XXXIII

Nuestro infortunado Villaamil no vivía desde el momento aciago en que supo la colocación de su yerno, y para mayor desdicha el prohombre ministerial no le hacía caso. Inmediatamente después de almorzar, se echaba á la calle, y se pasaba el día de oficina en oficina, contando su malaventura á cuantos encontraba, refiriendo la atroz injusticia, que, entre paréntesis, no le cogía de nuevo; porque él, se lo podían creer, nunca esperó otra cosa. Cierto que, apretado por la fea necesidad, y llegando á sentir como un estorbo en aquel pesimismo que se había impuesto, se lo arrancaba á veces como quien se arranca una máscara, y decía, implorando con toda el alma desnuda: «Amigo Cucúrbitas, me conformo con cualquier cosa. Mi categoría es de Jefe de Administración de tercera; pero si me dan un puesto de oficial primero, vamos, de oficial segundo, lo tomo, sí señor, lo tomo, aunque sea en provincias.» La misma cantinela le entonaba al Jefe del Personal, á todos los amigos influyentes que en la casa tenía, y epistolarmente al Ministro y á Pez. Á Pantoja, en gran confianza, le dijo: «Aunque sea para mí una humillación, hasta oficial tercero aceptaré por salir de estas angustias... Después, Dios dirá».

Luego iba de estampía contra Sevillano, de quien se hablará después, empleado en el Personal, el cual le decía con expresión de lástima: «Sí, hombre sí, cálmese usted; tenemos nota preferente... Debe usted procurar serenarse». Y le volvía la espalda. Poco á poco fué el santo varón desmintiendo su carácter, aprendiendo á importunar á todo el mundo y perdiendo el sentido de las conveniencias. Después de verle andar por las oficinas, dando la lata á diferentes amigos, sin excluir á los porteros, Pantoja le habló en confianza:

—¿Sabes lo que el bigardo de tu yerno le dijo al Diputado ese? Pues que tú estabas loco y que no podías desempeñar ningún destino en la Administración. Como lo oyes; y el Diputado lo repitió en el Personal delante de Sevillano y del hermano de Espinosa, que me lo vino á contar á mí.

—¿Eso dijo? (estupefacto). ¡Ah! lo creo. Es capaz de todo...

Esto acabó de trastornarle. Ya la insistencia de su incansable porfía y la expresión de ansiedad que iban tomando sus ojos asustaba á sus amigos. En algunas oficinas, cuidaban de no responderle ó de hablarle con brevedad para que se cansara y se fuese con la música á otra parte. Pero estaba á prueba de desaires, por habérsele encallecido la epidermis del amor propio. En ausencia de Pantoja, Espinosa y Guillén le tomaban el pelo de lo lindo:

—¿No sabe usted, amigo Villaamil lo que se corre por ahí? Que el Ministro va á presentar á las Cortes una ley estableciendo el income tax. La Caña la está estudiando.

—Como que me ha robado mis ideas. Mis cuatro Memorias durmieron en su poder más de un año. Vean ustedes lo que saca uno de quemarse las cejas por estudiar algo que sirva de remedio á esta Hacienda moribunda... País de raterías, Administración de nulidades, cuando no se puede afanar una peseta, se tima el entendimiento ajeno. Ea, con Dios.

