XXXVII

Es cosa averiguada que cuando Villaamil vió entrar al portero con la horterita aquélla, se excitó mucho, acentuando su increíble alegría, y expresándola de campechana manera. «¡Anda, anda, qué cara ponéis todos!... Aquí está ya el santo advenimiento... la alegría del mes... San Garbanzo bendito... ¡Pues apenas vais á echar mal pelo con tantos dinerales!...

Pantoja empezó á repartir. Todos cobraron la paga entera, menos uno de los aspirantes, á quien entregó el Jefe el pagaré otorgado á un prestamista, diciendo: «Está usted cancelado», y Argüelles recibió un tercio no más, por tener retenido lo restante. Cogiólo torciendo el gesto, echando la firma en la nominilla con rasgos que declaraban su furia; y después, el gran Pantoja se guardó su parte pausada y ceremoniosamente, metiendo en su cartera los billetes, y los duros en el bolsillo del chaleco, bien estibaditos para que no se cayesen. Villaamil no le quitaba ojo mientras duró la operación, y hasta que no desapareció la última moneda no dejó de observarle. Le temblaba la mandíbula, le bailaban las manos.

—¿Sales?—dijo á su amigo, levantándose.—Nos iremos de paseo. Yo tengo hoy... muy buen humor...¿no ves?... Estoy muy divertido...

—Yo me quedo un rato más—respondió el honrado, que deseaba quitarse de encima aquella calamidad.—Tengo que ir un rato á Secretaría.

—Pues quédate con Dios... Me largo de paseo... Estoy contentísimo... y de paso, compraré unas píldoras.

—¿Píldoras? Te sentarán bien.

—¡Ya lo creo!... Abur; hasta más ver. Señores, que sea por muchos años... Y que aproveche... Yo bueno, gracias...

En la escalera de anchos peldaños desembocaban, como afluentes que engrasan el río principal, las multitudes que á la misma hora chorreaban de todas las oficinas. Contribuciones y Propiedades descargaban su personal en el piso segundo; descendía la corriente uniéndose luego á la numerosa grey de Secretaría, Tesoro y Aduanas. El humano torrente, haciendo un ruido de mil demonios de peldaño en peldaño, apenas cabía en la escalera, y mezclábanse los pisotones con la charla gozosa y chispeante de un día de paga. En los oídos de Villaamil añadíase al murmullo inmenso el tintineo de los duros, recién guardados en tanta faltriquera. Pensó que el metal de los pesos debía de estar frío aún; pero se calentaría pronto al contacto del cuerpo, y aun se derretiría al de las necesidades. Al llegar al vasto ingreso que separa del pórtico la escalera, veíanse en los patios de derecha ó izquierda afluir las muchedumbres de Impuestos, Tesorería y Giro Mutuo, y antes de llegar á la calle, las corrientes se confundían. Las capas deslucidas abundaban más que los raídos gabanes; pero también los había flamantes, y chisteras lustrosas, destacándose entre la muchedumbre de hongos chafados y verdinegros. El taconeo ensordecía la casa, y Villaamil oía siempre, por cima del rumor de pisadas, aquel tintín de las piezas de cinco pesetas. «Hoy—se dijo, echando toda su alma en un suspiro—han dado casi toda la paga en duros nuevecitos, y algo en pesetas dobles con el cuño de Alfonso».

Al desaguar la corriente en la calle, iba cesando el ruido, y el edificio se quedaba como vacío, solitario, lleno de un polvo espeso levantado por las pisadas. Pero aun venían de arriba destacamentos rezagados de las multitudes oficinescas. Sumaban entre todos tres mil, tres mil pagas de diversa cuantía, que el Estado lanzaba al tráfico devolviendo por modo parabólico al contribuyente parte de lo que sin piedad le saca. La alegría del cobro, sentimiento característico de la humanidad, daba á la caterva aquélla un aspecto simpático y tranquilizador. Era sin duda una honrada plebe anodina, curada del espanto de las revoluciones, sectaria del orden y la estabilidad, pueblo con gabán y sin otra idea política que asegurar y defender la pícara olla; proletariado burocrático, lastre de la famosa nave; masa resultante de la hibridación del pueblo con la mesocracia, formando el cemento que traba y solidifica la arquitectura de las instituciones.

