XXXV

No eran las once de la mañana del día siguiente, día último de mes, por más señas, cuando Villaamil subía con trabajo la escalera encajonada del Ministerio, parándose á cada tres ó cuatro peldaños para tomar aliento. Al llegar á la entrada de la Secretaría, los porteros, que la tarde anterior le habían visto salir en aquella actitud lamentable que referida está, se maravillaron de verle tan pacífico, en su habitual modestia y dulzura, como hombre incapaz de decir una palabra más alta que otra. Desconfiaban, no obstante, de esta mansedumbre, y cuando el buen hombre se sentó en el banco, duro y ancho como de iglesia, y arrimó los pies al brasero próximo, el portero más joven se acercó y le dijo:

—Don Ramón, ¿para qué viene por aquí? Estése en su casa y cuídese, que tiempo tiene de rodar por estos barrios.

—Puede que tengas razón, amigo Ceferino. En mi casa metidito, y acá se las arreglen estos señores como quieran. ¿Yo qué tengo que ver? Verdad que el país paga los vidrios rotos, y no puede uno ver con indiferencia tanto desbarrar. ¿Sabes tú si han llevado ya al Ministro el nuevo Presupuesto ultimado? No sabes... Verdad, ¡á ti que más te da! Tú no eres contribuyente... Pues desde ahora te digo que el nuevo Presupuesto es peor que el vigente, y todo lo que hacen aquí una cáfila de barbaridades y despropósitos. Ahí me las den todas. Yo en mi casa tan tranquilo, viendo cómo se desmorona este país, que podría estar nadando en oro si quisieran.

Á poco de soltar esta perorata, el pobre cesante se quedó solo, meditando, la barba en la mejilla. Vió pasar algunos empleados conocidos suyos; pero como no le dijeron nada, no chistó. Consideraba quizás la soledad que se iba formando en torno suyo, y con qué prisa se desviaban de él los que fueron sus compañeros y hasta poco antes se llamaban sus amigos. «Todo ello—pensó con admirable observación de sí mismo—consiste en que mis desgracias me han hecho un poco extravagante, y en que alguna vez la misma fuerza del dolor es causa de que se me escapen frases y gestos que no son de hombre sesudo, y contradicen mi carácter y mi... ¿cómo es la palabreja?... ¡ah! mi idiosincrasia... ¡Todo sea por Dios!»

Distrájole de su meditación un amigo que entraba, y que se fué derecho á él en cuanto le vió. Era Argüelles, el padre de familia, envuelto en su capa negra, ó más bien ferreruelo, el sombrerete ladeado á la chamberga, el bigote retorcido, la perilla enhiesta y erizada por el roce del embozo. Antes de subir á Contribuciones solía entrar un rato en el Personal, para desahogar las penas de su alma con un amigo que le daba cuenta de todo, y así alimentaba sus ilusiones de un próximo ascenso.

—¿Qué hace usted por aquí, amigo Villaamil?—le dijo en el tono que se emplea con los enfermos graves.—¿Quiere usted que tomemos café? Pero no; quizás el café le sentará mal. Hay que cuidarse, y si vale mi consejo, haría usted muy bien en no parecer por esta posá del Peine en muchos días.

—¿Adónde vamos? (levantándose).

—Al Personal. Echaremos un parrafillo con Sevillano, que nos enterará de los nombramientos del día. Venga usted.

Y se internaron por luengo corredor, no muy claro, que primero doblaba hacia la derecha, después á la izquierda. Á lo largo del pasadizo accidentado y misterioso, las figuras de Villaamil y de Argüelles habrían podido trocarse, por obra y gracia de hábil caricatura, en las de Dante y Virgilio buscando por senos recónditos la entrada ó salida de los recintos infernales que visitaban. No era difícil hacer de D. Ramón un burlesco Dante por lo escueto de la figura y por la amplia capa que le envolvía; pero en lo tocante al poeta, había que substituirle con Quevedo, parodiador de la Divina Comedia, si bien el bueno de Argüelles, más semejanza tenía con el Alguacil alguacilado que con el gran vate que lo inventó. Ni Dante ni Quevedo soñaron, en sus fantásticos viajes, nada parecido al laberinto oficinesco, al campaneo discorde de los timbres que llaman desde todos los confines de la vasta mansión, al abrir y cerrar de mamparas y puertas, y al taconeo y carraspeo de los empleados que van á ocupar sus mesas colgando capa y hongo; nada comparable al mete y saca de papeles polvorosos, de vasos de agua, de paletadas de carbón, á la atmósfera tabacosa, á las órdenes dadas de pupitre á pupitre, y al tráfago y zumbido, en fin, de estas colmenas donde se labra el panal amargo de la Administración. Metiéronse Villaamil y su guía en un despacho donde había dos mesas y una sola persona, que en aquel momento se mudaba el sombrero por un gorro de pana morada, y las botas por zapatillas. Era Sevillano, oficial de secretaría, buen mozo, aunque algo machucho, bien quisto en la casa, con fama de cuquería. Saludó el tal á Villaamil con recelo, mirándole mucho á la cara: «Vamos tirando,» contestó el cesante eterno, y ocupó una silla junto á la mesa.