Y salía disparado, precipitándose por los escalones abajo, hacia la Dirección de Impuestos (patio de la izquierda), ansioso de calentarle las orejas al amigo La Caña. Á la media hora se le veía otra vez venciendo jadeante la cansada escalera para meterse un rato en el Tesoro ó en Aduanas. Algunas veces, antes de entrar, daba la jaqueca á los porteros, contándoles toda su historia administrativa. «Yo entré á servir en tiempo de la Regencia de Espartero, siendo Ministro el Sr. Surrá y Rull, excelente persona, hombre muy mirado. Me parece que fué ayer cuando subí por esa escalera. Traía yo unos calzoncitos de cuadros, que se usaban entonces, y mi sombrero de copa, que había estrenado para tomar posesión. De aquel tiempo no queda ya nadie en la casa, pues el pobre Cruz, á quien vi en este mismo sitio cuando yo entraba, se las lió hace dos meses. ¡Ay, qué vida ésta!... Mi primer ascenso me lo dió D. Alejandro Mon... buena persona... y de mucho carácter, no se crean ustedes. Aquí se plantificaba á las ocho de la mañana, y hacía trabajar á la tropa; por eso hizo lo que hizo. Como madrugador, no ha habido otro D. Juan Bravo Murillo, y el número uno de los trasnochadores era D. José Salamanca, que nos tenía aquí á los de Secretaría hasta las dos ó las tres de la madrugada. Pues digo, ¿hay alguno entre ustedes que se acuerde de D. Juan Bruil, que, por más señas, me hizo á mí oficial tercero? ¡Ah, qué hombre! Era una pólvora. Pues también el amigo Madoz las gastaba buenas. ¡Qué cascarrabias! Yo tuve el 57 un director que no hacía un servicio al lucero del alba ni despachaba cosa alguna, como no viniera una mujer á pedírsela. Crean ustedes que la perdición del país es la faldamenta».

Los porteros le llevaban el humor mientras podían; pero también llegaron á sentir cansancio de él, y pretextaban ocupaciones para zafarse. El santo varón, después de explayarse por las porterías, volvía adentro, y no faltaba en Aduanas ó en Propiedades un guasón presumido, como Urbanito, el hijo de Cucúrbitas, que le convidase á café para tirarle de la lengua y divertirse oyendo sus exaltadas quejas. «Miren ustedes; á mí me pasa esto por decente, pues si yo hubiera querido desembuchar ciertas cosas que sé referentes á pájaros gordos, ¿me entienden ustedes?... digo que si yo hubiera sido como otros que van á las redacciones con la denuncia del enjuage A, del enredo B..., otro gallo me cantara... ¿Pero qué resulta? Que aunque uno no quiera ser decente y delicado, no puedo conseguirlo. El pillo nace, el orador se hace. Total, que ni siquiera me vale haber escrito cuatro Memorias que constituyen un plan de Presupuestos, porque un mal amigo á quien se las enseño, me roba la idea y la da por suya. Lo que menos piensan ustedes es que ese dichoso income tax que quieren establecer, ¡temprano y con sol!, es idea mía... diez años devanándome los sesos... ¿para qué? Para que un grajo se adorne con mis plumas ó con la obra de mi pluma. Yo digo que si el Ministro sabe esto, si lo sabe el país, ¿qué sucederá? Puede que no suceda nada, porque allá se van el país y el Ministro en lo puercos y desagradecidos... Yo me lavo las manos; yo me estoy en mi casa, y si vienen revoluciones, que vengan; si el país cae en el abismo, que caiga con cien mil demonios. Después dirán: «¡Qué lástima no haber planteado los cuatro puntos aquellos del buen Villaamil: Moralidad, Income tax, Aduanas, Unificación!» Pero yo diré: tarde piache... «Haberlo visto antes». Dirán: «Pues que sea Villaamil Ministro»; y yo responderé: «Cuando quise no quisiste, y ahora... á buena hora, mangas verdes...» Conque, señores, me voy para que ustedes trabajen. En mis tiempos no había estos ocios. Se fumaba un cigarrito, se tomaba café, y luego al telar... Pero ahora, empleado hay que viene aquí á inventar charadas, á chapucear comedias, revistas de toros y gacetillas. Así está la Administración pública, que es una mujer pública, hablando mal y pronto. Francamente, esto da asco, y yo no sé cómo todos ustedes no hacen dimisión, y dejan solos al Ministro y al Jefe del Personal, á ver cómo se desenvuelven. No, no lo digo en broma; veo que se ríen ustedes, y no es cosa de risa. Dimisión total, huelga en un día dado, á una hora dada...»