Embozábase Villaamil en su pañosa para resguardarse del frío callejero, cuando le tocaron en el hombro. Volvióse y vió á Cadalso, quien le ayudó á asegurar el embozo liándoselo al cuello.

—¿Qué tiene usted... de qué se ríe usted?

—Es que... estoy esta tarde muy contento... Á bien que á ti no te importa. ¿No puede uno ponerse alegre cuando le da la real gana?

—Sí... pero... ¿Va usted á casa?

—Otra cosa que no es de tu incumbencia. ¿Tú adónde vas?

—Arriba á recoger mi título... Yo también estoy hoy de enhorabuena.

—¿Te han dado otro ascenso? No me extrañaría. Tienes la sartén por el mango. Mira, que te hagan Ministro de una vez; acaba de ponerte el mundo por montera antes que se acaben las carcamales.

—No sea usted guasón. Digo que estoy de enhorabuena, porque me he reconciliado con mi hermana Quintina y el salvaje de su marido. Él se queda con aquella maldecida casa de Vélez-Málaga que no valía dos higos, paga las costas, y yo...

—Suma y van tres... Otra cosa que á mí me tiene tan sin cuidado como el que haya ó no pulgas en la luna. ¿Qué se me da á mí de tu hermana Quintina, de Ildefonso, ni de que hagáis ó no cuantas recondenadas paces queráis?

—Es que...

—Anda, sube, sube pronto y déjame á mí. Porque yo te pregunto: ¿en qué cochino bodegón hemos comido juntos? Tú por tu camino, lleno de flores; yo por el mío. Si te dijera que con toda tu buena suerte no te envidio ni esto... Más quiero honra sin barcos que barcos sin honra. Agur...

No le dió tiempo á más explicaciones, y asegurándose otra vez el embozo, avanzó hacia la calle. Antes de traspasar la puerta, le tiraron de la capa, acompañando el tirón de estas palabras amigables:

—¡Eh, simpático Villaamil, aunque usted no quiera!...

Urbanito Cucúrbitas, pollancón rubio, ralo de pelo, estirado, zancudo y con mucha nuez; semejante á vástago precoz de la raza gallinácea que llaman Cochinchina; vestido con elegante traje á cuadros, cuello larguísimo, de cucurucho, hongo claro; manos y pies inconmensurables, muy limpio y la boca risueña, enseñando hasta los molares, que bien podrían llamarse del juicio si alguno tuviera.

—¡Hola, Urbanito!... ¿Has cobrado tu paga?

—Sí, aquí la llevo (tocándose el bolsillo y haciendo sonar la plata); casi todo en pesetas. Me voy á dar una vuelta por la Castellana.

—¿En busca de alguna conquistilla?... Hombre feliz... Para ti es el mundo. ¡Qué risueño estás! Pues mira; yo también estoy de vena hoy... Dime, ¿y tus hermanitos, han cobrado también sus paguillas? Dichosos los nenes á quienes el Estado les pone la teta en la boca, ó el biberón. Tú harás carrera, Urbanito; yo sostengo que eres muy listo, contra la opinión general que te califica de tonto. Aquí el tonto soy yo. Merezco, ¿sabes qué?; pues que el Ministro me llame, me haga arrodillar en su despacho y me tenga allá tres horas con una coroza de orejas de burro... por imbécil, por haberme pasado la vida creyendo en la moral, en la justicia y en que se deben nivelar los presupuestos. Merezco que me den una carrera en pelo, que me pongan motes infamantes, que me llamen el señor de Miau, que me hagan aleluyas con versos chabacanos para hacer reir hasta á las paredes de la casa... No, si no lo digo en son de queja; si ya ves... estoy contento, y me río... me hace una gracia atroz mi propia imbecilidad.

