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En esto, los generales de Darío habían reunido muchas fuerzas, y como las tuviese ordenadas para impedir el paso del Granico, debía tenerse por indispensable el dar una batalla para abrirse la puerta del Asia, si se había de entrar y dominar en ella; pero los más temían la profundidad del río y la desigualdad y aspereza de la orilla opuesta, a la que se había de subir peleando, y a algunos les detenía también cierta superstición relativa al mes, por cuanto en el Desio era costumbre de los reyes de Macedonia no obrar con el ejército; pero esto lo remedió Alejandro mandando que se contara otra vez el Artemisio. Oponíase, de otro lado, Parmenión a que se trabara combate, por estar ya adelantada la tarde; pero diciendo Alejandro que se avergonzaría el Helesponto si habiéndolo pasado temieran al Granico, se arrojó al agua con trece hileras de caballería, y marchando contra los dardos enemigos y contra sitios escarpados, defendidos con gente armada y con caballería, arrebatado y cubierto en cierta manera de la corriente, parecía que más era aquello arrojo de furor y locura que resolución de buen caudillo. Mas él seguía empeñado en el paso, y llegando a hacer pie con trabajo y dificultad en lugares húmedos y resbaladizos por el barro, le fue preciso pelear al punto en desorden y cada uno separado contra los que les cargaban antes que pudieran tomar formación los que iban pasando, porque los acometían con grande algazara, oponiendo caballos a caballos y empleando las lanzas y, cuando éstas se rompían, las espadas. Dirigiéronse muchos contra él mismo, porque se hacía notar por el escudo y el penacho del morrión, que caía por uno y otro lado, formando como dos alas maravillosas en su blancura y en su magnitud; y habiéndole arrojado un dardo que le acertó en el remate de la coraza, no quedó herido. Sobrevinieron a un tiempo los generales Resaces y Espitridates, y hurtando el cuerpo a éste, a Resaces, armado de coraza, le tiró un bote de lanza, y rota ésta metió mano a la espada. Batiéndose los dos, acercó por el flanco su caballo Espitridates, y poniéndose a punto le alcanzó con la azcona de que usaban aquellos bárbaros, con la cual le destrozó el penacho, llevándose una de las alas; el morrión resistió con dificultad al golpe, tanto, que aun penetró la punta y llegó a tocarle en el cabello. Disponíase Espitridates a repetir el golpe, pero lo previno Clito el negro, pasándole de medio a medio con la lanza; y al mismo tiempo cayó muerto Resaces, herido de Alejandro. En este conflicto, y en lo más recio del combate de la caballería, pasó la falange de los Macedonios y vinieron a las manos una y otra infantería; pero los enemigos no se sostuvieron con valor ni largo rato, sino que se dispersaron y huyeron, a excepción de los Griegos estipendiarios, los cuales, retirados a un collado, imploraban la fe de Alejandro; pero éste, acometiéndolos el primero, llevado más de la cólera que gobernado por la razón, perdió el caballo, pasado de una estocada por los ijares -era otro, no el Bucéfalo-, y allí cayeron también la mayor parte de los que perecieron en aquella batalla, peleando con hombres desesperados y aguerridos. Dícese que murieron de los bárbaros veinte mil hombres de infantería y dos mil de caballería. Por parte de Alejandro dice Aristobulo que los muertos no fueron entre todos más qué treinta y cuatro; de ellos, nueve infantes. A éstos mandó que se les erigiesen estatuas de bronce, que trabajó Lisipo. Dio parte a los Griegos de esta victoria, enviando en particular a los Atenienses trescientos escudos de los que cogieron, y haciendo un cúmulo de los demás despojos, hizo poner sobre él esta ambiciosa inscripción: “ALEJANDRO, HIJO DE FILIPO, Y LOS GRIEGOS, A EXCEPCIÓN DE LOS LACEDEMONIOS, DE LOS BÁRBAROS QUE HABITAN EL ASIA”. De los vasos preciosos, de las ropas de púrpura y de cuantas preseas ricas tomó de Persia, fuera de muy poco, todo lo demás lo remitió a la madre.

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