Ocupaba la España Sertorio, caudillo en nada parecido a Lépido, e infundía temor a los Romanos, por haber refundido en él, como en última calamidad, las guerras civiles. Había hecho desaparecer a muchos generales de los de menor cuenta, y entonces traía fatigado a Metelo Pío, varón respetable y buen militar, pero tardo ya por la vejez para aprovechar las ocasiones de la guerra, e inferior al estado de los negocios, en los que se le anticipaba siempre la velocidad y presteza de Sertorio, que le acometía inopinadamente y al modo de los salteadores, molestando con celadas y correrías a un atleta hecho a combates reglados y a un general de tropas de línea acostumbradas a lidiar a pie firme. Teniendo, pues, Pompeyo en aquella sazón un ejército a sus órdenes, andaba negociando que se le diera la comisión de ir en auxilio de Metelo; y sin embargo de habérselo mandado Cátulo, no lo disolvió, sino que se mantuvo en armas alrededor de Roma, buscando siempre algún pretexto, hasta que por fin se le dio el apetecido mando a propuesta de Lucio Filipo. Dícese que, preguntando uno entonces en el Senado, con admiración, a Filipo, si realmente era de sentir de que se enviase a Pompeyo por el cónsul, respondió: “Yo por el cónsul, no, sino por los cónsules”, dando a entender que ambos cónsules eran inútiles para el caso.