XXXVI

Sevillano y Argüelles, que al principio le habían oído con algo de respeto, en cuanto oyeron aquella salida, titubearon entre la compasión y la risa, prevaleciendo al fin la primera, que expresó Sevillano en esta forma:

—Hace bien usted en despreciar tales miserias. Nada más repugnante que hacer burla de un hombre digno y desgraciado. Aquí me trajeron también los muñecos esos; pero no los quise ver... Ahora, si ustedes quieren, tomaremos café.

Entró el mozo con el servicio; Villaamil rehusó cortésmente el obsequio, y los otros dos se sentaron para tomar á gusto, en vaso muy colmadito, el brebaje aromático que es alegría y consuelo de las oficinas.

—Pues le he de decir á usted—manifestó el cesante con la serenidad de un hombre dueño de sus facultades,—que se vaya usted haciendo á la injusticia, que se familiarice con las bofetadas y se acostumbre á la idea de ver á ese piojo pasándole por delante. La lógica española no puede fallar. El pillo delante del honrado; el ignorante encima del entendido; el funcionario probo debajo, siempre debajo. Y agradezca usted que en premio de sus servicios no le limpian el comedero... que no sé, no sé si sacar también esa consecuencia lógica.

—Armo un tiberio, créalo usted, lo armo, pero gordo—dijo el padre de familias entre sorbo y sorbo.—Como le asciendan antes que á mí, crea usted que todo el Colegio de Sordomudos me tendrá que oir.

—Le oirá y callará, y no habrá más remedio que conformarse. Véase mi raciocinio (acercando su silla á las de los bebedores de café). ¿Quién le apoya á usted? Nadie; y digo nadie, porque no le apoya ninguna mujer.

—Eso es verdad,

—Bueno. Cuando veo un nombramiento absurdo, pregunto: ¿quién es ella? Porque es probado; siempre que una nulidad se sobrepone á un empleado útil, ponga usted el oído y escuchará rumor de faldas. ¿Apostamos á que sé quién ha pedido el ascenso del cojo? Pues su prima, la viuda del comandantón aquel que está en Filipinas, esa tal Enriqueta, frescachona, más suelta que las gallinas, de la cual se dice si tuvo que ver ó no tuvo que ver con nuestro egregio Director. Ahora, sabiendo á qué aldabas se agarra ese morral de Guillén, ayúdenme ustedes á sentir. Nada, el amigo Argüelles, con toda su prole arrastras, se quedará ladrando de hambre, y el otro ascenderá, y ole morena.

Sevillano confirmaba con una sonrisa las acres observaciones del trastornado Villaamil, que no lo parecía al decir cosas tan á pelo; y el caballero de Felipe IV se atusaba sus engrasadas melenas y se retorcía el bigote, dándole á la perilla tales tirones, que á poco más se la arranca de cuajo.

—Lo vengo diciendo hace tiempo, ¡cáscaras! Se necesita no tener vergüenza para servir á este cabrón del Estado. Y ya que el amigo Villaamil está hoy de buena pasta, le diremos una cosa que no sabe. ¿Quién recomendó á Víctor Cadalso para que echaran tierra al expediente y encimita le encajaran un ascenso?

—Ello debe de ser cosa de hembras; alguna joven sensible que ande por ahí, porque Víctor las atrapa lindamente.

—Le apoyaron dos Diputados—dijo Sevillano:—hicieron fuerza de vela sin conseguir nada, hasta que vino presión por alto...

—Pero si me ha dicho Ildefonso Cabrera—observó el viejo acalorándose—que ese pelele está liado con marquesas, duquesas y cuanta señorona hay en la alta sociedad...

—No haga usted caso, D. Ramón—indicó Argüelles.—Si, después de todo, su yerno de usted es un cursi... así como suena, un cursilón. No se ve ya un mozo verdaderamente elegante, como los de mi tiempo. Ríase usted de todas esas conquistas de Víctor, que no tiene más amparo que el de mi vecina. En el principal de mi casa vive un marqués... no me acuerdo del título; es valenciano y algo así como Benengeli, algo que suena á morisco. Este marqués tiene una tía, dos veces viuda... una criatura, como quien dice... Mi mujer, que ya pasó de los cincuenta, asegura que estando ella de corto (mi mujer, se entiende), conoció á esa señora en Valencia, ya casada. En fin, que los sesenta y pico no hay quien se los quite, y aunque debió de ser buena moza, ya no hay pintura que la salve ni remiendo que la enderece.

—Y cuando menos, mi yernecito ha seducido toda esa inocencia.

—Aguárdese usted. Es cosa pública en Valencia que el tiburón ese se enamoriscó de Cadalso, y él... también la quiso, por supuesto, con su cuenta y razón. Vinieron juntos á Madrid; enredito allá, enredito aquí. Á mí nadie tiene que contármelo, pues le veo en la calle, esperando á la abuela, porque los marqueses no le permiten entrar en la casa. Ella sale en su coche, muy emperejilada, toda fofa y hueca, con unas témporas así, todo postizo, se entiende, y la cara con más pintura que el Pasmo de Sicilia... Se para en la esquina de Relatores, y allí entra el terror de las doncellas y se van qué sé yo adónde... Y me ha contado el lacayo, que es vecino mío en el sotabanco de la izquierda, que casi todos los días recibe carta la tarasca, y en seguida le larga á su nene tres pliegos... El lacayo echa las cartas al correo, y me cuenta lo que dice el sobre y las señas... Quiñones, 13, segundo.

—Si yo me sorprendiera de esto—declaró Villaamil entre risueño y desdeñoso,—sería un niño de teta. ¡Y esa fantasma ha venido aquí, al templo de la Administración (indignándose), á arrojar sobre el Estado la ignominia de sus recomendaciones en favor de un perdis...!

