Habiendo sido ésta las últimas palabras que pronunció, descendió al barco, y como mediase bastante distancia desde la galera a tierra, y ninguno de los que iban con él le hubieran dirigido siquiera una expresión de agasajo, poniendo la vista en Septimio, “Paréceme- le dijo- haberte conocido en otro tiempo siendo mi compañero de armas”; a lo que le contestó bajando sólo la cabeza, sin pronunciar palabra ni poner siquiera buen semblante; por tanto, como se guardase por todos un gran silencio, sacó Pompeyo un libro de memoria y se puso a leer un discurso que había escrito en griego para hacer uso de él con Tolomeo. Cuando arribaban a tierra, Cornelia, que, llena de agitación e inquietud, había subido con los amigos de Pompeyo a la cubierta de la nave, para ver lo que pasaba, concibió alguna esperanza al observar que muchos de los cortesanos salían al desembarco como para honrarle y recibirle. En esto, al tomar Pompeyo la mano de Filipo para ponerse en pie con mayor facilidad, Septimio fue el primero que por la espalda le pasó con un puñal, y enseguida desenvainaron también sus espadas Salvio y Aquilas. Pompeyo, echándose la toga por el rostro con entrambas manos, nada hizo ni dijo indigno de su persona, sino que solamente dio un suspiro, aguantando con entereza los golpes de sus asesinos. Y habiendo vivido cincuenta y nueve años, al otro día de su nacimiento terminó su carrera.