Por fin, hartos de este charlar incoherente, le echaban con buenos modos, diciéndole: «Don Ramón, usted debiera ir á tomar el aire. Un paseito por el Retiro le vendría muy bien». Salía rezongando, y en vez de seguir el saludable consejo de oxigenarse, bajaba, mal terciada la capa, y se metía en el Giro Mutuo, donde estaba Montes, ó en Impuestos, donde su amigo Cucúrbitas soportaba con increíble paciencia discursos como éste: «Te digo en confianza, aquí de ti para mí, que me contento con una plaza de oficial tercero: proponme al Ministro. Mira que siento en mi cabeza unas cosas muy raras, como si se me fuera el santo al cielo. Me entran ganas de decir disparates, y aun recelo que á veces se me salen de la boca. Que me den esos dos meses, ó no sé; creo que pronto empezaré á tirar piedras. Ya sabes mi situación; sabes que no tengo cesantía, porque, si bien soy anterior al 45, mi primer destino no fué de Real orden; no entré en plantilla hasta el 46, gracias á D. Juan Martín Carramolino. Bien te acordarás. Tú estabas por debajo de mí; yo te enseñé á poner una minuta en regla. El 54 tú entraste en la Milicia Nacional; yo no quise, porque nunca me ha gustado la bullanga. Ahí tienes el principio de tu buena fortuna y el de mi desdicha. Gracias al morrión te plantaste de un salto en Jefe de Negociado de segunda, mientras yo me estancaba en oficial primero... Parece mentira, Francisco, que el sombrero influya tanto. Pues dicen que Pez debe su carrera nada más que al chisterómetro de alas anchas y abarquilladas que le da un aire tan solemne... Bien recuerdo que tú me decías: «Ramón, ponte un chaleco de buen ver, que esto ayuda; gasta cuellos altos, muy altos, muy tiesos, que te obliguen á engallar la cabeza con cierto aire de importancia». Yo no te hice caso, y así estoy. Á Basilio, desde que se encajó la levita inglesa, le empezaron á indicar para el ascenso, y á mí se me antoja que las botas chillonas del amigo Montes, dando á su personalidad un no sé qué de atrevido, insolente y qué se me da á mi, han influído para que avance tanto... Sobre todo el sombrero, el sombrero es cosa esencialísima, Francisco, y el tuyo me parece un perfecto modelo... alto de copa y con hechura de trombón, el ala muy semejante á la canaleja de un cura. Luego esas corbatas que tú te permites... Si me colocan, me pondré una igual... Conque ya sabes: oficial tercero: cualquier cosa: el quid está en firmar la nómina, en ser algo, en que cuando entre yo aquí no me parezca que hasta las paredes lloran compadeciéndome... Francisco, hormiga de esta casa, hazlo por Dios y por tus hijos, tres de los cuales tienes ya bien colocados de aspirantes con cinco mil, sin contar á Urbanito que se calza doce. Si mi mujer fuera Pez en vez de ser rana, ¡ay! no estaría yo en seco. Parece que lo tenéis en la masa de la sangre, y cuando nacen tus nenes y sueltan el primer lloro de la vida, en vez de ponerles la teta en la boca, les ponen el estado Letra A, Sección octava, del Presupuesto. Adiós; interésate por mí, sácame de este pozo en que me he caído... No quiero molestarte; tienes que hacer. Yo también estoy atareadísimo. Abur, abur».

No se crea que se iba mi hombre á la calle. Atraído de irresistible querencia, se lanzaba otra vez, jadeante, á la fatigosa ascensión por la escalera, y llegaba sin aliento á Secretaría. Allí cierto día se encontró una novedad. Los porteros, que comúnmente le franqueaban la entrada, le detuvieron, disimulando con insinuaciones piadosas la orden terminante que tenían de no dejarle pasar. «Don Ramón, váyase á su casa, y descanse y duerma para que se le despeje ese meollo. El Jefe está encerrado y no recibe á nadie». Irritóse Villaamil con la desusada consigna y aun quiso forzarla, alegando que no debía regir para él. La capa del infeliz cesante barrió el suelo de aquí para allí, y aun tuvieron los ordenanzas que ponerle el sombrero, desprendido de su cabeza venerable. «Bien, Pepito Pez, bien—decía el infeliz, respirando con dificultad;—así pagas á quien fué tu jefe, y te tapó muchas faltas. En donde menos se piensa salta un ingrato. Basta que yo te haya hecho mil favores, para que me trates como á un negro. Lógica puramente humana... Quedamos enterados. Adiós... ¡Ah! (volviéndose desde la puerta), dígale usted al Jefe del Personal, al D. Soplado ése, que usted y él se pueden ir á escardar cebollinos».

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