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Partió por fin Luculo; y Pompeyo, dejando la armada naval en custodia del mar que media entre la Fenicia y el Bósforo, marchó contra Mitridates, que tenía un ejército de treinta mil infantes y dos mil caballos, pero que no se atrevía a entrar en batalla. Y en primer lugar, como hubiese abandonado, por ser falto de agua, un monte alto y de difícil acceso en que se hallaba acampado, lo ocupó Pompeyo, y conjeturando por la naturaleza de las plantas y por el descenso del terreno que el país no podía menos de tener fuentes, dio orden de que por todas partes se abrieran pozos, y al punto se vio el campamento lleno de gran caudal de agua; de manera que se maravillaron de que en tanto tiempo no hubiera dado en ello Mitridates. Acampado después próximo a él, consiguió dejarle sitiado; pero habiéndolo estado cuarenta y cinco días, se escapó sin que aquel lo sintiese con lo más escogido de sus tropas, dando muerte a los inútiles y enfermos. Habiéndole vuelto a alcanzar Pompeyo junto al Éufrates, puso su campo enfrente de él, y temiendo que se adelantase a pasar este río sacó armado su ejército desde la media noche, hora en que se dice haber tenido Mitridates una visión que le predijo lo que iba a sucederle. Porque le parecía que navegando con próspero viento en el Mar Póntico veía ya el Bósforo, y los que con él iban se lisonjeaban como el que se alegra con la certeza y seguridad de salir a salvo; pero que de repente se halló abandonado de todos en un débil barquichuelo juguete de los vientos. En el momento de estar en estas angustias y ensueños le rodearon y despertaron sus amigos, diciéndole que tenían cerca de sí a Pompeyo. Fue, pues, indispensable haber de pelear al lado del campa- mento, y sacando sus generales las tropas las pusieron en orden. Advirtió Pompeyo que los cogía prevenidos, y, no decidiéndose a entrar en acción entre tinieblas, le pareció que no debían hacer más que rodearlos, para que no huyesen, y a la mañana, pues que sus tropas eran mejores, vendrían a las manos; pero los más ancianos de los tribunos, rogándole e instándole, le hicieron por fin resolverse. Porque tampoco era la noche del todo oscura, sino que la luna, yendo ya bastante baja, daba suficiente luz para que se vieran los cuerpos, que fue lo que principalmente desconcertó a las tropas del rey, porque los Romanos tenían la luna a la espalda, y, estando ya la luz muy cerca del ocaso, las sombras de sus cuerpos iban muy lejos delante de ellos y se extendían hasta los enemigos, que no podían computar la distancia, sino que, como si los tuvieran ya encima, arrojando las lanzas en vano, a nadie alcanzaban. Al ver esto, los Romanos corrieron a ellos con grande gritería, y como no tuvieron valor ni siquiera para esperarlos, sino que se entregaron a la fuga, los acuchillaron y destrozaron, muriendo más de diez mil de ellos, y les tomaron el campamento. Al principio, Mitridates, con ochocientos caballos, se había abierto paso por entre los Romanos, poniéndose en retirada; pero a poco se le desbandaron todos los demás, quedándose con tres solos, entre los que se hallaba la concubina Hipsícrates, que siempre se había mostrado varonil y arrojada; tanto, que por esta causa el rey la llamaba Hipsícrates. Llevaba ésta entonces la sobrevesta y el caballo de un soldado persa, y ni se mostró fatigada de tan larga carrera, ni, con haber atendido al cuidado de la persona del rey y de su caballo, necesitó de reposo hasta que llegaron al fuerte de Sinora, depósito de los caudales y preseas del rey, de donde, tomando éste las ropas más preciosas, las distribuyó a los que de la fuga habían acudido a él. Dio también a cada uno de sus amigos un veneno mortal para que ninguno de ellos se entregase contra su voluntad a los enemigos, y desde allí marchó a la Armenia a unirse con Tigranes; pero, corno éste le desechase, y aun le hiciese pregronar en cien talentos, pasando por encima del nacimiento del Éufrates huyó por la Cólquide.

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