XXXVIII

Notaban aquellos días doña Pura y su hermana algo desusado en las maneras, en el lenguaje y en la conducta del buen Villaamil, que si en actos de relativa importancia se mostraba excesivamente perezoso y apático, en otros de ningún valor y significación desplegaba brutales energías. Tratóse de la boda de Abelarda, de señalar fecha y de fijar ciertos puntos á tan gran suceso pertinentes, y el hombre no dijo esta boca es mía. Ni la bonita herencia de su futuro yerno (pues ya se había llevado Dios al tío notario) le arrancó una sola de aquellas hipérboles de entusiasmo que de la boca de doña Pura salían á borbotones. En cambio, á cualquier tontería daba Villaamil la importancia de suceso transcendente, y por si su mujer cerró la puerta con algún ruido (resultado de lo tirantes que tenía los nervios), ó por si le habían quitado, para ensortijarse la cabellera, un número de La Correspondencia, armó un cisco que hubo de durar media mañana.

También merece notarse que Abelarda acogió la formalización de su boda con suma indiferencia, la cual, á los ojos de la primera Miau, era modestia de hija modosa bien educada, sin más voluntad que la de sus padres. Los preparativos, en atención al ahogo de la familia, habían de ser muy pobres, casi nulos, limitándose á algunas prendas de ropa interior, cuya tela se adquirió con un donativo de Víctor, del cual no se dió cuenta á Villaamil para evitar susceptibilidades. Debo advertir que desde la escena aquella en las Comendadoras, Víctor apenas paraba en la casa. Rarísimas noches entraba á dormir, y comía y almorzaba fuera todos los días. Los tertulios de la casa eran los mismos, excepto Pantoja y familia, que escaseaban sus visitas, sin que doña Pura penetrase la causa de este desvío, y Guillén, que definitivamente se eclipsó, muy á gusto de las tres Miaus. Las repetidas ausencias de Virginia Pantoja motivaron gran atraso en los ensayos de la pieza. Á la señorita de la casa se le olvidó en absoluto su papel, y por estas razones y por la desgana de fiestas que Pura sentía mientras no se resolviera el problema de la colocación de su esposo, fué abandonado el proyecto de función teatral.

Federico Ruiz, consecuente siempre, iba algunos ratos por las tardes, pidiendo mil perdones á las Miaus por quitarles su tiempo, pues no ignoraba que debían de estar sobre un pie con los preparativos... ¡Dichosos preparativos, y cuántos castillos y torres edificó sobre cimiento tan frágil la imaginación fecunda de la esposa de Villaamil!... Una mañana entró Ruiz muy sofocado, seguido de su mujer, ambos despidiendo alegría de sus ojos, ebrios de júbilo, deseando que los amigos participaran de su dicha.

Vengo—dijo él casi sin aliento—á que nos den la enhorabuena. Sé que nos quieren y que se alegrarán de verme colocado.

Tanto Federico como Pepita fueron sucesivamente abrazados por las tres Miaus. En esto salió de su despacho olfateando alegría el buen Villaamil, y antes de que Ruiz tuviera tiempo de embocarle la venturosa nueva, le cogió en los brazos, diciéndole:

—Sea mil y mil veces enhorabuena, queridísimo... Bien merecido lo tiene, y muy requetebién ganado.

—Gracias, muchísimas gracias—dijo Ruiz constreñido en los enormes brazos de Villaamil, que apretaba con nerviosa contracción.—Pero, por la Virgen Santísima, no me apriete tanto, que me va á ahogar... D. Ramón... ¡ay, ay! que me hace añicos...

—Pero, hombre—dijo Pura á su marido sorprendida y temerosa,—¿qué manera de abrazar?

—Es que...—balbució el cesante—quiero darle un parabién bien dado... una enhorabuena de padre y muy señor mío, para que le quede memoria de mí y de lo muy contento que estoy por su triunfo. ¿Y qué es ello?

—Una comisioncilla en Madrid mismo... esa es la ganga... para estudiar y proponer mejoras en el estudio de las ciencias naturales... á fin de que resulte práctico.