—¿De lo mío nada...?—dijo Argüelles, usando una fórmula interrogativa y afirmativa á la vez.

—Nada—replicó el presumido Sevillano, que al ponerse delante de la mesa, parecía movido del deseo de que le vieran las zapatillas bordadas y de que admiraran su breve pie,—lo que se llama nada. Ni te han propuesto ni ese es el camino.

—No me coge de nuevo—gruñó el otro soltando capa y sombrero, como si quisiera oponer á la publicidad de las zapatillas de Sevillano la exhibición de sus encrespadas melenas.—Ese perro de Pantoja me ha engañado ya tres veces, y me engañará la cuarta si no le doy la morcilla. Yo lo paso todo, con tal que no me eche el pie adelante ese gorgojo repulsivo de Guillén. ¡Vamos, si le ascienden á él antes que á mí; si un padre de familia cargado de hijos y que lleva todo el peso de la oficina, se ve pospuesto á ese aborto inútil que mata el tiempo pintando monos...! (Volviéndose á Villaamil en solicitud de su aquiescencia.) ¿Tengo razón ó no tengo razón? ¿Le parece á usted que después de tantos años en este empleo, todavía les parezca temprano para darme el ascenso, y en cambio se lo den á ese coco, mamarracho, mal hombre y peor amigo, que además no sabe poner una minuta?

—Cabalmente, cabalmente por eso, por ser una inutilidad—afirmó Villaamil con inmenso pesimismo,—tiene asegurada su carrera.

—Yo me sublevo—declaró con rabia el caballero de Felipe IV dando una patada.—Si ascienden á ése antes que á mí, me voy al Ministro y le digo... vamos, le suelto una frescura. Esto es peor que insultarle á uno y escupirle la cara. Sí, porque tanto polaquismo requema la sangre, y le entran á uno ganas de echarse la moral á la espalda y casarse con Judas. Esa garrapata de Guillén, con sus chuscadas y sus versitos y sus porquerías, se ha hecho popular aquí. Le ríen las gracias estúpidas... Todos tenemos algo de culpa en darle alas, lo reconozco... Yo le aseguro á usted, amigo D. Ramón, que no volverá á enseñar delante de mí sus monigotes. Ya le diré yo cuántas son cinco, ya le diré...

Argüelles se detuvo, creyendo ver en el rostro de Villaamil señales de excitación; pero, contra lo que temía, el anciano escuchaba sereno, no mostrándose lastimado por el recuerdo de las groseras burlas.

—Dejarle, dejarle—contestó.—Por mi parte, sé sobreponerme á esas majaderías. Acuérdese usted; ayer, al enterarme de que se burlaban de mí, no dije esta boca es mía; ¿verdad que no? Estas cosas se desprecian, y nada más. Después me tropecé en la calle con el chico de Cucúrbitas, Urbanito, el cual está en Aduanas, y me contó que allí había ido Guillén con las aleluyas, que son una pura sandez. Ni siquiera hay un chiste en ellas. Que si, de niño, en vez de envolverme en pañales, me envolvían en nóminas... que si le propuse al Ministro el income tax... Y á él, pregunto yo ahora, á él, el muy asno, ¿qué le va ni le viene con que yo proponga el income tax? ¿Qué entiende él de esas materias tan superiores al entendimiento de un escuerzo sietemesino? Luego dice que doy sablazos... calumnia infame, porque si en las horribles trinquetadas que paso, la necesidad me impulsa á pedir el auxilio de un amigo, eso no quiere decir que sea yo un petardista. Pero estas injurias hay que llevarlas con muchísima paciencia, y no dar al infame denostador ni siquiera el gusto de nuestras quejas, porque se engreiría del mal que hace. Desprecio, indiferencia, y que vomite veneno hasta que se le seque el alma. ¡Ah! yo no obsequiaré nunca á esos reptiles con el favor de mis miradas. Y á ese tal le he dado yo calor en mi seno, vean ustedes, porque él va á mi casa, adula á mi familia, se bebe mi vino, y allí parece que nos quiere á todos como hermanos. ¡Valiente bicharraco!... Y digo más: digo que Pantoja también tiene algo de culpa, porque le permite perder el tiempo en hacer estas porquerías... Todos sus mamarrachos los conozco lo mismo que si los hubiera visto, pues Urbanito no omitió detalle. Pasa por tonto este chico; pero yo afirmo que tiene mucho talento, y lo que es á memoria no hay quien le gane. Díjome también que con las iniciales de los títulos de mis cuatro Memorias ha compuesto Guillén el mote de Miau, que me aplica en las aleluyas. Yo lo acepto. Esa M, esa I, esa A y esa U, son, como el Inri, el letrero infamante que le pusieron a Cristo en la cruz... Ya que me han crucificado entre ladrones, para que todo sea completo, pónganme sobre la cabeza esas cuatro letras en que se hace mofa y escarnio de mi gran misión.

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