—No, por aquí no ha parecido, ni lo necesita—apuntó Sevillano.—Con el teclado de sus relaciones, mueven ésas todo el Ministerio, sin poner los pies en él.

—Les basta decir una palabrita á cualquier pájaro gordo. Luego descarga aquí la nota...

—De esas que no piden, sino mandan.

—Á raja tabla... Hágase... Y hecho está, y ole morena,.. No sería malo un buen pararrayos para esas chispas, un Ministro de carácter. ¿Pero dónde está ese Mesías? (dándose fuerte puñetazo en la rodilla). La condenada Administración es una hi de mala hembra con la que no se puede tener trato sin deshonrarse... Pero los que tienen hijos, amigo Argüelles, ¿qué han de hacer sino prostituirse? Á ver, búsquese usted por ahí un felpudito que le ampare. Usted tiene todavía buen ver. Á poco que se emperifolle, le salen las conquistas así... y le pica en el anzuelo una lamprea con conchas... Animarse, pollo... ¡Pues si yo tuviera veinte años menos...!

Sevillano se reía, y Argüelles se pavoneaba henchido de fatuidad, enroscándose aquella birria de bigote pintado... No parecía echar en saco roto la exhortación, porque la edad no le había curado de su vanidad de Tenorio.

—Francamente, señores—manifestó con acento de hombre muy corrido,—nunca me ha gustado el amor como negocio... El amor por el amor. Ni con dinero encima cargo yo con una res como esa de Víctor, contemporánea del andar á pie, y que todo lo tiene postizo, todo absolutamente, créanme ustedes.

—¡Fuera remilgos, y á ellas!—dijo Villaamil, á quien le había entrado hilaridad nerviosa.—No están los tiempos para hacer fu á nada... Este padre de familias es terrible. No le gustan más que las doncellitas tiernas.

—Pues de broma ha dicho usted la verdad. De quince á veinte. Lo demás para bobos.

—¡Vamos, que si le cayera á usted un pimpollo como ese de Víctor!... Porque la tal debe de tener guita, y á su vera no hay bolsillo vacío... Ahora me explico que mi yerno, cuando se le acabaron los dineros que afanó por el enjuague de Consumos, gastaba del capítulo de guerra de esa vejancona... ¡Vamos (dándose otro palmetazo en la rodilla), que vivimos en una condenada época en que no podemos ni siquiera avergonzarnos, porque el estiércol, la condenada costra de estiércol que llevamos en la cara nos lo impide!

Levantóse para salir. Argüelles suspiró y con un gesto despidióse de Sevillano, que se puso á trabajar antes de que salieran.

—Vamos á la oficina—dijo el caballero alguacilado, embozándose en el ferreruelo, cogiendo del brazo á su amigo é internándose por los pasillos;—que ese mal bicho de Pantoja me chillará si tardo. ¡Qué vida, D. Ramón, qué vida!... Y á propósito. ¿No observó usted que mientras hablábamos de la señora que protege á Víctor, Sevillano no chistaba? Es que también él se calza á una momia... sí... ¿no sabía usted? la viuda de aquel Pez y Pizarro que fué Director de Loterías en la Habana, primo de nuestro amigo D. Manuel. Eso lo saben hasta los perros... y ella le protege, le regala cada dos años su ascensito.

—¿Qué me dice usted? (parándose y mirándole cara á cara, en una actitud propiamente dantesca). Conque Sevillano... Sí; ya decía yo que ese chico iba demasiado aprisa. Era yo Jefe de Negociado, cuando entró de aspirante con cinco mil...

Se persignó y siguieron hasta Contribuciones. Pantoja y los demás recibieron al sufrido cesante con sobresalto, temerosos de una escena como la del día anterior. Pero el anciano les tranquilizó con su apacible acento y la serenidad relativa de su rostro. Sin dignarse mirar a Guillén, fué á sentarse junto al Jefe, á quien dijo de manos á boca:

—Hoy me encuentro muy bien, Ventura. He descansado anoche, me despejé, y estoy hasta contento, me lo puedes creer, echando chispas de contento.

—Más vale así, hombre, más vale así—repuso el otro observándole los ojos.—¿Qué traes por acá?

—Nada... la querencia... hoy estoy alegre... ya ves cómo me río (riendo). Es posible que hoy venga por última vez, aunque... te lo aseguro... me divierte, me divierte esta casa. Se ven aquí cosas que le hacen á uno... morir de risa.

El trabajo concluyó aquel día más pronto que de ordinario, porque era día de paga, la fecha venturosa que pone feliz término á las angustias del fin de mes, abriendo nueva era de esperanzas. El día de paga hay en las salas de aquel falansterio más luz, aire más puro y un no sé qué de diáfano y alegre que se mete en los corazones de los infelices jornaleros de la Hacienda pública.

—Hoy os dan la paga—dijo Villaamil á su amigote, suspendiendo aquel reir franco y bonachón de que afectado estaba.

Ya se conocía en el ruido de pisadas, en el sonar de timbres, en el movimiento y animación de las oficinas, que había empezado la operación. Cesaba el trabajo, se ataban los legajos, eran cerrados los pupitres, y las plumas yacían sobre las mesas entre el desorden de los papeles y las arenillas que se pegaban á las manos sudorosas. En algunos departamentos, los funcionarios acudían, conforme les iban llamando, al despacho de los habilitados, que les hacían firmar la nominilla y les daban el trigo. En otros, los habilitados mandaban un ordenanza con los santos cuartos en una hortera, en plata y billetes chicos, y la nominilla. El Jefe de la sección se encargaba de distribuir las raciones de metálico y de hacer firmar á cada uno lo que recibía.

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