¿Te acordarás de mí en tu vida futura?... Oye un consejo: cásate con Ponce, y si no te casas, entra en un convento, y reza por él y por mí, por este pecador... Tú has nacido para la vida espiritual. Eres muy grande, y no cabes en la estrechez del matrimonio ni en la... prosaica vida de familia... No puedo seguir, mujer, porque pierdo la razón... deliro y... Valor... un supremo esfuerzo... Adiós, adiós.

Y como alma que lleva Satanás, salió de la iglesia, refunfuñando. Tenía prisa, y se felicitaba de haber saldado una fastidiosa cuentecilla. «¡Qué demonio!—dijo, mirando su reloj y avivando el paso.—Pensé despachar en diez minutos y he empleado veinte. ¡Y aquélla esperándome desde las seis!... Vamos, que sin poderlo remediar me da lástima de esta inefable cursi. Van á tener que ponerte camisa... ó corsé de fuerza».

Y Abelarda, ¿qué hacía y qué pensaba? Pues si hubiera visto que al púlpito de la iglesia subía el Diablo en persona y echaba un sermón acusando á los fieles de que no pecaban bastante, y diciéndoles que si seguían así no ganarían el infierno; si Abelarda hubiera visto esto, no se habría pasmado como se pasmó. La palabra del monstruo y su salida fugaz dejáronla yerta, incapaz de movimiento, el cerebro cuajado en las ideas y en las impresiones de aquella entrevista, como substancia echada en molde frío y que prontamente se endurece. Ni le pasó por la cabeza rezar, ¿para qué? Ni marcharse, ¿adónde? Mejor estaba allí, quieta y muda, rivalizando en inmovilidad con el San Juan del gallardete y con la Dolorosa. Ésta se hallaba al pie de la cruz, rígida en su enjuto vestido negro y en sus tocas de viuda, acribillado el pecho de espaditas de plata, las manos cruzadas con tanta fuerza, que los dedos se confundían formando un haz apretadísimo. El Cristo, mucho mayor que la imagen de su madre, extendíase por el muro arriba, tocando al techo del templete con su corona de abrojos, y estirando los brazos á increíble distancia. Abajo velas, los atributos de la Pasión, exvotos de cera, un cepillo con los bordes de la hendidura mugrientos, y el hierro del candado muy roñoso; el paño del altar goteado de cera; la repisa pintada imitando jaspe. Todo lo miraba la señorita de Villaamil, no viendo el conjunto, sino los detalles más ínfimos, clavando sus ojos aquí y allí como aguja que picotea sin penetrar, mientras su alma se apretaba contra la esponja henchida de amargor, absorbiéndolo todo.

Vinieron á coincidir en el tiempo dos gravísimos actos, cada uno de los cuales pudo decidir por sí solo la vida ulterior de la insignificante y trastornada joven. Con diferencia de dos horas y media, se realizaron el suceso que acabo de referir y otro no menos importante. Ponce, conferenciando con doña Pura en la sala de ésta, sin testigos, se mostró enojado porque los padres de su prometida no habían fijado aún el día de la boda.

—Pues por fijado, hijo, por fijado. Ramón y yo no deseamos otra cosa. ¿Le parece á usted que á principios de Mayo? ¿el día de la Cruz?

Poco antes doña Pura había explicado la ausencia de su hija en la tertulia por el grandísimo enfriamiento que aquella tarde cogiera en las Comendadoras. Entró en casa castañeteando los dientes, y con un calenturón tan fuerte, que su madre la mandó acostarse al momento. Era esto verdad; mas no toda la verdad, y la señora se calló el asombro de verla entrar á horas desusadas y con un vestido que no acostumbraba ponerse para ir de tarde á la iglesia mas próxima. «Eso es, lo mejorcito que tienes; estropéalo donde no lo puedes lucir, y dedícate á refregar con ese casimir tan rico de catorce reales los bancos de la iglesia, llenos de mugre, de polvo y de cuanta porquería hay». También se calló que su hija no contestaba acorde á nada de cuanto le decía. Esto, el chasquido de dientes y la repugnancia á comer movieron á doña Pura á meterla en la cama. No las tenía la señora todas consigo, y estaba cavilosa buscando el sentido de ciertas rarezas que en la niña notaba. «Sea lo que quiera—pensó,—cuanto más pronto la casemos, mejor». Sobre esto dijo algo á su marido; pero Villaamil no se había dignado contestar sílaba; tan tétrico y cabizbajo andaba.