—¡Oh, cosa buena!... Ni sé cómo no se les había ocurrido antes. ¡Y este mísero País vive ignorando cómo se enseñan las ciencias naturales! Felizmente, ahora, amigo Ruiz, vamos á salir de dudas... Nuestro sabio Gobierno tiene una mano para escoger el personal... Así está la Nación reventando de gusto. Pues digo, si tendrá su aquel la comisioncita. Golpes de esos bastan á salvar la patria oprimida... En fin, lo celebro mucho... Y digo más, Sr. de Ruiz; si usted está de enhorabuena, no lo está menos el País, que debe ponerse á tocar las castañuelas al saber que tiene quien le estudie eso... ¿verdad? Con su permiso, me vuelvo á trabajar. Mil millones de plácemes.

Sin esperar lo que Federico contestaba á estas expansiones calurosas, el buen hombre se metió de rondón en su despacho. Algo extrañó á los Ruíces, lo mismo que á las Miaus, aquella manera desordenada y estrepitosa de dar enhorabuenas; pero disimularon su extrañeza. Fuéronse los felicitados para seguir sus visitas de dar parte, cosechando á granel las felicitaciones. Y no era la comisioncita el único motivo de contento que Ruiz aquella mañana tenía, pues el correo le trajo nueva satisfacción con que no contaba. Era nada menos que el diploma de una sociedad portuguesa, cuyo objeto es enaltecer á los que realizan actos heroicos en los incendios, y también á los que propagan por escrito las mejores teorías sobre este útil servicio. Todo individuo perteneciente á dicha asociación tenía derecho, según rezaba el diploma, á usar el título de Bombeiro, salvador da humanidade, y á ponerse un vistosísimo uniforme con relucientes bordados. El figurín de la deslumbradora casaca acompañaba al nombramiento. ¡Si estaría hueco el hombre con su comisión (de que dependía el porvenir científico de España), con los honores de bombeiro, y con la librea reluciente que pensaba lucir en la primera coyuntura pública y solemne que se le presentase!

Luisito salió á paseo aquella tarde con Paca, y al volver se puso á estudiar en la mesa del comedor. Pasado el extrañísimo, increíble arrechucho de Abelarda en la famosa noche de que antes hablé, el cerebro de la insignificante quedó aparentemente restablecido, hasta el punto de que un olvido benéfico y reparador arrancó de su mente los vestigios del acto. Apenas lo recordaba la joven con la inseguridad de sueño borroso, como pesadilla estúpida cuya imagen se desvanece con la luz y las realidades del día. Ocupábase en coser su ajuar, y Luis, cansado del estudio, se entretenía en quitarle y esconderle los carretes de algodón. «Chiquillo—le dijo su tía sin incomodarse,—no enredes. Mira que te pego». En vez de pegarle, le daba un beso, y el sobrinillo se envalentonaba más, ideando otras travesuras, como suyas, poco maliciosas. Pura ayudaba á su hija en los cortes, y Milagros funcionaba en la cocina, toda tiznada, el mandilón hasta los pies. Villaamil siempre encerrado en su leonera. Tal era la situación de los individuos de la familia, cuando sonó la campanilla y cátate á Víctor. Sorprendiéronse todos, pues no solía ir á semejante hora. Sin decir nada pasó á su cuartucho, y se le sintió allí lavándose y sacando ropa del baúl. Sin duda estaba convidado á una comida de etiqueta. Esto pensó Abelarda, poniendo especial estudio en no mirarle ni dirigir siquiera los ojos á la puerta del menguado aposento.