—Mire usted, querido D. Ramón (poniéndole ambas manos en los hombros). Yo no he tenido arte ni parte en los monigotes. Confieso que me reí un poco cuando Guillén los llevó á mi oficina; no niego que me entró tentación de enseñárselos á mi papá, y se los enseñé...

—Pero si yo no te pido explicaciones, hijo de mi alma.

—Déjeme acabar... Y mi papá se puso furioso y á poco me pega. Total, que enterado Guillén de las cosas que mi papá dijo, salió á espetaperros de nuestra oficina, y no ha vuelto á parecer. Yo digo que ello puede pasar como broma de un rato. Pero ya sabe usted que le respeto, que me parece una tontería juntar las iniciales de sus cuatro Memorias que nada significan, para sacar una palabra ridícula y sin sentido.

—Poco á poco, amiguito (mirándole á los ojos). Á que la palabra Miau sea una sandez, no tengo nada que objetar; pero no estoy conforme con que las cuatro iniciales no encierren una significación profunda...

—¡Ah!... ¿sí? (suspenso).

—Porque es preciso ser muy negado ó no tener pizca de buena fe para no reconocer y confesar que la M, la I, la A y la U, significan lo siguiente: Mis... Ideas... Abarcan... Universo.

—¡Ah!... ya... bien decía yo... Don Ramón, usted debe cuidarse.

—Si bien no faltará quien sostenga... y yo no me atrevería á contradecirlo de plano... quien sostenga, quizás con algún fundamento, que las cuatro misteriosas letras rezan esto: Ministro... I... Administrador... Universal.

—Pues mire usted, esa interpretación me parece una cosa muy sabia y con muchísimo intríngulis.

—Lo que yo te digo: hay que examinar imparcialmente todas las versiones, pues éste dice una cosa, aquél sostiene otra, y no es fácil decidir... Yo te aconsejo que lo mires despacio, que lo estudies, pues para eso te da el Gobierno un sueldo, sin ir á la oficina más que un ratito por la tarde, y eso no todos los días... Y que tus hermanitos lo estudien también con el biberón de la nómina en los labios. Adiós; memorias á papá. Dile que crucificado yo, por imbécil, en el madero afrentoso de la tontería, á él le toca darme la lanzada, y á Montes la esponja con hiel y vinagre, en la hora y punto en que yo pronuncie mis Cuatro Palabras, diciendo: Muerte... Infamante... Al... Ungido... Esto de ungido quiere decir... para que te enteres... lleno de basura, ó embadurnado todo de materias fétidas y asquerosas, que son el símbolo de la zanguanguería, ó llámese principios.

—Don Ramón... ¿va usted á su casa? ¿quiere que le acompañe? Tomaré un coche.

—No, hijo de mi alma; vete á tu paseíto. Yo me voy pian pianino. Antes tengo que comprar unas píldoras... aquí en la botica.

—Pues le acompañaré... y si quiere que veamos antes á un médico...

—¡Médico! (riendo desaforadamente). Si en mi vida me he sentido más sano, más terne... Déjame á mí de médicos. Con estas pildoritas...

—De veras, ¿no quiere que le acompañe?

—No, y digo más: te suplico que no lo hagas. Tiene uno sus secretillos, y el acto, al parecer insignificante, de comprar tal ó cual medicina, puede evocar el pudor. El pudor, chico, aparece donde menos se piensa. ¿Qué sabes tú si soy yo un joven, digo, un anciano disoluto? Conque vete por tu camino, que yo tomo el de la farmacia. Adiós, niño salado, chiquitín del Ministerio, diviértete todo lo que puedas; no vayas á la oficina más que á cobrar; haz muchas conquistas; pica siempre muy alto; arrímate á las buenas mozas, y cuando te lleven á informar un expediente, pon la barbaridad más gorda que se te ocurra... Adiós, adiós... Sabes que se te quiere.

Fuese el pollancón por la calle de Alcalá abajo, y Villaamil, después de cerciorarse de que nadie le seguía, tomó en dirección de la Puerta del Sol, y antes de llegar á ella, entró en la que llamaba botica; es á saber: en la tienda de armas de fuego que hay en el número 3.

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