Abelarda, que se hacía la dormida para que no la molestase nadie, vió á Milagros acostando á Luisito, el cual no se durmió pronto aquella noche, sino que daba vueltas y más vueltas. Cuando ambos se quedaron solos, Abelarda le mandó estarse callado. No tenía ella ganas de jarana; era tarde y necesitaba descanso.

—Tiíta, no puedo dormirme. Cuéntame cuentos.

—Sí, para cuentos estoy yo. Déjame en paz ó verás...

Otras veces, al sentir á su sobrino desvelado, la insignificante, que le amaba entrañablemente, procuraba calmar su inquietud con afectuosas palabras; y si esto no era bastante, se iba á su cama, y arrullándole y agasajándole, conseguía que conciliara el sueño. Pero aquella noche, excitada y fuera de sí, sentía tremenda inquina contra el pobre muchacho; su voz la molestaba y hería, y por primera vez en su vida pensó de él lo siguiente: «¿Qué me importa á mí que duermas ó no, ni que estés bueno ni que estés malo, ni que te lleven los demonios?»

Luisito, hecho á ver á su tía muy cariñosa, no se resignaba á callar. Quería palique á todo trance, y con voz de mimo, dijo á su compañera de habitación:

—Tía, ¿viste tu por casualidad á Dios alguna vez?

—¿Qué hablas ahí, tonto?... Si no te callas, me levanto y...

—No te enfades... pues yo, ¿qué culpa tengo? Yo veo á Dios, lo veo cuando me da la gana; para que lo sepas... Pero esta noche no le veo más que los pies... los pies con mucha sangre, clavaditos y con un lazo blanco, como los del Cristo de las melenas que está en Monserrat... y me da mucho miedo. No quiero cerrar los ojos, porque... te diré... yo nunca le he visto los pies, sino la cara y las manos... y esto me pasa... ¿sabes por qué me pasa?... porque hice un pecado grande... porque le dije á mi papá una mentira, le dije que quería ir con la tía Quintina á su casa. Y fué mentira. Yo no quiero ir más que un ratito para ver los santos. Vivir con ella no. Porque irme con ella y dejaros á vosotros es pecado, ¿verdad?

—Cállate, cállate, que no estoy yo para oir tus sandeces... ¿Pues no dice que ve á Dios el muy borrico?... Sí, ahí está Dios para que tú le veas, bobo...

Abelarda oyó al poco rato los sollozos de Cadalsito, y en vez de piedad, sintió, ¡cosa más rara!, una antipatía tal contra su sobrino, que mejor pudiera llamarse odio sañudo. El tal mocoso era un necio, un farsante que embaucaba á la familia con aquellas simplezas de ver á Dios y de querer hacerse curita; un hipócrita, un embustero, un mátalas-callando... y feo, y enclenque, y consentido además...

Esta hostilidad hacia la pobre criatura era semejante á la que se inició la víspera en el corazón de Abelarda contra su propio padre, hostilidad contraria á la naturaleza, fruto sin duda de una de esas auras epileptiformes que subvierten los sentimientos primarios en el alma de la mujer. No supo ella darse cuenta de cómo tal monstruosidad germinara en su espíritu, y la veía crecer, crecer á cada instante, sintiendo cierta complacencia insana en apreciar su magnitud. Aborrecía á Luis, le aborrecía con todo su corazón. La voz del chiquillo le encalabrinaba los nervios, poniéndola frenética.

Cadalsito, sollozando, insistió: «Le veo las piernas negras con manchurrones de sangre, le veo las rodillas con unos cardenales muy negros, tiíta... tengo mucho miedo... ¡Ven, ven!»

La Miau crispó los puños, mordió las sábanas. Aquella voz quejumbrosa removía todo su ser, levantando en él una ola rojiza, ola de sangre que subía hasta nublarle los ojos. El chiquillo era un cómico, fingido y trapalón, bajado al mundo para martirizarla á ella y á toda su casta... Pero aun quedaba en Abelarda algo de hábito de ternura que contenía la expansión de su furor. Hacía un movimiento para echarse de la cama y correr á la de Luis con ánimo de darle azotes, y se reprimía luego. ¡Ah! como pusiera las manos en él, no se contentaría con la azotaina... le ahogaría, sí. ¡Tal furia le abrasaba el alma y tal sed de destrucción tenían sus ardientes manos!

—Tiíta, ahora le veo el faldellín todo lleno de sangre, mucha sangre... Ven, enciende luz, ó me muero de susto; quítamele, dile que se vaya. El otro Dios es el que á mí me gusta, el abuelo guapo, el que no tiene sangre, sino un manto muy fino y unas barbas blanquísimas...