Pero lo más singular fué que á poco de la entrada del monstruo, sintió la sosa en su alma, de improviso, con aterradora fuerza, la misma perturbación de la noche de marras. Estalló el trastorno cerebral como una bomba, y en el mismo instante toda la sangre se le removía, amargor de odio hacíale contraer los labios, sus nervios vibraban, y en los tendones de brazos y manos se iniciaba el brutal prurito de agarrar, de estrujar, de hacer pedazos algo, precisamente lo más tierno, lo más querido y por añadidura lo más indefenso. Tuvo Cadalsito, en tan crítica ocasión, la mala idea de tirarle del hilo de unos hilvanes, y la tela se arrugó... «Chiquillo, si no te estás quieto, verás», gritó Abelarda, con eléctrica conmoción en todo el cuerpo, los ojos como ascuas. Quizás no habría pasado á mayores; pero el tontín, queriendo echárselas de muy pillo, volvió á tirar del hilo, y... aquí fué Troya. Sin darse cuenta de lo que hacía, obrando cual inconsciente mecanismo que recibe impulso de origen recóndito, Abelarda tendió un brazo, que parecía de hierro, y de la primera manotada le cogió de lleno á Luis toda la cara. El restallido debió de oírse en la calle. Al hacerse para atrás, vaciló la silla en que el chico estaba, y ¡pataplúm!, al suelo.

Doña Pura dió un chillido... «¡Ay, hijo de mi alma!... ¡mujer!», y Abelarda, ciega y salvaje, de un salto cayó sobré la víctima, clavándole los dedos furibundos en el pecho y en la garganta. Como las fieras enjauladas y entumecidas recobran, al primer rasguño que hacen al domador, toda su ferocidad, y con la vista y el olor de la primera sangre pierden la apatía perezosa del cautiverio, así Abelarda, en cuanto derribó y clavó las uñas á Luisito, ya no fué mujer, sino el ser monstruoso creado en un tris por la insana perversión de la naturaleza femenina. «¡Perro, condenado... te ahogo! ¡embustero, farsante... te mato!», gruñía rechinando los dientes; y luego buscó con ciego tanteo las tijeras para clavárselas. Por dicha, no las encontró á mano.

Tal terror produjo el acto en el ánimo de doña Pura, que se quedó paralizada sin poder acudir á evitar el desastre, y lo que hizo fué dar chillidos de angustia y desesperación. Acudió Milagros, y también Víctor en mangas de camisa. Lo primero que hicieron fué sacar al pobre Cadalsito de entre las uñas de su tía, operación no difícil, porque pasado el ímpetu inicial, la fuerza de Abelarda cedió bruscamente. Su madre tiraba de ella, ayudándola á levantarse, y de rodillas aún, convulsa, toda descompuesta, su voz temblorosa y cortada, balbucía:

—Ese infame... ese trasto... quiere acabar conmigo... y con toda la familia...

—Pero, hija, ¿qué tienes?...—gritaba la mamá sin darse cuenta del brutal hecho, mientras Víctor y Milagros examinaban á Luisito, por si tenía algún hueso roto. El chico rompió á llorar, el rostro encendido, la respiración fatigosa.

—¡Dios mío, qué atrocidad!—murmuró Víctor ceñudamente.

Y en el mismo instante se determinaba en Abelarda una nueva fase de la crisis. Lanzó tremendo rugido, apretó los dientes, rechinándolos, puso en blanco los ojos y cayó como cuerpo muerto, contrayendo brazos y piernas y dando resoplidos. Aparece entonces Villaamil pasmado de aquel espectáculo: su hija con pataleta, Luisito llorando, la cara rasguñada, doña Pura sin saber á quién atender primero, los demás turulatos y aturdidos.

—No es nada—dijo al fin Milagros, corriendo á traer un vaso de agua fría para rociarle la cara á su sobrina.

—¿No hay por ahí éter?—preguntó Víctor.

—Hija, hija mía—exclamó el padre,—¿qué te pasa? Vuelve en ti.

Había que sujetarla para que no se hiciese daño con el pataleo incesante y el bracear violentísimo. Por fin, la sedación se inició tan enérgica como había sido el ataque. La joven empezó á exhalar sollozos, á respirar con esfuerzo como si se ahogara, y un llanto copiosísimo determinó la última etapa del tremendo acceso. Por más que intentaban consolarla, no tenía término aquel río de lágrimas. Lleváronla á su lecho, y en él siguió llorando, oprimiéndose con las manos el corazón. No parecía recordar lo que había hecho. Entre Villaamil y Cadalso habían conseguido acallar á Luisito, convenciéndole de que todo había sido una broma un poco pesada.

