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Llegada a Roma la noticia de que, terminada la guerra de los piratas, para reposar de ella Pompeyo recorría las ciudades, escribió Manilio, tribuno de la plebe, un proyecto de ley para que, encargándose Pompeyo del territorio y tropas sobre que mandaba Luculo, y añadiéndosele la Bitinia, que obtenía Glabrión, hiciese la guerra a Mitridates y Tigranes, conservando además las fuerzas navales y el mando marítimo, como lo había tenido desde el principio, que era, en suma, confiar a uno solo la autoridad del pueblo romano. Porque las únicas provincias que parecían no estar contenidas en la ley anterior, que eran la Frigia, la Licaonia, la Galacia, la Capadocia, la Cilicia, la Cólquide superior y la Armenia, eran las mismas que se le agregaban ahora, con todas las tropas y fuerzas con que Luculo había vencido y derrotado a los reyes Mitridates y Tigranes. Con todo, de Luculo, a quien se privaba de la gloria de sus ilustres hechos, y a quien más bien se daba sucesor del triunfo que de la guerra, era muy poco lo que se hablaba entre los del partido del Senado, sin embargo de que conocían el agravio y la injusticia que a aquel se irrogaban, sino que llevando mal el gran poder de Pompeyo, que venía a constituirse en tiranía, se excitaban y alentaban entre sí para oponerse a la ley y no abandonar la libertad. Mas venido el momento, todos los demás faltaron al propósito y enmudecieron de miedo; sólo Cátulo clamó contra la ley y contra quien la había propuesto, y viendo que a nadie movía, requirió al Senado, gritando muchas veces desde la tribuna para que, como sus mayores, buscaran un monte y una eminencia adonde para salvarse se refugiara la libertad. Sancionóse a pesar de esto la ley, según se dice, por todas las tribus, y Pompeyo, estando ausente, quedó árbitro y dueño de todo cuanto lo fue Sila, apoderándose de la ciudad con las armas y con la guerra. Dícese de él que cuando recibió las cartas y supo lo decretado, hallándose presentes y regocijándose sus amigos, arrugó las cejas, se dio una palmada en el muslo y, como quien se cansa de mandar, prorrumpió en estas expresiones: “¡Vaya con unos trabajos que no tienen término! ¿Pues no valía más ser un hombre oscuro, para no cesar nunca de hacer la guerra ni de incurrir en tanta envidia, pasando la vida en el campo con su mujer?” Al oír esto, ni sus más íntimos amigos dejaron de torcer el gesto a semejante ironía y simulación, conociendo que subía muy de punto su alegría con el incentivo que daba a la natural ambición y deseo de gloria de que estaba poseído su indisposición y encono con Luculo.

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