Ya no pudo ella dominarse, y saltó del lecho... Quedóse á su orilla inmovilizada, no por la piedad, sino por un recuerdo que hirió su mente con vívida luz. Lo mismo que ella hacía en aquel instante, lo había hecho su difunta hermana en una noche triste. Sí, Luisa padecía también aquellas horribles corazonadas de aborrecer á su progenitura, y cierta noche que le oyó quejarse, echóse de la cama y fué contra él, con las manos amenazantes, trocada de madre en fiera. Gracias que la sujetaron, pues si no, sabe Dios lo que habría pasado. Y Abelarda repetía las mismas palabras de la muerta, diciendo que el pobre niño era un monstruo, un aborto del infierno, venido á la tierra para castigo y condenación de la familia.

Llevóla este recuerdo á comparar la semejanza de causas con la semejanza de efectos, y pensó angustiadísima: «¿Estaré yo loca, como mi hermana?... ¿Es locura, Dios mío?»

Volvió á meterse entre sábanas, prestando atención á los sollozos de Luis, que parecían atenuarse, como si al fin le venciera el sueño. Transcurrió un largo rato, durante el cual la tiíta se aletargó á su vez; pero de improviso despertó sintiendo el mismo furor hostil en su mayor grado de intensidad. No la detuvo entonces el recuerdo de su hermana; no había en su espíritu nada que corrigiese la idea, ó mejor dicho, el delirio de que Luis era una mala persona, un engendro detestable, un ser infame á quien convenía exterminar. Él tenía la culpa de todos los males que la agobiaban, y cuando él desapareciera del mundo, el sol brillaría más y la vida sería dichosa. El chiquillo aquél representaba toda la perfidia humana, la traición, la mentira, la deshonra, el perjurio.

Reinaba profunda obscuridad en la alcoba. Abelarda, en camisa y descalza, echándose un mantón sobre los hombros, avanzó palpando... Luego retrocedió buscando las cerillas. Habíasele ocurrido en aquel momento ir á la cocina en busca de un cuchillo que cortara bien. Para esto necesitaba luz. La encendió, y observó á Luis que al cabo dormía profundamente. «¡Qué buena ocasión!—se dijo;—ahora no chillará, ni hará gestos... Farsante, pinturero, monigote, me las pagarás... Sal ahora con la pamplina de que ves á Dios... Como si hubiera tal Dios, ni tales carneros...» Después de contemplar un rato al sobrinillo, salió resuelta. «Cuanto más pronto, mejor». El recuerdo de los sollozos del chico, hablando aquellos disparates de los pies que veía, atizaba su cólera. Llegó á la cocina y no encontró cuchillo, pero se fijó en el hacha de partir leña, tirada en un rincón, y le pareció que este instrumento era mejor para el caso, más seguro, más ejecutivo, más cortante. Cogió el hacha, hizo ademán de blandirla, y satisfecha del ensayo, volvió á la alcoba, en una mano la luz, en otra el arma, el mantón por la cabeza... Figura tan extraña y temerosa no se había visto nunca en aquella casa. Pero en el momento de abrir la puerta de cristales de la alcoba, sintió un ruido que la sobrecogió. Era el del llavín de Víctor girando en la cerradura. Como ladrón sorprendido, Abelarda apagó de un soplo la luz, entró, y se agachó detrás de la puerta, recatando el hacha. Aunque rodeada de tinieblas temía que Víctor la viese al pasar por el comedor y se hizo un ovillo, porque la furia que había determinado su última acción se trocó súbitamente en espanto con algo de femenil vergüenza. Él pasó alumbrándose con una cerilla, entró en su cuarto y se cerró al instante. Todo volvió á quedar en silencio. Hasta la alcoba de Abelarda llegaba débil, atravesando el comedor y las dos puertas de cristales, la claridad de la vela que encendiera Víctor para acostarse. Cosa de diez minutos duró el reflejo; después se extinguió, y todo quedó en sombra. Pero la cuitada no se atrevía ya á encender su luz; fué tanteando hasta la cama, escondió el hacha bajo la cómoda próxima al lecho, y se deslizó en éste reflexionando: «No es ocasión ahora. Gritaría, y el otro... Al otro le daría yo el hachazo del siglo; pero no basta un hachazo, ni dos, ni ciento... ni mil. Estaría toda la noche dándole golpes y no le acabaría de matar».

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