De repente el jefe de la familia se cuadró ante su yerno, y con temblor de mandíbula, intensa amarillez de rostro y mirada furibunda, gritó:

—De todo esto tienes tú la culpa, danzante. Vete pronto de mi casa, y ojalá no hubieras entrado nunca en ella.

—¡Que tengo yo la culpa!... ¡Pues no dice que yo...!—respondió el otro descaradamente.—Ya me parecía á mí que no estaba usted bueno de la jícara...

—La verdad es—observó Pura, saliendo del cuarto próximo,—que antes de que tú vinieras no pasaban en mi casa estas cosas que nadie entiende.

—¡Ahí también usted... No parece sino que me hacen un favor con tenerme aquí. ¡Y yo creí que les ayudaba á pasar la travesía del ayuno! Si me marcho, ¿dónde encontrarán un huésped mejor?

Villaamil, ante tanta insolencia, no encontraba palabras para expresar su indignación. Acarició el respaldo de una silla, con prurito de blandirla en alto y estampársela en la cabeza á su hijo político. Pudo dominar las ganas que de esto tenía, y reprimiendo su ira con fortísima rienda, le dijo con voz hueca de sochantre:

—Se acabaron las contemplaciones. Desde este momento estás de más aquí. Recoge tus bártulos y toma el portante, sin ningún género de excusas ni aplazamiento.

—No se apure usted... No parece sino que estoy en Jauja.

—Jauja ó no Jauja (á punto de estallar), ahora mismo fuera. Vete á vivir con los esperpentos que te protegen. ¿De qué te sirve esta familia pobre y desgraciada? Aquí no hay credenciales, ni destinos, ni recomendaciones, ni nada, como dijo el otro. Y en esta pobreza honrada somos felices. ¿No ves lo contento que yo estoy? (Castañeteando los dientes.) En cambio tú no tendrás paz en el pináculo de tus glorias, alcanzadas por el deshonor... Pronto, á la calle... El señor de Miau quiere perderte de vista.

Víctor lívido, doña Pura asustada, Luisito con ganas de romper á llorar nuevamente, Milagros haciendo pucheros...

—Bien—dijo Cadalso con aquella gallardía que sabía poner en sus resoluciones, siempre que eran mortificantes.—Me voy. También yo lo deseaba, y no lo había hecho por caridad, porque soy aquí un sostén, no una carga. Pero la separación será absoluta. Me llevo á mi hijo.

Las dos Miaus le miraron aterradas. Villaamil apretó con ferocidad los dientes.

—¿Pues qué...? Después de lo que ha pasado hoy—añadió Víctor,—¿todavía pretenden que yo deje aquí á este pedazo de mi vida?

La lógica de esto argumento desconcertó á lodos los Miaus de ambos sexos.

—¡Pero qué tonto!—insinuó doña Pura con ganas de capitular,—¿crees tú que esto volverá á pasar? ¿Y adónde vas con tu hijo, adónde? Si el pobrecito no quiere separarse de nosotros.

Poco le faltaba para llorar. Milagros dijo:

—No, lo que es el niño no sale de aquí.

—¡Vaya si sale!—sostuvo Cadalso con brutal resolución.—Á ver: saque usted toda la ropita de mi hijo para juntarla con la mía.

—Pero, ¿adónde le llevas?, bobo, simple... ¡Qué cosas se te ocurren tan disparatadas!

—Por sabido se calla. Su tía Quintina le criará y le educará mejor que ustedes.

Doña Pura se sentó, atacada de gran congoja, sudor frío y latidos dolorosos del corazón. Vaya, que después de la hija, la madre iba á caer con la pataleta. Villaamil dió una vuelta sobre sí mismo, como si le hiciera girar el vértice de un ciclón interior, y después de parar en firme; abrióse de piernas, alzó los brazos enormes, simulando la figura de San Andrés clavado en las aspas, y rugió con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Que se lo lleve... que se lo lleve con mil demonios! Mujeres locas, mujeres cobardes, ¿no sabéis que Morimos... Inmolados... Al... Ultraje?

Y tropezando en las paredes corrió hacia el gabinete. Su mujer fué detrás, creyendo que iba disparado á arrojarse por el balcón á la calle.

Share on Twitter Share on Facebook